– ¿Qué va a ser? -preguntó Bobby-. ¿Una película o dos? ¿Unas manos de póquer? ¿Un Chateaubriand para almorzar? Puede que tengan langosta…
– Tengo que trabajar un poco -dije.
– Eres divertidísimo.
– Quiero que este guión haya mejorado bastante antes de que lo vea nuestro anfitrión. ¿Crees que tendrá secretario en la isla?
– Phil tiene todo un departamento administrativo allí. Si quieres que te copien el guión, te lo copiarán.
Nancy apareció para apuntar lo que queríamos desayunar. Bobby preguntó:
– ¿Podría hacerme una tortilla de clara de huevo, esponjosa, con cebolletas y una pizca de gruyer?
– Por supuesto -dijo Nancy, un poco desorientada. Pero me dedicó una sonrisa-: ¿Y para usted, señor?
– Sólo zumo de pomelo, tostadas y café, por favor.
– ¿Desde cuando te has vuelto mormón? -preguntó Bobby.
– Los mormones no toman café -dije, y me fui a trabajar a la cabina trasera.
Saqué el guión de Nosotros, los veteranos, y mi rotulador rojo. Me instalé en la mesa. En la cabina delantera, oí a Bobby pidiendo un Watchman Sony y la lista de películas pornográficas del avión («¿No tendrás por casualidad Rin Tin Tin entra por fin, guapa?», oí que preguntaba. «Claro que si sólo tienes Bambi…»). Suspiré profundamente y empecé a estar de acuerdo con la conclusión crítica de Sally sobre Bobby: podía ser un imbécil redomado. Decidí abstraerme de su interminable corriente de necedades con el trabajo.
Leí la mitad del guión, complacido con los cambios que había hecho. Lo que más me sorprendió del borrador original de 1993 fue que necesitara explicarlo todo con palabras, paladas y paladas de palabras. Había diálogos inteligentes, pero ¡por el amor de Dios!, ¡qué necesidad de demostrar mi virtuosismo, mis posibilidades! En el fondo, aquélla sólo era una película de atracos, pero había intentado disimularlo adornando la acción con bromitas pretenciosas, que (en ese momento me daba cuenta) eran un fin en sí mismo. Era un guión que rebosaba autocomplacencia. Siguiendo con el trabajo que había hecho hasta entonces, lo limé, eliminando grandes fragmentos de diálogo demasiado explicativos y puntos de la trama innecesarios, y lo convertí en algo más robusto, más audaz, más sardónico… y definitivamente más ingenioso.
Trabajé sin parar durante casi cinco horas. Mis únicas interrupciones fueron la llegada del desayuno y la voz de Bobby que pedía alguna estupidez con voz afectada imitando a Hugh Hefner [5] («Sé que puede ser demasiado, guapa…, pero ¿podrías prepararme un daiquiri de plátano?»), o ladraba órdenes por teléfono a algún subalterno de la central de Barra en Los Ángeles. Cheryl apareció de vez en cuando en la cabina trasera para servirme más café y preguntarme si necesitaba algo.
– ¿Cree que podría amordazar a mi amigo?
Ella sonrió.
– Será un placer.
En la cabina delantera, oí que Bobby gritaba al teléfono:
– Escúchame, cretino, si no resuelves nuestro problemilla en seguida, no sólo me voy a tirar a tu hermana, me voy a tirar a tu madre también.
La sonrisa de Cheryl se volvió de nuevo forzada.
– No es realmente mi amigo, ¿sabe? Es mi agente de bolsa.
– Estoy segura de que gana mucho dinero para usted, señor. ¿Quiere que le traiga algo más?
– Sólo me gustaría utilizar el teléfono cuando él haya terminado.
– No es necesario que espere, señor. Tenemos dos líneas.
Descolgó el teléfono de la mesa, marcó un código y me lo pasó.
– Sólo tiene que marcar el prefijo y el número, y tendrá comunicación.
Le di las gracias y mientras ella salía de la cabina, marqué el número del móvil de Sally. Después de dos timbres, me salió el buzón de voz. Intenté disimular mi decepción dejando un mensaje muy animado:
– Hola. Soy yo a diez mil metros de altura. Creo que deberíamos comprarnos un Gulfstream para Navidad. Es la única forma de viajar, aunque si puede ser sin Bobby Barra, mejor, porque está intentando ganar un Oscar a Mejor Actor como Macho Asqueroso. Bueno…, te llamaba para saber cómo iba todo en el fuerte Fox, y también para decirte que ojalá estuvieras aquí conmigo ahora mismo. Te quiero, cariño…, y cuando salgas de las trincheras corporativas un minuto, llámame al móvil. Hasta pronto, vida…
Colgué, sintiendo el vacío que deja siempre hablar con un contestador. Después volví al trabajo.
Cinco horas después, cuando empezábamos a descender sobre Antigua, ya había terminado la revisión del guión. Eché un vistazo a los cambios, complacido en general con la nueva estructura narrativa, más compacta, los diálogos más ágiles… aunque también sabía que, en cuanto leyera la versión corregida, inmediatamente querría hacer más cambios. Y si Philip Fleck realmente decidía rodarla, sin duda me pediría que escribiera un borrador completamente nuevo, que nos llevaría a un segundo borrador, una corrección, un tercer borrador, otra corrección, la aparición de un revisor, su borrador, su corrección, después un tercer guionista que daría un empujón a la acción, después un cuarto guionista para suavizar algunos puntos de la trama, y entonces Fleck decidiría de repente cambiar la acción de Chicago a Nicaragua, y convertir todo el asunto en un musical sobre la Revolución sandinista, repleto de guerrilleros cantantes…
Como todos los que escriben para la gran pantalla, se esperaría de mí que me adaptara a ese proceso de desmembramiento. Porque aquello no era el mundo libre de la televisión por cable, donde uno podía jugar a ser autor y no tenía que bajarse demasiado los pantalones. Era el cine, donde el director se consideraba Dios y el guionista estaba relegado al estatus de pieza de recambio: una mercancía totalmente prescindible, que podía sustituirse por una docena de otras manos a sueldo. Los guionistas de Hollywood eran como los conejos: podías cargarte a centenares de ellos y aparecían muchos más, desesperados por trabajar, por tener su oportunidad, por triunfar. Al menos, en mi caso, tendría el consuelo de embolsarme un buen cheque.
– Ha vuelto la puta Greta Garbo -dijo Bobby cuando entré en la cabina delantera-: Recuérdame que no vuelva a viajar contigo.
– Eh, el trabajo es el trabajo y Fleck tendrá un nuevo borrador del guión para leer. Además, me ha parecido que estabas bastante ocupado. ¿Estabas amenazando a uno de tus socios?
– Sólo era un tipo que me jodio un pequeño negocio.
– Recuérdame que no me ponga nunca en tu contra.
– Eh, que yo a los clientes nunca se la juego, en ningún sentido. -Me dedicó una de sus sonrisas-. A menos, claro, que el cliente me la juegue a mí. Pero ¿por qué habría de hacerlo?
Le devolví la sonrisa.
– Ya, ¿por qué? -corroboré.
El capitán habló por el interfono para pedirnos que nos abrocháramos los cinturones para el aterrizaje. Miré por la ventana y vi una gran extensión de azul que delimitaba el panorama. Entonces nos inclinamos bruscamente, y el mar dio paso a una ciudad de barracas, docenas de diminutos cubículos mugrientos, que parecían una tirada de dados trucados. Al cabo de un rato, también se desvanecieron, y descendimos rápidamente entre las palmeras, mientras la pista de asfalto nos venía al encuentro, el sol incandescente e implacable.
Rodamos hasta detenernos a mucha distancia del edificio principal de la terminal. Mientras Cheryl abría la puerta y apretaba el botón electrónico que hacía bajar la escalera, nos asaltó una ola de intenso calor tropical. Vi que nos esperaban dos hombres: uno rubio y muy bronceado, vestido con uniforme de piloto, y un policía de Antigua, que llevaba un tampón y un timbre en la mano. En cuanto desembarcamos, el piloto dijo:
– Señor Barra, señor Armitage…, bienvenidos a Antigua. Soy Spencer Bishop, y les llevaré a Saffron Island esta tarde. Pero antes necesitamos los pasaportes para la policía de Antigua. ¿Quieren enseñárselos a este señor, por favor?