Así que nos mudamos a Los Ángeles y alquilamos un pequeño piso de dos habitaciones en King's Road, en West Hollywood. Lucy hizo el piloto. Yo convertí una de las diminutas habitaciones en mi estudio. La cadena rechazó el piloto. Escribí mi primer intento de guión para el cine, Nosotros, los veteranos, que describí como «una película de atracadores cómico-sarcástica» acerca de un robo a un banco efectuado por una banda de viejos veteranos del Vietnam. No llegó a nada, pero fiché a Alison Ellroy como representante. Era la última de una especie en peligro de extinción: los agentes de Hollywood independientes, que trabajan en una pequeña oficina de Beverly Hills, en lugar de en un monolito arquitectónico delirante. Después de leer mi guión «cómico-sarcástico» y mis anteriores obras teatrales inéditas «cómico-sarcásticas», me aceptó como cliente, pero también me dio un consejo:
– Tienes talento. Pero escribes como si todavía estuviéramos en los setenta y habláramos diciendo cosas como «el sistema está podrido», mientras nos fumamos un porro, colega.
– Alto ahí -protesté-, no encontrarás un solo arquetipo hippy en ninguno de mis guiones.
– Es verdad, pero si quieres ganarte la vida escribiendo en Hollywood recuerda que debes escribir de forma genérica… con algún toque ocasional de sarcasmo cómico. Pero sólo un toque. Bruce Willis se hace el listillo, pero sigue persiguiendo al terrorista alemán de mandíbula de acero y rescatando a su esposa de edificios en llamas. ¿Pillas la idea?
Claro que la pillé. Y durante el siguiente año escribí tres guiones: una película de acción (unos terroristas islámicos secuestran un yate en el Mediterráneo en el que viajan los tres hijos del presidente de Estados Unidos); un drama familiar (una madre que se muere de cáncer intenta arreglar las cosas con sus hijos adultos, a los que se vio obligada a abandonar, por culpa de su perversa suegra, cuando eran pequeños) y una comedia romántica (un plagio de Vidas privadas, en el que una pareja de recién casados se enamora cada uno del hermano del otro durante la luna de miel). Los tres guiones seguían normas genéricas. Los tres guiones contenían momentos de «comicidad sarcástica». Ninguno de los tres guiones llegó a venderse.
Mientras tanto, el programa de televisión se desvaneció sin dejar rastro y Lucy descubrió que las puertas del mundo del espectáculo no se abrían precisamente de par en par ante ella. Hizo algún que otro anuncio. Estuvo a punto de conseguir un papel de oncóloga comprensiva en una película de Showtime sobre un corredor de maratón que luchaba contra el cáncer de huesos. También estuvo cerca de conseguir un papel de víctima chillona de un acuchillador en una película de gritos y cuchilladas. Como yo, iba de desilusión en desilusión. Al mismo tiempo, nuestra cuenta corriente llegó a los números rojos. Tuvimos que buscarnos empleos remunerados. Yo entré a trabajar, con un horario de bajo impacto de treinta horas a la semana, en Book Soup (seguramente la mejor librería independiente de Los Ángeles). A Lucy la convenció un compañero actor, también en paro, para que probara la televenta. Al principio no lo soportaba, pero la actriz que llevaba dentro respondió al papel de «vendedora agresiva» que se veía obligada a representar por teléfono. Con gran horror por su parte, resultó ser una campeona de la televenta. Ganaba bastante dinero: unos treinta mil dólares al año. Seguía presentándose a audiciones. Seguía sin conseguir ningún papel. De modo que siguió con la televenta. Entonces apareció Caitlin en nuestra vida. Pedí una excedencia en Book Soup para cuidar de mi hija. También seguía escribiendo: guiones para el cine, una nueva obra de teatro, un capítulo piloto para televisión. No vendí ninguno. Un año después de nacer Caitlin, Lucy dejó que caducara su inscripción en la Asociación de Actores. Yo volvía a trabajar en Book Soup. A Lucy la habían promocionado al puesto de instructora de televenta. Entre los dos apenas ganábamos cuarenta mil dólares al año netos: una miseria en una ciudad donde muchos gastan cuarenta mil dólares al año en hincharse los pectorales. No podíamos permitirnos cambiar de piso. Teníamos que compartir un Volvo anticuado que había visto la luz durante la primera presidencia de Reagan. Estábamos agobiados, no sólo por la falta de espacio físico en casa, sino también por la sensación cada día más nítida de que estábamos atrapados en una vida angosta, con horizontes aún más limitados. Por supuesto, estábamos encantados con nuestra hija. Pero con el paso de los años, cuando los dos nos acercábamos a los cuarenta, empezamos a vernos el uno al otro como los respectivos carceleros. No sólo intentábamos asumir nuestros repetidos fracasos profesionales, sino también el reconocimiento de que, mientras las personas que conocíamos recogían los frutos de los años de prosperidad de Clinton, nosotros estábamos empantanados en tierra de nadie. Pero si bien Lucy había abandonado toda esperanza en cuanto a su carrera de actriz, yo seguía haciendo guiones como salchichas, para su exasperación, puesto que (con razón) consideraba que cargaba a sus espaldas con el peso de ganar el pan. No dejaba de insistir para que dejara el empleo de Book Soup, intentara abrirme camino en alguna empresa de Internet y cabalgara en la ola de las OPI [4] . Yo no cedía y le decía que el empleo en la librería me permitía seguir con mi trabajo de escritor.
– ¿Tu trabajo de escritor? -saltó ella, con un tono sarcástico que rayaba en el desprecio-. Ojalá dejaras de decir tonterías…
Por supuesto, eso desencadenó una de esas peleas conyugales termonucleares en las que años de resentimiento acumulado, hostilidad y frustraciones domésticas, explotan de repente en la clase de enfrentamiento que abre grietas bajo los pies. Me llamó fracasado. Yo la acusé de no tener talento. Ella me dijo que era un egocéntrico, hasta el punto de poner mi carrera de escritor sin ningún futuro por encima del bienestar de Caitlin. Yo contraataqué diciendo que además de ser un modelo de responsabilidad doméstica (porque lo era), mi integridad profesional seguía intacta. El siguiente intercambio de improperios fue brutaclass="underline"
Lucy: ¿Integridad? ¿Tú, que no has logrado vender nada, repito, nada, tienes el valor de hablarme de integridad?
Yo: Al menos yo no me he convertido en el Dale Carnegie de la televenta.
Lucy: La única razón por la que hago ese trabajo de mierda es porque me he casado con un fracasado…
Yo (cogiendo el abrigo): Que te den.
Lucy: Vete, anda. Añade un matrimonio fracasado a tu colección de éxitos…
Me marché hecho una furia. Conduje toda la noche, y acabé al norte de San Diego, caminando por la playa, en Del Mar, deseando ser lo suficientemente despreocupado para seguir hacia el sur, cruzar la frontera a Tijuana y desaparecer del desastre que era mi vida. Lucy tenía razón: era un fracasado. Pero al menos era un fracasado relativamente responsable, y no pensaba abandonar a mi hija en un arrebato de furia. De modo que volví al coche, me dirigí al norte y llegué a casa antes del amanecer. Encontré a Lucy completamente despierta, acurrucada en el sofá de nuestro repleto salón, con una expresión más que desconsolada. Me dejé caer en una butaca delante de ella. Estuvimos un buen rato sin decir nada. Por fin fue ella la que rompió el silencio.
– Ha sido horrible.
– Sí -dije-. Horrible.
– No creía lo que decía.
– Yo tampoco.
– Es que estoy tan cansada, David.
Le cogí la mano.
– Ya somos dos -dije.
Así que cumplimos el ritual de besarnos y hacer las paces, y le dimos el desayuno a Caitlin, la metimos en el autobús escolar, y los dos nos fuimos a nuestros respectivos trabajos, que no nos proporcionaban ningún tipo de satisfacción, y ni siquiera nos compensaban económicamente. Cuando Lucy llegó a casa aquella noche, se había restablecido la paz doméstica, y no volvimos a mencionar aquella espantosa pelea nunca más. Pero las cosas, una vez dichas, quedan dichas…, y una corriente de frialdad silenciosa, pero perceptible, se asentó entre los dos. Por mucho que intentáramos comportarnos como si todo fuera bien, nuestro matrimonio había empezado a perder su centro de gravedad, su lastre.