Le entregamos los pasaportes al policía de inmigración, que ni siquiera se molestó en mirar las fotografías ni en comprobar si los documentos respectivos eran válidos. Se limitó a poner un timbre con el visado de entrada en la primera página en blanco que encontró; después nos los devolvió. El piloto dio las gracias al policía y le alargó la mano. Mientras el policía la estrechaba, noté que el piloto le pasaba un billete estadounidense. Después el piloto me tocó el hombro y señaló un pequeño helicóptero, aparcado a cien metros del avión.
– Suban a bordo -dijo.
A los pocos minutos, estábamos en nuestros asientos con los cinturones abrochados, hablando por los auriculares, mientras las hélices sonaban con estruendo, el piloto aceleraba, el aeropuerto desaparecía y empezaba el azul otra vez. Miré por la ventana hacia el horizonte aguamarina, deslumbrado por la pureza de su color, por su falta de confines. El helicóptero siguió a través de ese vacío escénico hasta que, de repente, de la nada, surgió un retazo de verde que interrumpió aquella saturación interminable de azul. Al acercarnos, el fragmento se definió visualmente -una isla de unos ochocientos metros de diámetro, salpicada de gruesas palmeras, con casitas de una planta, hechas de troncos, en medio. Pude entrever un puerto grande, donde había algunas barcas amarradas. También había un banco de arena cerca del puerto. Y de repente, debajo de nosotros, vimos un círculo de asfalto, con una gran X en el centro. El piloto maniobró un momento para situarse encima de ella y aterrizó con un ligero pero perceptible tumbo.
Allí también nos esperaban dos funcionarios, un hombre y una mujer, los dos cerca de la treintena, los dos rubios y muy bronceados, y vestidos con el mismo uniforme tropicaclass="underline" pantalones cortos de color caqui, Nikes y calcetines blancos y un polo azul con las palabras Saffron Island discretamente bordadas en cursiva. Parecían monitores de niños exploradores de clase alta. Estaban de pie junto a un Land Rover Discovery azul oscuro, nuevo. Al sonreír, mostraron una dentadura perfecta.
– Bienvenido a Saffron Island, señor Armitage -dijo el hombre.
– Y bienvenido de nuevo, señor Barra -dijo la mujer.
– Bienvenidos vosotros también -dijo Bobby-. ¿Te llamabas Megan, verdad?
– Tiene buena memoria.
– Siempre me acuerdo de las mujeres hermosas.
Levanté los ojos al cielo, pero no dije nada.
– Me llamo Gary -dijo el hombre-. Y como ya ha dicho el señor Barra, ella es Megan.
– Pero puede llamarme Meg.
– Estaremos a su disposición durante su estancia. Todo lo que deseen, todo lo que necesiten, pídannoslo a nosotros.
– ¿A quién le toca quién? -preguntó Bobby.
– Bien -dijo Gary-, como Meg se encargó de usted la última vez, señor Barra, pensamos que la dejaríamos ocuparse del señor Armitage durante su visita.
Miré a Megan y a Gary. Sus sonrisas impertérritas no delataban nada. Bobby apretó los labios. Parecía desilusionado.
– Como queráis -dijo.
– Bien, subamos sus maletas -dijo Gary, moviéndose con rapidez.
– ¿Cuántas maletas ha traído, señor Armitage? -preguntó Megan.
– Sólo una, y llámeme David, por favor.
Mientras los dos monitores cargaban nuestras maletas, Bobby y yo subimos al Land Rover, que ya tenía el motor en marcha, y el aire acondicionado en funcionamiento.
– Déjame adivinar -dije-, le tiraste los tejos a Meg en tu última visita.
Bobby se encogió de hombros.
– Va con el pene, ¿no?
– Parece muy musculosa. ¿Te hizo una llave cuando intentaste tocarle el culo?
– No llegamos a tanto, y preferiría dejarlo.
– Pero, Bobby, me encanta oírte hablar de tus proezas románticas. Son tan conmovedoras.
– Vale, si quieres un consejo, no lo intentes. Porque tienes razón, tiene bíceps de boxeadora.
– ¿Por qué habría de intentarlo, cuando tengo a Sally esperándome en casa?
– Vaya, ya ha hablado el señor Monógamo Virtuoso. El señor Gran Marido y Padre.
– Vete a la mierda -dije.
– Era broma.
– Ya.
– Qué susceptible.
– ¿Fuiste a clases para convertirte en un idiota, o te sale del alma?
– Perdona si he tocado un punto sensible.
– No estoy sensible por…
– ¿Haber dejado a tu mujer y a tu hija? -preguntó con una sonrisa.
– Eres un mierda.
– La fiscalía se retira.
Meg abrió la puerta del pasajero.
– ¿Todo bien? -preguntó.
– Estamos teniendo nuestra primera pelea -apuntó Bobby.
Gary subió al asiento del conductor y metió una marcha. El coche arrancó con suavidad y tomamos una carretera que se abría frente a nosotros, mientras la cúpula de los árboles se cerraba rápidamente sobre nuestras cabezas. Después de un minuto, me volví y miré detrás de mí. La pequeña pista se había esfumado. Por delante sólo había selva.
– ¿Sabes lo que pensé cuando vine por primera vez? -preguntó Bobby, sin dirigirse a nadie en particular-. Este lugar se parece a Jonestown. [6]
– Creo que los alojamientos son un poco mejores -comentó Gary.
– Sí, pero el elenco de mujeres en Jonestown era insuperable. Te lo juro, si algún día dejo lo de las finanzas, fundo una secta.
– Recuérdame que no me apunte -dije.
– ¿Se puede saber qué te pasa hoy?
– Tú y tus continuas necedades…
– Señores -dijo Gary-, el señor Fleck está encantado de tenerles aquí, y desea que los dos tengan una estupenda estancia en la isla. Por desgracia, él ha tenido que ausentarse por unos días…
– ¿Qué? -dije.
– El señor Fleck se marchó ayer por unos días.
– ¿Nos toma el pelo? -exclamó Bobby.
– No, señor Barra, no bromeo.
– Pero sabía que veníamos -dijo Bobby.
– Por supuesto, y lamenta haber tenido que irse tan de repente…
– ¿Le ha surgido un gran negocio? -preguntó Bobby.
– No exactamente -dijo Gary con una risita-. Pero ya sabe cuánto le gusta pescar. Cuando se enteró de que el pez espada estaba llegando a la costa de St Vincent…
– ¿St Vincent? -interrumpió Bobby-. Pero eso está a dos días de navegación de aquí.
– Exactamente treinta y seis horas.
– Estupendo -dijo Bobby-. Por lo tanto, si llega esta noche y pesca mañana, no volverá hasta dentro de tres días.
– Me temo que es así -corroboró Gary-. Pero el señor Fleck desea que se acomoden y disfruten de todo lo que Saffron Island puede ofrecerles.
– Pero vinimos, a petición suya, para verle -insistió Bobby.
– Y le verán -aseguró Gary-, dentro de un par de días.
Bobby me dio un codazo.
– ¿Qué coño piensas de esto?
Lo que tenía ganas de decirle era: «Tú eres el que no paras de decirme lo amigos que sois…». Pero no tenía ganas de seguir con las pullas verbales con Bobby y me limité a decir:
– Bueno, si yo tuviera que elegir entre un guionista y un pez espada, sin duda elegiría al pez espada.
– Sí, pero los peces no tienen que preocuparse por su cartera de clientes y el actual estado ruinoso del Nasdaq.
– Señor Barra, ya sabe que nuestro Centro de Servicios de Negocios puede conectarle con cualquier mercado que desee. Y podemos abrir una línea reservada para usted las veinticuatro horas, siete días a la semana, si lo desea. Por lo tanto, no debería preocuparse.
– Y la previsión del tiempo para la próxima semana es perfecta -intervino Meg-. Ni rastro de lluvia, brisas ligeras del sur, y la temperatura debería mantenerse estable en los treinta grados.
– Así podrá vigilar la bolsa y broncearse -concluyó Gary.
– ¿Estás enfadado? -preguntó Bobby.
Por supuesto que lo estaba. Pero de nuevo decidí poner buena cara y mantener la calma. De modo que me encogí de hombros y dije: