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– ¿De verdad que Depp sabe poner una conferencia? Estoy impresionada.

Fue un espectáculo enervante ver a Sally deshinchar plácidamente los frenéticos intentos de Bobby de caerle simpático. Pero lo más curioso de aquel trabajo de demolición fue la forma en que Sally mantuvo su aristocrática sonrisa sibilina. Ni una sola vez le dijo: «Eres un engreído». No levantó la voz ni una sola vez. Pero al final de la velada, lo había reducido a la estatura de Toulouse Lautrec, dando a entender, a su modo suave, que le consideraba un medio pelo, un pequeño burgués, y que no merecía perder el tiempo con él.

Cuando regresábamos a casa aquella noche, se volvió hacia mí en el asiento del conductor, me acarició la nuca y dijo:

– Cariño, sabes que te quiero mucho, pero no vuelvas a hacerme pasar por esto.

Un largo silencio. Después le pregunté:

– ¿Tan mal lo has pasado?

– Ya sabes a qué me refiero. Puede que sea un corredor excepcional, pero socialmente es un idiota.

– Yo le encuentro divertido.

– Y entiendo por qué, especialmente si algún día tienes que escribir algo para Scorsese. Pero es un coleccionista de personas, David, y tú eres su objet d'art del mes. No voy a decirte lo que debes hacer; si yo fuera tú dejaría que gestionara mis inversiones y nada más. Es un rufián de tres al cuarto: la clase de liante que por la mañana se rocía con after-shave de Armani, pero sigue apestando a Brut.

Naturalmente pensé que Sally estaba siendo demasiado cruel, demasiado esnob. Pero no dije nada. Como no le dije nada a Bobby, un par de días después de la cena, cuando me llamó a mi oficina para anunciarme que pensaba obtener unos beneficios del 29 % ese año.

– ¡Veintinueve por ciento! -exclamé, asombrado-. Eso parece totalmente ilegal.

– Pues es absolutamente legal.

– Bromeaba -dije, sintiéndolo a la defensiva-. Estoy encantado. Y agradecido. La próxima vez, invito yo.

– ¿Habrá próxima vez? Para Sally soy un impresentable, ¿no?

– No, que yo sepa -mentí.

– Mientes, pero te agradezco el detalle. Créeme, me doy cuenta cuando le caigo bien a alguien, y también cuando me clasifican como chusma.

– La química entre vosotros no funcionó, no le des más vueltas.

– Estás siendo educado. Pero vaya, mientras tú no compartas su opinión…

– ¿Por qué habría de hacerlo? Especialmente cuando me estás consiguiendo un veintinueve por ciento.

Se rió.

– Eso es lo que importa en el fondo, ¿verdad?

– ¿Tú me lo preguntas?

Bobby fue lo bastante sensato para no volver a sacar el tema de la cena desastrosa, aunque siempre que hablaba conmigo me preguntaba por Sally. Y una vez al mes, salíamos a cenar. Porque, en definitiva, el 29 % es el 29 %. Pero también porque me caía bien. Y porque veía que, detrás de la parafernalia de vendedor y las fanfarronadas, sólo era un hombre más con ilusiones, que intentaba dejar su propia huella en un mundo profundamente indiferente. Como el resto de nosotros, llenaba el tiempo con sus propias ambiciones y preocupaciones hiperaceleradas, en un intento de creer que, de alguna forma, lo que todos hacemos durante ese espasmo momentáneo llamado vida vale para algo.

En todo caso, yo estaba tan ocupado con la segunda temporada de la serie que, exceptuando nuestra cena mensual, no tenía más contacto con Bobby. Cuando se empezó a producir la segunda temporada de Te vendo, ya había llegado a la conclusión de que mi vida era un infinito estudio de tiempos y métodos: catorce horas de trabajo al día, siete días a la semana. La única variación de ese horario era el fin de semana al mes que pasaba en Sausalito con Caitlin. Dedicaba las pocas horas libres que tenía al día enteramente a Sally. Ella no se quejaba de la falta de calidad de nuestra vida en común, y de hecho creía que todo lo que estuviera por debajo de una jornada laboral de diecisiete horas era ser perezoso.

Uno de los aspectos más curiosos de estar tan ocupado es que el tiempo realmente transcurre rápido como una bala. Habían pasado otros seis meses. La segunda temporada estaba terminada. La primera reacción de la FRT fue entusiasta. Alison ya había recibido llamadas de Brad Bruce y Ted Lipton acerca de una tercera temporada, y todavía faltaban dos meses para emitir la segunda. La vida era caótica, pero buena. Mi carrera iba viento en popa. Mi pasión por Sally no había disminuido, y ella parecía seguir extasiada conmigo. Mi dinero producía más dinero. Y a pesar de que Lucy todavía se mostraba fría cuando yo iba a Sausalito, al menos Caitlin parecía encantada de ver a su padre, e incluso había empezado a pasar un fin de semana al mes con nosotros en Los Ángeles.

– ¿Se puede saber qué te pasa? -me preguntó Alison un día almorzando-. Pareces feliz.

– Lo soy.

– ¿Debo avisar a los medios?

– ¿Qué tiene de malo ser feliz?

– Nada. Es sólo que… tú nunca habías sido feliz, Dave.

Tenía razón. Pero hasta hacía poco tiempo nunca había tenido lo que quería.

– Bueno -dije-, quizá podría empezar a ser feliz ahora.

– Eso sí que sería un cambio. Y ya puestos: tómate unos días de vacaciones. El éxito te ha desmejorado mucho.

Como siempre, tenía razón. Salvo un fin de semana con Sally en Marina del Rey, no había conocido eso llamado «vacaciones» en más de catorce meses. Sí, estaba cansado y me moría por unos días de reposo. Hasta el punto de que cuando Bobby me llamó a mediados de marzo y me dijo:

– ¿Te apetece ir al Caribe este fin de semana? Puedes traerte a Sally.

Acepté sin pensarlo.

– Bien -dijo Bobby-. Porque Phil Fleck quiere conocerte.

Capítulo 3

Un par de cosas sobre Philip Fleck. Había nacido en Milwaukee, hacía cuarenta y cuatro años. Su padre tenía una pequeña empresa de papel de embalaje. Cuando murió fulminado por un infarto en 1979, su familia instó a Philip, que estaba terminando los estudios de la escuela de cinematografía de la Universidad de Nueva York, a volver a casa para encargarse de los negocios. A pesar de su resistencia a asumir la responsabilidad, especialmente porque estaba decidido a ser director de cine, accedió a los deseos de su madre y se hizo cargo de la dirección de la empresa. Al cabo de diez años, había convertido aquella empresa local en una de las mayores productoras de embalaje al por mayor de Estados Unidos. Entonces entró en bolsa y ganó sus primeros mil millones de dólares. Después de eso, empezó a tener escarceos con el capital de riesgo, y a finales de los ochenta decidió respaldar un oscuro caballo denominado «Internet». Elegía sus inversiones sabiamente, porque en 1997 tenía un capital de más de veinte mil millones de dólares. En 1998 cumplió cuarenta años. Y fue también el año en que decidió de repente desaparecer de la vida pública.

Renunció a la presidencia de la empresa familiar de embalaje. Dejó de vérsele en público. Contrató a una empresa importante de seguridad para asegurarse de que nadie invadía su intimidad. Rechazaba todas las peticiones de entrevistas o apariciones públicas, y se escondió detrás del gran aparato que gestionaba su imperio empresarial. Se desvaneció tan completamente que muchos creían que había muerto, se había vuelto loco o era J. D. Salinger.

Tres años después, Philip Fleck reapareció en público. Mejor dicho: su nombre reapareció de repente, con regularidad, cuando La última oportunidad, su primera película, llegó a las pantallas. Él mismo había escrito el guión y dirigido la película (y también la había financiado con un presupuesto de veinte millones de dólares), y en la entrevista que concedió a Esquire antes del estreno de la película, la calificó de «la culminación de diez años de planificación y reflexión». La película era un cuento apocalíptico ambientado en una isla de la costa de Maine, sobre dos parejas que se enfrentaban a una crisis de proporciones metafísicas cuando un accidente nuclear arrasaba casi toda Nueva Inglaterra. Se encuentran atrapados en la isla, donde esperan que el viento se lleve las toxinas mortales. Durante ese tiempo se pelean, discuten y charlan, empiezan a debatir sobre el auténtico significado de la existencia terrenal… y, con mucha imaginación, sobre sus muertes inminentes.