– Muy bien.
– Me han dicho que tenía un manuscrito para pasar a limpio.
– Exacto -dije; saqué el guión de la funda del ordenador y bajé al salón-. Lo siento pero no tengo el disco original.
– No se preocupe. Podemos volver a picarlo.
– ¿No será mucho trabajo?
Ella se encogió de hombros.
– No he tenido mucho que hacer últimamente. Me irá bien trabajar un poco.
– También tendrás que descifrar mis jeroglíficos -dije, yendo a la tercera página y señalando mis múltiples correcciones y añadidos.
– Los he visto peores. En fin, se quedará unos días, ¿verdad?
– Eso me han dicho.
– Pues, si no le importa, le llamaré si no entiendo algo.
Mientras ella se iba, Meg salió del vestidor con unos pantalones en la mano.
– Han salido un poco arrugados de la maleta, así que los mandaré a la lavandería para que les den un planchazo. ¿Le apetece una buena cena o prefiere algo ligero?
Miré el reloj. Eran casi las nueve, aunque mi cerebro seguía cuatro horas retrasado según el horario de Los Ángeles.
– Algo muy ligero, si no es molestia.
– Señor Armitage…
– David, por favor.
– Al señor Fleck le gusta que llamemos por el apellido a los invitados. Señor Armitage, debe saber que en Saffron Island, estamos a su disposición para todo lo que desee. Si lo que quiere son una docena de ostras y una botella de…
– Gewurtztraminer, pero sólo una copa.
– Le diré al sommelier que traiga una botella. Si no se la termina, no pasa nada.
– ¿Tienen un sommelier?
– Todas las islas deberían tener uno. -Otra de sus sonrisitas-. Vuelvo en seguida con las ostras.
Y se marchó.
Unos minutos después, telefoneó el sommelier. Se llamaba Claude. Tal como esperaba, tenía un fuerte acento francés. Dijo que estaba encantado con mi elección de vino de Gewurtztraminer, y que tenía unas dos docenas de botellas en la bodega. Le pedí que me propusiera una. Empezó un elaborado repaso de sus preferencias y me informó de que su favorito era un Gisselbrecht de 1986:
– Un vino de Alsacia excepcional. Con un equilibrio perfecto de fruta y acidez.
– Sólo me apetece una copa -dije.
– Le mandaré la botella de todas formas.
En cuanto colgué, entré en la red y encontré una página de vinos añejos. En la casilla de búsqueda tecleé: Gisselbrecht Gewurtztraminer 1986, y apreté la tecla de enviar. Poco después, apareció una fotografía del vino en cuestión en la pantalla de mi portátil, junto con una descripción detallada, que me informaba de que entre los premier cru Gewurtztraminer, ése era el no va más.
Y podía pedir una botella por sólo 275 dólares, porque tenía un descuento especial.
Me recosté en el asiento, meneando la cabeza aturdido. Iban a mandarme una botella de vino de 275 dólares a la habitación, y yo lo único que quería era una copa de vino. Como empezaba a comprender, la vida en el refugio caribeño de Fleck se vivía de acuerdo con la norma del «dinero no es un problema».
Volví a inclinarme hacia la pantalla y tecleé rápidamente un mensaje para Sally:
Cariño:
Saludos desde la tierra de Oz de los nuevos ricos. Este lugar es al mismo tiempo maravilloso y absurdo. Es la versión de alquiler caro de «Cómo viven los ricos y famosos», la clase de sitio donde un Rothko o un Hopper auténticos se consideran simple decoración. Tengo que reconocerlo: el tipo tiene buen gusto, pero después de media hora aquí, ya estoy pensando: hay algo muy retorcido en tener todo lo que se desea. Evidentemente, para que tengamos claro quién manda, Fleck no está aquí en este momento. Está jugando a Hemingway y se ha ido a pescar un buen pez blanco en alguna parte de las islas Leeward, y nos ha dejado aquí pasando el rato. No sé si sentirme ofendido o sencillamente pensar que es otro homenaje de los suyos. Por ahora, he decidido escoger la segunda opción y hacer cosas constructivas y frenéticas, como broncearme y dormir. Ojalá pudiera ponerme al día de sueño en una cama contigo.
Puedes localizarme en el 0704.555.8660. Por favor, llámame en cuanto tengas un hueco en tu carrera de cuádrigas. Conociéndote, estoy seguro de que habrás encontrado una estrategia para superar esta pequeña crisis. Eres la más lista, después de todo.
Te quiero. Y, para utilizar el más prosaico de los clichés, ojalá estuvieras aquí.
David
Busqué errores en el mensaje, coloqué el cursor sobre el icono de «Enviar» y pulsé dos veces. A continuación cogí el teléfono y llamé a mi hija a Sausalito. Se puso mi ex esposa, que estuvo tan simpática como siempre.
– Ah, eres tú -dijo en tono inexpresivo.
– Exacto, soy yo. ¿Y tú cómo estás?
– ¿Qué más da?
– Lucy, no te culpo por seguir enfadada conmigo, pero estas cosas tienen un límite.
– No. Y no me gusta perder el tiempo con imbéciles.
– Vale, vale, como quieras. Se acabó la conversación. ¿Puedo hablar con mi hija, por favor?
– No, no puedes.
– ¿Por qué no?
– Porque es miércoles, y si fueras un padre responsable, te acordarías de que los miércoles tu hija va a clase de ballet.
– Soy un padre responsable.
– No pienso ni comentarlo.
– Me parece bien. Te daré el número del sitio donde estoy en el Caribe…
– Vaya, vaya, qué bien tratas a esa furcia de Princeton.
Apreté el receptor con fuerza.
– No me molestaré en responder a ese censurable comentario. Pero si te interesa saberlo…
– No especialmente.
– Entonces apunta el número y dile a Caitlin que me llame.
– ¿Por qué tiene que llamarte si vas a verla pasado mañana?
Mi nivel de angustia, ya bastante alto, gracias a la cordial y cálida conversación, subió un par de puntos.
– ¿Qué dices? -exclamé-. No me toca verla hasta dentro de dos semanas.
– Oh, no me digas que te has olvidado…
– ¿Olvidado qué?
– Olvidado que, «como habíamos acordado», te quedarías con Caitlin este fin de semana porque yo tengo que ir a un congreso.
Oh, mierda. Mierda. Mierda. Tenía razón. Aquello no me resultaría fácil.
– Espera un momento… ¿Cuándo hablamos de eso? ¿Hace seis u ocho semanas?
– No me vengas con el rollo de la amnesia.
– Pero es la verdad.
– Tonterías.
– ¿Qué puedo decir, excepto un gran mea maxime culpa?
– No se acepta. En fin, un trato es un trato, de modo que tienes que estar aquí en treinta y seis horas.
– Lo siento, pero no es posible.
– David, vas a volver, como quedamos.
– Ojalá pudiera, pero…
– No me jodas esta vez…
– Estoy a ocho mil kilómetros de ti. Tengo trabajo. No puedo marcharme.
– Si no vienes…
– Seguro que tu hermana puede venir de Portland. O puedes contratar a una canguro para el fin de semana. Por supuesto, me encargaré de la factura.
– Eres el cerdo más egoísta de la historia.
– Tienes derecho a tener tu opinión, Lucy. Voy a darte mi teléfono…
– No queremos tu teléfono. Porque dudo que Caitlin quiera hablar contigo.
– Deja que ella lo decida.
– Destruiste su sensación de seguridad el día que te marchaste. Y te lo prometo, acabará odiándote por eso.
No dije nada, el teléfono me temblaba en la mano. Finalmente, Lucy volvió a hablar.
– Me las pagarás por esto.
Y colgó.
Dejé el teléfono y escondí la cabeza entre las manos. Tenía una sensación abrumadora de culpabilidad. Y pensé: «Tiene razón. He provocado la ruina de mi familia. He destruido su seguridad. Y tendré que vivir con esa culpa el resto de mi vida».
De todos modos no estaba dispuesto a cruzar el continente sólo para que Lucy pudiera asistir a un congreso durante un día y medio. Es verdad que lo había olvidado por completo. Pero, por Dios, hacía casi dos meses que me lo había comentado. Nunca había faltado a ninguno de los fines de semana estipulados con Caitlin. Al contrario, ella había pedido pasar más tiempo conmigo y con Sally en Los Ángeles. Por mucho que me hubiera dicho aquello de que «dudo que quiera hablar contigo». El sentimiento de ultraje de Lucy no tenía límites. Por lo que a ella respectaba, yo era el señor ofensor y por mucho que yo hubiera actuado con egoísmo al poner fin a mi matrimonio, ella no reconocería nunca sus debilidades estructurales, que habían contribuido a empujar nuestro matrimonio al barranco (o al menos eso es lo que me dijo el terapeuta que estuve viendo durante el divorcio).