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– ¿Sally también puede venir?

– Te lo acabo de decir.

– Y es sólo una ocasión para saludarme, nada más.

– Ni más ni menos -dijo Bobby, con una leve nota de duda en la voz-. Por supuesto, es posible que Phil quiera hablarte de trabajo.

– No me importa.

– Y si no te importara leer uno de sus guiones antes de ir…

– Sabía que era una cazada.

– No es una cazada, Dave. Sólo te pide una «lectura de cortesía» de la nueva película que está escribiendo.

– Mira, no soy un revisor de guiones…

– Tonterías. Eso es precisamente lo que haces en todos los episodios de Te vendo que no has escrito tú.

– Sí, pero la diferencia es que se trata de mi serie. Lo siento si te parezco pedante, pero no administro primeros auxilios al trabajo de otros.

– Eres un pedante, pero la cuestión es: nadie te pide que juegues a médicos. Como te he dicho, es una lectura de cortesía, nada más. Seamos claros, el autor en cuestión es el señor Philip Fleck. Y está deseoso de que vueles en su avión privado a su isla privada, donde tendrás una suite privada con tu propia piscina privada, y donde también tendrás tu mayordomo privado y la clase de servicio de seis estrellas que no encontrarás en ninguna otra parte, y a cambio de esa semana de lujo absolutamente sibarítico, sólo te pide que leas su guión, que debo decir que sólo tiene ciento cuatro páginas, porque lo tengo delante de mí, y después de leerlo, sencillamente te sientas con él un rato bajo las palmeras de Saffron Island, y tomando una piña colada, charlas una horita con el octavo hombre más rico de Estados Unidos sobre su guión…

Hizo una pausa para respirar. Y también buscando el efecto dramático.

– Veamos, señor Armitage: ¿es mucho pedir?

– De acuerdo -concedí-. Mándamelo por mensajero.

El guión llegó dos horas después, y para entonces Jennifer había localizado el perfil de Esquire en Internet, y yo estaba verdaderamente intrigado. Había algo irresistible en el personaje paradójico que era Philip Fleck. Tanto dinero y tan poca capacidad creativa. Y, si el periodista de Esquire estaba en lo cierto, una necesidad tan desesperada de demostrar al mundo que era un hombre dotado de auténtico genio creativo. «El dinero no es nada sin reconocimiento», le había dicho al periodista. Pero y si resulta que, con todos tus miles de millones, no tienes un gramo de talento, ¿entonces qué? Creo que una parte insidiosa de mí pensaba que sería divertido pasar unos días observando esa suprema ironía.

Incluso Sally estaba intrigada con la idea de pasar una semana en las cercanías de tan desmesurada riqueza.

– ¿Estás completamente seguro de que esto no es una artimaña montada por Bobby Barra? -preguntó.

– Por mucho que fanfarronee, dudo que Bobby tenga su propio 767, y menos aún una isla en el Caribe. Además, recibí un ejemplar del guión de Fleck, y Jennifer lo comprobó en la Asociación de Autores. Está registrado a nombre de Fleck, o sea que todo parece perfectamente legal.

– ¿Qué tal?

– No lo sé. Lo recibí poco antes de salir.

– Bueno, si vamos a marcharnos el viernes, tendrás que encontrar tiempo para anotar alguna observación seria: al fin y al cabo tendrás que ganarte nuestro alojamiento.

– ¿Entonces, vienes?

– ¿Una semana gratis en una isla idílica de Phil Fleck? Ya lo creo. Además me servirá de tema en las cenas de muchos meses.

– ¿Y si todo resulta ser muy vulgar?

– Seguirá siendo una buena anécdota para contar por ahí.

Aquella noche, cuando el insomnio me obligó a levantarme de la cama a las dos de la madrugada, me senté en el salón y abrí el guión de Fleck. Se llamaba Diversión y juegos. La escena de apertura decía:

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Buddy Miles, cincuenta y cinco años, cara curtida, un cigarrillo permanentemente colgando de un extremo de la boca, está sentado detrás de la caja de una tienda porno especialmente cutre. A pesar de los carteles de mujeres desnudas y las cubiertas chillonas del surtido de revistas que decoran el lugar donde está sentado, en seguida notamos que lee un ejemplar del Ulises de Joyce. El movimiento de apertura de la Sinfonía n.° 1 de Mahler suena en el radiocasete junto a la caja registradora. Levanta una taza de café, da un sorbo, hace una mueca, entonces busca bajo el mostrador y saca una botella de bourbon Hiram Walker. La destapa, se echa un poco en el café, tapa la botella y vuelve a probar el café. Bien. Pero cuando levanta la mirada de la taza, ve que hay un hombre de pie frente a la caja. Lleva una parka gruesa. Se tapa la cara con un pasamontañas. Inmediatamente Buddy nota que el individuo enmascarado le apunta con una pistola. Un momento después, el encapuchado habla.

Leon: ¿Es Mahler eso que escuchas?

Buddy (desconcertado por la pistola): Estoy impresionado. Diez billetes a que no adivinas qué sinfonía.

Leon: De acuerdo. La sinfonía número uno.

Buddy: Doble o nada a que no adivinas el director.

Leon: Triple o nada.

Buddy: Eso es pasarse.

Leon: Sí, pero soy yo el que tiene la pistola.

Buddy: No te lo discutiré. De acuerdo, triple o nada. ¿Quién lleva la batuta?

Leon calla un instante, escucha la música con atención.

Leon: Bernstein.

Buddy: Ni hablar. Georg Solti y la Chicago Symphony.

Leon: No me toques los cojones.

Buddy: Compruébalo tú mismo.

Leon, sin dejar de apuntar a Buddy con la pistola, abre la tapa del radiocasete, saca la cinta y mira la etiqueta con disgusto; después lo tira.

Leon: Mierda, nunca distingo el sonido de la Chicago.

Buddy: Sí, se tarda un poco en distinguirlo. Sobre todo con tanto metal. Oye, ¿vamos a hacer lo que sea que quieras hacer?

Leon: Me has leído el pensamiento. (Se acerca más a Buddy.) Adelante, abre la caja y alégrame el día.

Buddy: No hay problema.

Buddy abre la caja. Leon se inclina, utiliza la mano libre para coger el dinero. Mientras lo hace, Buddy le cierra el cajón pillándole la mano y simultáneamente saca una escopeta de cañones recortados de debajo del mostrador. Antes de que Leon reaccione, tiene una escopeta apuntándole la cabeza y la mano atrapada en la caja. Gime de dolor.

BUDDY: ¿No crees que deberías tirar el arma?

Leon hace lo que le ordenan. Buddy suelta el cajón de la caja, pero sigue apuntando a la cabeza de Leon con la escopeta mientras se inclina y le arranca el pasamontañas. Leon resulta ser un afroamericano, también de cincuenta y tantos años. Buddy mira a Leon con los ojos muy abiertos.

Buddy: ¿Leon? ¿Leon Wachtell?

Ahora es Leon quien abre los ojos de par en par. De repente también él le reconoce.

Leon: ¿Buddy Miles?

Buddy baja el arma.

Buddy: Sargento Buddy Miles para ti, gilipollas.

Leon: No puedo creerlo.

Buddy: No puedo creer que no me reconocieras.

Leon: Eh, ha pasado mucho tiempo desde Vietnam.

FIN DE SECUENCIA

Interrumpí la lectura, dejé el guión. Me levanté inmediatamente y fui hacia el gran armario de la entrada de nuestro loft. Después de buscar en varias cajas, encontré lo que buscaba: una caja de zapatos repleta con mis viejos guiones de los años de vacas flacas. Abrí la caja. Busqué entre la pila de guiones fallidos, pilotos de televisión nunca producidos y obras de teatro sin estrenar. Finalmente, desenterré Nosotros, los veteranos, uno de los primeros guiones que había escrito después de que Alison me aceptara como cliente. Volví al sofá, abrí el guión y leí la primera página.

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