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– Y de decirme que espera ser coautor.

– Vaya cosa. Esto es Hollywood. Hasta los aparcacoches creen tener derecho a salir en los créditos como coautores. Mira, los dos sabemos que no es tu mejor obra.

No dije nada.

– Oh, vaya, un silencio herido -dijo Alison-, ¿el autor está un poco susceptible esta mañana?

– Sí. Un poco.

– La FRT te ha echado a perder, David. Ahora piensas que eres la personificación de la creatividad. Pero recuerda que si este guión se hace, hablamos de la gran pantalla. Y la gran pantalla representa grandes compromisos. A menos, claro, que Fleck decida convertir tu película en una porquería de arte y ensayo…

– Es una película de atracadores, Ahson.

– Uf, en manos de Fleck, podría ser una candidata al género del terror existencial. ¿Has llegado a ver La última oportunidad?

– Todavía no.

– Alquílala y pártete de risa. Probablemente la película más hilarante, sin quererlo, jamás rodada.

Eso hice; aquella misma tarde alquilé la película en el Blockbuster del barrio y la vi a solas antes de que Sally volviera a casa. Metí la cinta en el vídeo, abrí una cerveza, me acomodé y me predispuse a pasar un buen rato.

No tuve que esperar mucho. La primera escena de La última oportunidad es un primer plano de un personaje llamado Prudence, una chica ágil y esbelta que lleva puesta una larga capa suelta. Después de un momento, la cámara retrocede y vemos que está de pie en un promontorio rocoso de una isla yerma, mirando hacia una nube en forma de seta situada sobre el continente lejano. Mientras sus ojos se abren ante la intensidad de ese holocausto nuclear, oímos (fuera de campo) que dice:

«El mundo se acababa… y yo lo estaba viendo.»

Menudo comienzo. Unos minutos después, nos presentaban a Helene, la compañera de Prudence en la isla, otra chica esbelta (aunque ésta con gafas de concha) que está casada con un artista loco llamado Herman que pinta enormes lienzos abstractos, que representan escenas apocalípticas de catástrofes urbanas.

«Vine aquí para huir de los vínculos materiales de la sociedad -le dice a Helene-, pero ahora la sociedad ha desaparecido. Finalmente se ha cumplido nuestro sueño.»

«Sí, mi amor -dice Helene-. Es verdad. Se ha cumplido nuestro sueño. Pero hay un problema: vamos a morir.»

El cuarto miembro de este alegre cuarteto es un sueco llamado Helgor, que vive como un eremita a lo Walden Pond/Thoreau en una cabaña de un extremo de la isla. A Helene le gusta Helgor, que ha jurado renunciar al sexo, por no hablar de la electricidad, el sonido amplificado electrónicamente, las cisternas y todo lo que no haya crecido en suelo orgánico. Pero, después de enterarse de que el mundo se está acabando, decide abandonar la abstinencia sexual y se deja seducir por Helene. Mientras resbalan por el suelo de piedra de su cabaña, él le dice: «Quiero saciarme de tu cuerpo, quiero beber tu fuerza vital».

Por supuesto, resulta que Herman el loco se beneficia a Prudence, y que ella está encinta. En un momento de gran reflexión, le confía: «Siento que una vida se expande dentro de mí, mientras la muerte lo envuelve todo».

Helene se entera del adulterio de Herman con Prudence y Helgor confiesa que se está tirando a Helene, y los dos chicos se dan de puñetazos, seguidos de media hora de silencios inquietantes, seguidos de una reconciliación y un debate tortuoso sobre la esencia de la existencia, rodada en un gran patio de piedra, con los personajes moviéndose de unos cuadrados blancos a unos negros como (¡por Dios!) figuras en un tablero de ajedrez. Mientras se libra una conflagración postatòmica en el continente, y las nubes tóxicas nucleares empiezan a descender sobre la isla, el cuarteto decide enfrentarse a su destino.

«No deberíamos morir de asfixia -plantea Herman el loco-. Deberíamos lanzarnos a las llamas.»

Dicho eso, se suben a un bote y se dirigen hacia el infierno con (sorpresa, sorpresa) las notas del Viaje por el Rin de Sigfrid escoltándolos en su personal Gotterdammerung.

Negro final. Créditos.

Cuando se acabó la película, me quedé un rato sentado en el sillón, estupefacto. Después llamé a mi agente, y me lancé a una diatriba sobre lo inherentemente malísima que era la obra. Al final, Alison me contestó:

– Sí, es cosa fina, ¿eh?

– Es imposible que yo trabaje con ese tipo. Voy a anular el viaje.

– Espera un momento -me detuvo ella-. No hay motivo para no conocer a Fleck. Al fin y al cabo, te ha invitado a gandulear al sol, ¿no? Más precisamente, ¿por qué no le vendes Nosotros, los veteranos o Distracción y juegos o como quiera llamarla? Si no soportas lo que hace con ella, puedes hacer que retiren tu nombre de los créditos. Por mi parte, sé que puedo sacarle un montón de dinero. En este caso, será un contrato con una cantidad al contado, Dave. Un millón redondo. Y te prometo que te lo pagará. Porque aunque los dos sepamos que registrar el guión a su nombre fue una forma de engatusarte, no querrá que se haga público. No hará falta ni que se lo pidamos, pagará lo que sea para que no se sepa.

– Tienes una penosa opinión de la naturaleza humana.

– Soy agente.

Después de hablar con Alison, llamé a Sally. Su ayudante me hizo esperar casi tres minutos, después volvió y con una voz tensa me dijo que «había surgido algo» y que Sally me llamaría al cabo de diez minutos.

Tardó casi una hora en llamarme. En cuanto oí su voz, supe que había sucedido algo grave.

– Acaba de darle un infarto a Bill Levy -dijo, con voz temblorosa.

– ¡Dios mío! -exclamé. Levy era su jefe, y el hombre que había introducido a Sally en la Fox Television y la había ayudado a sobrevivir en la jungla laberíntica de la política interna. Era su figura paterna corporativa, y uno de los pocos profesionales en quien podía confiar-. ¿Está muy mal? -pregunté.

– Bastante. Se ha desplomado durante una reunión de planificación. Por suerte en el edificio había una enfermera de la empresa que le ha practicado reanimación cardiopulmonar antes de que llegara la ambulancia.

– ¿Dónde está ahora?

– En la Clínica Universitaria, en cuidados intensivos. Oye, con lo que ha pasado, esto es un caos. Llegaré tarde a casa.

– De acuerdo, de acuerdo -dije-. Si puedo ayudarte en algo…

Pero ella sólo dijo:

– Tengo que irme. -Y colgó.

No volvió a casa hasta medianoche, agotada y enervada. La rodeé con mis brazos. Ella se deshizo suavemente de mi abrazo y se dejó caer en el sofá.

– Sobrevivirá. Por los pelos -dijo-. Pero sigue en coma, y les preocupa que haya lesiones cerebrales.

– Lo siento muchísimo -dije, ofreciéndole algo fuerte. Pero sólo quería Perrier.

– Lo que hace aún más jodida la situación -se lamentó- es que de momento han puesto a Stu Barker al mando de la división de Bill.

Eso sí eran malas noticias, porque Stu Barker era un gilipollas y un trepa que había estado persiguiendo el puesto de Levy durante el año anterior. Tampoco tenía una gran opinión de Sally, pues la consideraba una secuaz de Levy.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.

– Lo que hay que hacer en una situación así: reagrupar las fuerzas de que dispongo y procurar que ese cabrón de Barker no destruya todo lo que he construido en la Fox. Y me temo que eso significa que la semana chez Fleck está definitivamente fuera de mi alcance.

– Ya me lo imaginaba. Llamaré a Bobby y le diré que no podemos ir.

– Pero tú deberías ir.

– ¿Contigo envuelta en una situación tan difícil? Ni hablar.

– Escucha, la semana que viene tendré que trabajar las veinticuatro horas. Con Barker al mando de la división, la única forma de mantener el tipo es estar en la oficina quince horas al día.

– Entiendo. Pero al menos estaré esperándote en casa por la noche, con té, comprensión y un martini.

Ella alargó una mano y me apretó la mía.