– ¿Le gusta Pasolini?
– Para mí es Dios.
– ¿Y para el señor Fleck?
– Dios Padre. En fin, tenemos sus doce películas, de modo que, si le apetece, la sala de proyección es suya.
– Gracias -respondí, pensando que El evangelio según san Mateo (la única película de Pasolini que había visto) era lo último que me apetecía ver en una isla del Caribe.
– Por cierto, sé que Phil tiene muchas ganas de trabajar con usted en el guión.
– Me alegro.
– Si me permite decirlo, es un gran guión.
– ¿Cuál? ¿El suyo o el mío?
Otra de sus sonrisas sardónicas.
– Los dos son igual de válidos.
«Eso sí es diplomático por tu parte -pensé-, teniendo en cuenta que son iguales.»
– Oiga, hablando del guión -dije-, he trabajado un poco en él estos días y me gustaría que me lo pasaran a limpio.
– Por supuesto. Le diré a Joan, de secretaría, que pase a buscarlo por su habitación dentro de un rato. Nos veremos en el cine, Dave.
Meg me acompañó a mi habitación. Por el camino, le pregunté de dónde era. Me dijo que era de Florida, y que formaba parte de la «tripulación de Saffron Island» desde hacía dos años. Antes trabajaba en un crucero de Nassau, pero le gustaba mucho más su empleo actual. Además era más fácil, porque, en general, los miembros de la tripulación eran las únicas personas que había en la isla.
– ¿Eso significa que el señor Fleck no se hospeda muy a menudo la isla? -pregunté.
– Sólo tres o cuatro veces al año.
– ¿Y el resto del tiempo?
– Está vacía…, aunque, de vez en cuando, le presta la isla a algún amigo. Pero eso son cuatro semanas como mucho. Si no, tenemos la isla para nosotros.
– Cuando dice «tenemos», se refiere…
– A catorce personas fijas de personal.
– ¡Dios santo! -exclamé, pensando que las facturas anuales de mantenimiento serían…, sobre todo teniendo en cuenta que la isla sólo se utilizaba dos meses al año.
– Bueno, el señor Fleck lo puede pagar -dijo ella.
Mi habitación estaba en una de las torres más pequeñas en forma de V que delimitaban la sección central de la casa. «Pequeño» podría ser una forma modesta de describir aquel espacio tipo loft. Paredes blancas de piedra, suelos de madera, ventanas del suelo al techo, que daban directamente al agua. Una cama monumental, una gran zona de estar y dos sofás enormes. Un bar surtidísimo, con todos los productos de primera clase: desde champán Cristal hasta un malta Macallan de treinta años. Un cuarto de baño con una bañera empotrada en el suelo, una sauna, y una de esas duchas con cabina de plexiglás que disparaban agua hacia cinco puntos diferentes del cuerpo. Encima del dormitorio, subiendo por una escalera de metal de caracol, había una zona completa de oficina, con una gran mesa, un fax, una impresora, tres líneas telefónicas y una conexión de hiperfibra óptica que, según me aseguró Meg, me daría acceso a Internet en una fracción de segundo.
Evidentemente, había paneles de control por todas partes: para ajustar la luz electrónicamente, para bajar las persianas que oscurecían los ventanales y para controlar el sistema de aire acondicionado por zonas, que permitía no sé cómo que la oficina estuviera cinco grados más fresca que el dormitorio.
Pero, sin duda, el golpe maestro de los artilugios eran los tres ordenadores de pantalla plana, convenientemente situados sobre la mesa, en una mesita de la sala y junto a la cama. Todas las pantallas eran completamente interactivas. Las tocabas con un dedo y se encendían, informándote de que eran tu centro privado de audio y vídeo. Toqué la pantalla y después el icono titulado «Videobiblioteca». Delante de mí se desplegaron las letras del alfabeto. Toqué la A, y apareció una lista de treinta películas en pantalla: todo, de Alphaville de Godard hasta El amor a los veinte años de Truffaut. Toqué Alphaville. De repente, se encendió la pantalla plana de televisión Panasonic último modelo, colgada en una pared. En un segundo, el extraño clásico futurista de Godard llenó la pantalla. Toqué el icono «Atrás» en la pantalla. Reapareció el alfabeto. Toqué la C. De una larga lista seleccioné Ciudadano Kane. A los pocos segundos, Alphaville se había esfumado y me encontré mirando la escena inicial del clásico de Welles: los altos y aislados muros y verjas, tras los cuales se oculta la inmensa mansión de un Kubla Khan de los tiempos modernos.
Pero Charles Foster Kane nunca tuvo un juguete como ese sistema de películas a la carta.
Llamaron a la puerta. Cuando respondí «Adelante», entró Meg.
– ¿Le parece bien que deshaga su maleta ahora? -preguntó.
– Gracias, pero puedo hacerlo yo mismo.
– Forma parte del servicio -dijo ella, levantando mi maleta-. Soy su mayordoma.
Me dedicó una ligerísima sonrisa, con apenas un rastro de ironía, tras una fachada de indiferencia totalmente profesional.
– Veo que ha entendido cómo funciona el sistema de vídeo. Es ingenioso, ¿eh?
– No está mal.
– Debería ver el audio. Hay unos diez mil discos almacenados en el sistema.
– ¿Bromea?
– Véalo usted mismo.
Toqué de nuevo la pantalla, seleccioné «Música», y me apareció inmediatamente una lista de géneros. Por probar, elegí «Clásica», y para ponerlo un poco difícil, elegí la S y después (con no poca sorpresa) encontré veinte entradas con Schöenberg. Toqué A survivor from Warsaw. La pantalla de televisión se apagó y, de todos los rincones de la habitación, la severa obra maestra atonai de Schoenberg (un grito de dolor de alguien que había escapado de la matanza nazi en el gueto de Varsovia) sonó en fragorosa erupción de pequeños pero potentes grupos de altavoces Bose, colgados por toda la habitación.
Meg parpadeó cuando el golpe auditivo la alcanzó de lleno. Sin embargo, enseguida me dedicó otra de sus ínfimas sonrisas y gritó para hacerse oír sobre el estrépito de doce tonos:
– Te dan ganas de bailar.
Apreté el botón de «off».
– Tampoco es mi favorita -dije-. Es que no podía creer que tuviera a Schöenberg en el repertorio.
– El señor Fleck lo tiene todo -dijo ella, desapareciendo en el vestidor contiguo con mi maleta.
Subí a la oficina. Abrí la cartera donde guardaba el portátil, y lo enchufé directamente a la conexión de Internet con el cable provisto. Tal como había prometido Meg, el sistema de fibra óptica era un poco más rápido que un suspiro. En una fracción de segundo, estaba conectado y leyendo mi correo. Entre los mensajes de Brad Bruce y de Alison estaba el que esperaba: «Cariño: esto es una locura. Es como el Reichstag en 1929. Pero aguanto el tipo. Te echo de menos. S».
El mensaje de Sally me sugirió varios pensamientos inmediatos. El primero fue: en fin, al menos ha dado señales de vida. El segundo fue: al menos ha dicho que me echaba de menos. Y el tercero fue: ¿por qué no ha dicho «te quiero» o «muchos besos» o algo incluso más pretencioso, como «bisous»? [7]
Después, mi parte racional se impuso, e intenté recordarme a mí mismo que ella estaba inmersa en un Sturm and Drang versión Los Ángeles. Y que en Hollywood, una crisis profesional de aquella envergadura se convertía para todos los afectados en algo parecido al sitio de Stalingrado.
En otras palabras, me obligué a no angustiarme injustificadamente por sus sentimientos hacia, mí. Estaba preocupada.
Volvieron a llamar a la puerta. Entró una mujer de treinta y tantos años, con el pelo negro corto y muy bronceada. También iba vestida con el uniforme Saffron Island de camiseta y pantalones cortos. Como Meg, también parecía una de esas mujeres de piernas largas y expresión fresca que con seguridad habían pertenecido a una hermandad de alguna buena universidad, y sin duda habían salido con un defensa llamado Bud.
– Hola, señor Armitage -dijo-. Soy Joan, la secretaría. ¿Está bien instalado?