– Eres un encanto. Pero no quiero que te pierdas ese viaje.
– Sally…
– Escúchame. En momentos así estoy mucho mejor sola. No tendré que pensar en nada más, y puedo dedicar toda mi energía a conservar mi trabajo. Más aún, no puedes perder esta oportunidad. Porque, en el peor de los casos, te reirás un rato… y encima a todo lujo. En el mejor, te producirán un guión que habías olvidado, y el cheque será impresionante. Teniendo en cuenta que a Stu Barker no le gustaría nada tanto como echarme de la empresa, el dinero no nos irá mal, ¿no crees?
Sabía que lo que decía Sally eran tonterías. No sólo era una de las ejecutivas de televisión más codiciadas de la ciudad, sino que su reciente contrato con la Fox contenía una cláusula blindada que le garantizaba nada menos que quinientos mil dólares en caso de que la echaran antes de terminar su temporada como responsable de Comedia. Pero por mucho que intenté convencerla para que me dejara quedarme, se mantuvo firme.
– Por favor, no te lo tomes a mal -dijo.
– No me lo tomo a mal -dije, esforzándome por darle a entender que comprendía sus razones para quererme lejos de casa-. Si quieres que vaya al planeta Fleck, iré.
– Gracias -dijo ella, besándome suavemente los labios-. Oye, me sabe mal, pero había programado una conferencia con Lois y Peter a última hora -dijo, refiriéndose a dos de sus más estrechos colaboradores en la Fox.
– No te preocupes -dije, levantándome del sofá-. Te esperaré en el dormitorio.
– No tardaré mucho -dijo, descolgando el teléfono.
Pero cuando me dormí dos horas después, todavía no se había acostado.
Al día siguiente me desperté a las siete. Ella ya se había marchado. Me había dejado una nota sobre la almohada: «Voy a una reunión estratégica con mi equipo. Te llamaré más tarde».
Y había garabateado una «S» al pie. Sin un «besos», sólo su inicial.
Una hora después más o menos, Bobby Barra llamó para acordar a qué hora vendría uno de los chóferes de Fleck a recogernos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto de Burbank.
– Phil se llevó el 767 cuando se fue a la isla el domingo -dijo-. Lo siento, tendrás que conformarte con el Gulfstream.
– Sobreviviré. Pero me temo que voy a ir solo.
Y entonces le expliqué lo de Sally y la crisis profesional que se le había planteado en la Fox.
– Por mí está bien -dijo Bobby-. Sin ánimo de ofender, pero teniendo en cuenta que no soy su persona favorita, no voy a ponerme a llorar precisamente sobre mi piña colada si tiene que quedarse.
Entonces me dijo que el chófer pasaría a buscarme a la mañana siguiente a las ocho.
– Fiesta, chico, fiesta -dijo antes de colgar.
Preparé una maleta pequeña. A continuación fui a la oficina de producción de Te vendo y visione el montaje inicial del primero y el segundo episodios. Sally no me llamó una sola vez. Cuando llegué a casa aquella noche, no había ningún mensaje suyo en el contestador. Pasé la velada releyendo Nosotros, los veteranos. Tomé algunos apuntes sobre distintas formas de mejorar la estructura, el ritmo narrativo, y adaptarlo un poco más a los tiempos actuales. Sally tenía razón en cuanto a su prolijidad. Con un rotulador rojo, empecé a corregir algunos de los diálogos demasiado largos. En pantalla, cuanto menos digas mejor. Si tienes que explicar algo con mucho detalle, es que no estás haciendo bien tu trabajo. Economía, simplicidad, que las imágenes hablen, porque el medio para el que escribes es la pantalla. Y cuando tienes imágenes, ¿quién necesita muchas palabras?
A las once de la noche, me había leído la mitad del guión. Sally todavía no había llamado. Pensé en llamarla al móvil, pero no me atreví, porque podía interpretarlo como algo pegajoso, necesitado o paternalista por mi parte (tipo «¿por qué no has vuelto a casa todavía?»). Así que me acosté.
Cuando sonó el despertador a las siete de la mañana, encontré otra nota en la almohada a mi lado: «Esto es una locura. Anoche llegué a la una, y ahora tengo un desayuno a las seis y media con algunos abogados de la Fox. Llámame a las ocho al móvil. Ah…, y ponte moreno por mí».
Esta vez había escrito «Te quiero, S.» al final de la nota. Eso me animó. Pero cuando la llamé una hora después (como me había pedido), estuvo muy brusca:
– No es un buen momento -dijo-. ¿Te llevas el móvil?
– Por supuesto.
– Entonces, ya te llamaré.
Y colgó. Me esforcé por no desanimarme por su brusquedad. Después de todo, Sally era una jugadora, y así era cómo se comportaban los jugadores cuando la cosa se ponía fea.
Unos minutos después, llamaron al timbre y encontré un chófer con librea esperando junto a un reluciente Lincoln Town Car flamante.
– ¿Cómo está, señor?
– Dispuesto a disfrutar del sol -dije.
Capítulo 4
Bobby y yo éramos los únicos pasajeros del Gulf stream. Sin embargo, la tripulación se componía de cuatro personas: dos pilotos y dos azafatas. Las azafatas eran rubias, de veintipocos años las dos, y con aspecto de haber sido majorettes. Se llamaban Cheryl y Nancy, y las dos trabajaban en exclusiva para «Air Fleck», como Bobby se refería a la flota de aviones de nuestro anfitrión. Antes de despegar, Bobby ya se le estaba insinuando a Cheryl, diciendo cosas como:
– ¿Crees que me darían un masaje durante el vuelo?
– Por supuesto -dijo Cheryl-. Precisamente estoy estudiando osteopatía a tiempo parcial.
Bobby le dedicó una sonrisa maliciosa:
– ¿Y si te dijera que querría un masaje muy localizado?
La sonrisa de Cheryl se tensó, y evitó la respuesta volviéndose para preguntarme:
– ¿Desea una bebida antes del despegue, señor?
– Buena idea. ¿Tiene agua mineral?
– Perrier, Badoit, Ballygowan, Poland Spring, San Pellegrino…
– No soporto la San Pellegrino -dijo Bobby-. Tiene demasiado cuerpo.
La sonrisa de Cheryl se tensó aún más.
– San Pellegrino para mí -dije.
– Vamos -dijo Bobby-, tenemos que brindar por este viaje con unas burbujas francesas; piensa que en Air Fleck sólo sirven Cristal…, ¿verdad, guapa?
– Sí, señor -dijo Cheryl-. Cristal es el champán de a bordo.
– Entonces dos copas de Cristal -dijo Bobby-. Y que sean grandes, por favor.
– Sí, señor -dijo ella-. Le pediré a Nancy que les tome nota de lo que desean para desayunar antes de despegar.
– Estupendo -dijo Bobby. En cuanto Cheryl desapareció en la bodega, Bobby se volvió para decirme-: Buen culo, si te va el estilo «animadora respondona».
– No hay duda de que tienes clase, Bobby.
– Sólo estaba flirteando.
– ¿Llamas flirtear a pedir una paja?
– No se lo he pedido directamente. He sido sutil.
– Eres tan sutil como un accidente de coche. ¿Y quién pide Cristal en copa grande? Esto no es un Burger King, por favor, norma número uno del buen invitado, Bobby: no intentes acostarte con el servicio.
– Eh, señor quisquilloso, el invitado eres tú.
– ¿Y tú qué se supone que eres?
– Un habitual.
Cheryl se presentó con dos copas de champán. Para acompañarlo traía triangulitos de tostada, moteados con huevos negros de pescado.
– ¿Beluga? -preguntó Bobby.
– Beluga iraní, señor -dijo Cheryl.
A continuación habló el piloto a través del interfono, pidiendo que nos abrocháramos el cinturón para el despegue. Estábamos sentados en butacones de piel, gruesos y mullidos, clavados al suelo, pero completamente giratorios. Según Bobby, aquél era el Gulfstream «pequeño», con sólo ocho asientos en la cabina delantera, una cama doble, un estudio y un sofá que adornaba la cabina trasera. El avión volaría aquella mañana únicamente para nosotros. No iba a ser yo quien se quejara. Saboreé el Cristal. El avión se paró completamente, luego aumentó la potencia y se lanzó sobre la pista. A los pocos segundos estábamos en el aire y el San Fernando Valley se fue alejando de nosotros.