– Un poco de sol no me irá mal.
El Land Rover siguió dando tumbos sobre la pista entre la selva hasta que llegó a un claro. Aparcamos junto a un cobertizo abierto, donde había aparcados tres Land Rovers más y una gran furgoneta blanca. Estaba a punto de preguntar para qué se necesitaban cuatro Land Rovers y una furgoneta en una isla tan diminuta pero, de nuevo, me callé. En lugar de hablar, miré a Meg mientras nos guiaba por un caminito pavimentado con pequeños guijarros. A los diez metros, llegamos a un puentecito que atravesaba un gran estanque ornamental. Miré hacia abajo y vi que había una amplia variedad de peces tropicales. Después levanté la cabeza y sofoqué una exclamación. Porque frente a mí vi la enorme e imponente chez Fleck.
Vista desde el cielo parecía una gran estructura de troncos. De cerca, se revelaba como un excéntrico ensayo de arquitectura moderna, con un bajo despliegue de ventanales enormes y madera lacada. En cada extremo de esa mansión tropical había dos torres tipo catedral, enmarcadas por todos los lados por cuatro imponentes paneles de vidrio. Entre las dos estructuras en ala había una serie más pequeña de torres en forma de V, cada una con una gran ventana panorámica. Atravesamos una pasarela de madera hacia el lado opuesto de la casa. Al doblar la esquina, reprimí otra exclamación de asombro: justo frente a la casa había una gran piscina natural de roca. Más allá, empezaba el azul, pues la casa tenía una vista privilegiada y sin obstáculos del mar Caribe.
– Dios Santo, ¡qué vista! -exclamé.
– Sí -dijo Bobby-. Esto sí es «asqueroso».
Sonó su móvil. Respondió y, después de murmurar un saludo, se sumergió inmediatamente en el trabajo.
– ¿Y qué margen tenemos? Sí, pero en esta época el año pasado cotizaban a veintinueve, y eso era antes de que el nuevo buscador tuviese una sacudida en Osaka… Por supuesto que vigilo a los de Netscape…, ¿crees que te voy a meter en un timo? ¿Te acuerdas del sobresalto de la bolsa del noventa y siete, el 14 de febrero, en seguida después de aquella chorrada de la Lewinsky, que hubo una pequeña corrección durante setenta y dos horas? Pero las consecuencias a largo plazo…
Escuchaba, fascinado por el dominio de Bobby de los hechos y las cifras, y de la comunicación fluida que mantenía con sus clientes (en comparación con la ferocidad con la que destripaba a los subalternos). Noté que Gary y Meg también estaban pendientes del consumado vendedor. Me pregunté si estarían pensando lo mismo que yo: ¿cómo podía ser que un virtuoso de la bolsa tan desenvuelto como él se transformara en un payaso grosero frente a la autoridad del dinero? ¿Y por qué insistía en comportarse como un neandertal con las mujeres? Pero, claro, el dinero y el sexo nos vuelven idiotas a todos. Puede que Bobby hubiera decidido que no le importaba que el mundo viera cuan indefenso estaba en su estupidez, cuando se trataba de aquellos focos de obsesión.
Apagó el móvil bruscamente, estiró los brazos y dijo:
– No tengáis nunca dermatólogos como clientes: para ellos cualquier mínimo movimiento del mercado es un melanoma. En fin, chicos… -dijo, dando un codazo a Gary-, ya has oído que le he prometido a ese imbécil una respuesta en diez…
Gary cogió el walkie-talkie que llevaba en el cinturón y habló:
– Julie, voy a traer al señor Barra. Desea el índice Nasdaq completo en pantalla para cuando lleguemos…, que será dentro de tres minutos. ¿Está claro?
Llegó una voz entrecortada por el walkie-talkie:
– Lo tendrá.
– Guíame -dijo Bobby a Gary, y después se volvió hacia mí para añadir-: Nos veremos más tarde, si todavía te dignas a hablar con alguien tan indigno como yo.
En cuanto se fueron, Meg dijo:
– ¿Quiere que le enseñe su habitación?
– Por mí de acuerdo.
Entramos en la casa. El vestíbulo principal era un pasillo largo y amplio, con paredes blancas y suelos de madera clara. En cuanto entramos, me encontré frente a una de las obras claves del arte abstracto estadounidense del siglo xx: un lienzo arrebatador de ecuaciones matemáticas situadas en medio de una superficie gris de brillantes texturas.
– ¿Conoce la pintura? -pregunté a Meg.
– No, el arte no es lo mío. ¿Es famosa?
– Mucho. Se titula Campo universal y es de Mark Tobey. Lo pintó justo después de la guerra, en el momento álgido de la paranoia sobre la bomba atómica, y por eso parece una enigmática fórmula física. Es asombroso, un hito de la pintura, como un Pollock a pequeña escala, pero con mucho más control estilístico.
– Si usted lo dice.
– Lo siento, me he entusiasmado.
– Eh, me ha impresionado. Si le gusta el arte, debería visitar la que llamamos Sala Grande.
– ¿Tenemos tiempo ahora?
– Esto es Saffron Island, tiene todo el tiempo que quiera.
Giramos a la izquierda y caminamos por un pasillo, pasando junto a una colección de fotografías clásicas de Diane Arbus enmarcadas. La Sala Grande era precisamente eso: una de las dos alas catedralicias de la casa, con un techo de doce metros completamente revestido de vidrio, y una enorme palmera interior plantada en el suelo. Como todo lo que había visto hasta entonces, la sala grande era una demostración de buen gusto caro. Había un gran piano Steinway. Había largos sofás y sillones cómodos, en tonos discretamente claros. Había un acuario inmenso, empotrado en una pared blanca de piedra. La iluminación era cuidadosamente sutil. Y lo mejor de todo, había mucho arte en las paredes. Más aún: había muchas obras de arte importantes en las paredes…, la clase de obras que normalmente se espera encontrar en el MOMA, en el Whitney, en el Getty o en el Art Institute of Chicago. Me paseé por la sala como el visitante de un museo, abrumado por lo que veía: Hopper, Ben Shahn, dos Philip Guston, Man Ray, Thomas Hart Baker, Claus Oldenberg, George L. K. Morris y una serie de fotografías de paisajes de los años treinta de Edward Steichen, realizadas para Vanity Fair.
Y así sucesivamente. Debía de haber al menos cuarenta obras colgadas en las paredes de la Sala Grande. No podía ni imaginar la cantidad de dinero que se habría gastado para crear tal colección.
– ¿Son todos del señor Fleck? -pregunté a Meg.
– Sí. Son buenos, ¿verdad? -contestó Meg.
– No sabe cuánto -dije-. Lo que tiene aquí es increíble.
Salió una voz de la nada:
– Debería ver lo que tiene expuesto en las otras cinco casas.
Levanté la cabeza y vi un hombrecillo robusto, de cuarenta y tantos años y aproximadamente metro sesenta y cinco, con el pelo largo hasta los hombros recogido en una cola grasienta. Llevaba unos vaqueros cortados a la altura de la rodilla, sandalias Birkenstock y una camiseta tirante sobre la barriga prominente, con la cara de Jean-Luc Godard y el lema: «El cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo».
– Usted debe de ser David Armitage -dijo.
– El mismo.
– Chuck Karlson -dijo él, acercándose con la mano extendida.
La estreché y estaba húmeda.
– Soy un gran admirador suyo.
– Me alegro de saberlo.
– Sí, en mi opinión, Te vendo es lo mejor de la televisión. Phil también lo cree.
– ¿Es amigo suyo?
– En realidad trabajo para él. Soy su hombre del cine.
– ¿Y qué hace un «hombre del cine»?
– Principalmente mantener su archivo.
– ¿Tiene un archivo de películas?
– Y que lo diga. Unas siete mil películas en celuloide y otras quince mil entre vídeos y DVD. Después de la del American Film Institute, es la mejor filmoteca del país.
– Por no hablar del Caribe.
Chuck sonrió.
– En Saffron sólo tiene unas dos mil películas.
– Supongo que sin multicines en la ciudad…
– Claro, y como Blockbuster no manda precisamente películas de Pasolini aquí…