Otra llamada a la puerta. Grité: «Adelante» y entró Meg, empujando un elegante carrito de acero inoxidable. Bajé la escalera. Mi docena de ostras iba acompañada de tres diferentes clases de salsas, un cesto de pan moreno y una pequeña ensalada verde. La botella de Gewurtztraminer estaba dentro de un refrigerador de plástico transparente.
– Aquí lo tiene -dijo-. ¿Le parece que se lo sirva en la terraza? Podrá disfrutar del final del atardecer.
– Me parece estupendo.
Abrió las puertas de cristal de la sala y me encontré admirando el espectáculo de un sol anaranjado que se derretía y se deslizaba poco a poco en las aguas oscuras del mar del Caribe.
Me dejé caer en un sillón de la terraza y, observando aquel panorama celestial, me esforcé por poner freno al torbellino de emociones que me había provocado la conversación vitriólica con Lucy. Debía de desprender estrés por todos los poros porque, en cuanto terminó de preparar la mesa, Meg observó:
– Por su aspecto diría que le conviene una copa.
– No sabe cuánta razón tiene.
Mientras descorchaba el vino, pregunté:
– ¿Qué ha estado haciendo el señor Barra?
– No ha soltado el teléfono ni un segundo. Y ha estado todo el rato gritando.
– Por favor, dígale que me he acostado temprano -dije, pensando que no podría soportar otra dosis de Bobby ese día.
– Lo haré.
Me sirvió un poco de vino en una copa aflautada.
– Que aproveche -dijo alegremente.
Levanté la copa y cumplí todo el rituaclass="underline" hice girar el vino, lo olí a conciencia, y después dejé caer una gotita sobre la lengua. Inmediatamente sentí algo parecido a una descarga eléctrica de alto voltaje: el vino no era sólo sublime, era un néctar, o algo que se acercaba a la perfección líquida; también sabía a gloria.
– Es estupendo -dije, pensando: «Faltaría más, a 275 dólares la botella».
– Me alegro -dijo Meg, llenándome la copa-. ¿Necesita algo más?
– Nada, gracias por todo.
– Es parte del servicio. Si necesita algo, utilice el teléfono.
– Me mima demasiado.
– Es de lo que se trata.
Levanté la copa, mirando los últimos estertores del sol poniente. Respiré hondo y capté aquel aroma mixto de frangipani y eucalipto que es la fragancia de la vida en el trópico. Bebí el vino absurdamente caro y absurdamente maravilloso. Y dije:
– La verdad, creo que podría llegar a acostumbrarme a esto.
Capítulo 5
Dormí como un tronco. De un tirón, sin los habituales temores nocturnos o sueños de culpa. Me desperté con aquella curiosa euforia que acompaña a nueve horas de descanso comatoso. Incorporándome un poco, pensé que desde que, como se suele decir, «había triunfado», y los consecuentes cataclismos, mis nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Se supone que el éxito debe simplificarte la vida. En cambio, te la complica más, porque necesitamos las complicaciones, las intrigas, las nuevas competiciones para lograr mayores éxitos. Una vez logramos lo que siempre hemos querido, de repente descubrimos una nueva necesidad, una nueva sensación de que nos falta algo. Así que nos esforzamos en busca de esa nueva meta, ese nuevo cambio de vida, con la esperanza de que, esta vez, la sensación de plenitud sea total, aunque signifique echar por tierra todo aquello que hemos construido durante años.
Sin embargo, cuando has alcanzado la nueva cima, o cuando te despiertas una mañana y descubres que otra persona está compartiendo tu cama, tu vida, te preguntas: ¿puedes seguir con todo eso? ¿Puede escapársete de las manos? O, aún peor, ¿podrías cansarte de todo y descubrir que lo que tenías antes es lo que realmente querías? Porque, ahora que lo has perdido, se ha convertido en el nuevo objetivo ilusorio; aquello inalcanzable que no pararemos hasta conseguir. Y entonces…
Basta.
Me esforcé por salir de aquel ensueño melancólico, recordándome de nuevo que, según el conocido estudioso de Hollywood, Marco Aurelio, el cambio es el encanto de la naturaleza. Muchos conocidos míos (sobre todo guionistas) venderían a su madre por estar en mi lugar. Sobre todo porque podía apretar un botón para subir una persiana, detrás de la cual me esperaba el azul intenso de una mañana caribeña. O porque podía descolgar el teléfono y hacer que me mandaran lo que quisiera a la habitación. O porque la persona que contestó al teléfono me ofreció también una copa de Cristal con el desayuno. O, mejor aún, porque descubrí que Bobby Barra se había marchado a toda prisa.
Recibí esa información cuando finalmente me obligué a levantarme de la cama y entrar en el baño, y vi que me habían pasado un sobre por debajo de la puerta. Lo abrí y encontré la siguiente nota:
Atontado:
Quería llamarte anoche, pero Meg me dijo que te habías metido en la cama con el osito, un vaso de leche caliente y un platito de galletas. En fin, ayer, cinco minutos después de llegar, mientras intentaba aplacar a aquel cliente tan nervioso, me llego la noticia de Wall Street de que el presidente de una nueva empresa de Internet, que la semana próxima salía a bolsa, había sido acusado por la policía de todo, desde malversación, a estafa, fraude y sodomizar a su perro. Bueno, la cosa es que mis socios y yo tenemos invertidos unos 30 millones en esa OPI, lo que significa que tengo que largarme en seguida a Nueva York a jugar a los bomberos antes de que el negocio se convierta en humo.
Tendrás que prescindir de mi compañía un par de días. Sé que en cuanto hayas leído estas líneas se te romperá el corazón, te sentirás destrozado y empezarás a descorchar botellas de champán. Me parece que ayer no sintonizamos. Por supuesto fue todo culpa tuya. Por supuesto espero que sigamos siendo amigos.
Disfruta de la isla. Serías idiota si no lo hicieras. Intentaré volver dentro de un par de días, y para entonces Herr Host debería estar de vuelta con todos los pececitos que haya atrapado.
Descansa. Tu cara da pena, un par de días al sol deberían darle un aspecto menos lamentable. Hasta pronto,
Bobby
No pude evitar sonreír. Y tampoco pude evitar pensar que Bobby era un lameculos cuando se trataba de tratar a los amigos que estaban a punto de darle la patada para siempre.
Llegó el desayuno, acompañado de una botella de Cristal de 1991. De nuevo, le dije a Meg que sólo tomaría una copa.
– Beba tanto o tan poco como le apetezca -dijo, colocando los platos en la terraza.
Acabé bebiendo dos copas y comiendo un plato de frutas tropicales que había pedido; probé el surtido de dulces exóticos y bebí café. Escuché las Piezas líricas para piano de Grieg mientras comía, y descubrí que había un discreto amplificador en una pared de la terraza. El sol ardía. El mercurio parecía haber alcanzado los treinta y cinco grados. Y, excepto revisar el correo electrónico, no tenía nada programado para el día, aparte de tomar el sol. Me arrepentí de mi decisión de conectarme a la red. Porque los comunicados matutinos del ciberespacio eran de todo menos alegres. Primero leí la siguiente y desagradable misiva de Sally.
David:
Me quedé estupefacta y más que un poco ofendida por tu descripción de mi actual problema con la Fox como una pequeña crisis. Estoy batallando por mi vida profesional en este momento, y lo que más necesito es apoyo. En cambio, estuviste condescendiente y tu respuesta me decepcionó muchísimo. Sobre todo porque necesito saber que cuento con tu confianza y tu amor.