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Esta mañana tengo que ir a Nueva York. No intentes llamarme porque estaré volando. Pero mándame un correo. Quiero creer que esto ha sido solo una frase desafortunada por tu parte.

Sally

Leí dos veces el mensaje, asombrado por su totalmente errónea interpretación de mis palabras. Abrí la carpeta de los mensajes archivados y releí con atención el correo que le había enviado la noche anterior, intentando entender cómo diablos podía haber ofendido a Sally. Al fin y al cabo, lo único que había escrito era:

Por favor, llámame en cuanto tengas un hueco en tu carrera de cuádrigas. Conociéndote, estoy seguro de que habrás encontrado una estrategia para superar esta pequeña crisis. Eres la más lista, después de todo.

Te quiero. Y, para utilizar el más prosaico de los clichés, ojalá estuvieras aquí.

Ahí ya lo veía, Sally no soportaba la idea de que yo pudiera considerar «pequeña» su regia batalla, aunque lo que yo intentaba expresar era que, viéndola con perspectiva, aquella situación acabaría pareciendo una nimiedad. Sin embargo, por mucho que considerara que su respuesta era absolutamente exagerada, también sabía que Sally era una mujer que quería que la tomaran siempre en serio. Y, en consecuencia, su mirada se habría fijado inmediatamente en la palabra «pequeña» como una afrenta, por no mencionar mi intento de redimensionar la gravedad de la situación.

¡Dios mío, qué susceptibilidad! Pero yo llevaba todas las de perder, y lo sabía. Hasta entonces, Sally y yo habíamos tenido algo muy raro: una relación sin malentendidos. Por nada del mundo quería que aquél fuera el primero. Así que, sabiendo que no reaccionaría bien si le decía «Has malinterpretado mis intenciones» (porque aquello la haría pensar seguramente que estaba cuestionando su capacidad para la comunicación epistolar), decidí que era mejor cargar con las culpas. Si había algo que casi catorce años de matrimonio me habían enseñado, era esto: si quieres suavizar el ambiente después de un desacuerdo, es mejor admitir siempre que te has equivocado… aunque creas que tenías razón.

Apreté el botón de «Responder» y escribí:

Amor mío:

Lo último que desearía es ofenderte. Lo último que pienso es que lo que tú haces carezca de importancia. Mi intención era decir que eres tan buena en todo lo que te propones que esta crisis -por muy grande que pueda parecer- en el futuro se considerará pequeña, porque tú lograrás salir airosa de ella. Mi error fue no expresar claramente este sentimiento. Las palabras, para variar, me fallaron, y me doy cuenta de que te he ofendido. Me siento fatal.

Sabes que creo que eres maravillosa. Sabes que cuentas con todo mi amor y apoyo en todo lo que haces. Estoy desolado de que mi desafortunada expresión haya provocado este equívoco. Por favor, perdóname.

Te quiero.

David

De acuerdo, me había pasado con las adulaciones. Pero sabía que, por muy profesional que fuera, Sally tenía un ego muy permeable, que necesitaba ser animado constantemente. Más exactamente, una gran parte de mí sabía que, en aquel momento de nuestra relación, la estabilidad lo era todo. En consecuencia, en aquella circunstancia era mejor tragar un poco… aunque no creyera ni la mitad de lo que había escrito. También me había alarmado un poco su hipersensibilidad, y su necesidad de indignarse por una palabra mal aplicada. Sin embargo, repetí mi mantra de los últimos días: «Está pasando un mal momento. Probablemente me malinterpretaría si le preguntara la hora. Pero se tranquilizará cuando la situación se calme».

O al menos eso era lo que esperaba.

Una vez enviado el mensaje enjabonado, me enfrenté al siguiente problema: un correo de Lucy, que se inspiraba directamente en la escuela de comunicación «Que te den, sigue carta de humillación»:

David:

Te encantará saber que Caitlin lloró desconsoladamente ayer cuando le comuniqué que no vendrías esta semana. Felicidades. Has vuelto a romperle el corazón.

Para hablar de cosas prácticas (que es de lo único de lo que quiero volver a hablar contigo): he convencido a Marge para que venga de Portland en avión para cuidar de Caitlin las dos noches que estaré fuera. Sin embargo, en el último momento, sólo encontró billete en Business Class, y además tuvo que llevar a Dido y a Aeneas a la residencia para el fin de semana. El coste total, incluido el billete, es de 803,45 dólares. Espero recibir un cheque tuyo inmediatamente.

Creo que tu comportamiento en esta ocasión confirma todo lo que he advertido en ti desde que te liaste con esa divinidad inconstante llamada éxito: estas completamente motivado por el egoísmo. Y lo que te dije anoche por teléfono sigue en pie: te lo haré pagar.

Lucy

Descolgué inmediatamente el teléfono y marqué unos números. Miré el reloj: las once y catorce en el Caribe, las siete y catorce en California. Con un poco de suerte, Caitlin no se habría ido todavía a la escuela.

Tuve suerte. Mejor aún, respondió mi hija en persona. Y parecía encantada de hablar conmigo.

– ¡Papá! -exclamó feliz.

– Hola, pequeñina. ¿Va todo bien?

– Haré de ángel en la función de Semana Santa de la escuela.

– Tú ya eres un ángel.

– No soy un ángel. Soy Caitlin Armitage.

Me reí.

– Perdóname por no poder ir este fin de semana.

– Este fin de semana la tía Marge vendrá a quedarse conmigo. Pero sus gatos tendrán que ir a un hotel de gatos.

– ¿No estás enfadada conmigo?

– ¿Vendrás la semana que viene?

– Seguro, Caitlin. Te lo prometo.

– ¿Y podré quedarme en el hotel contigo?

– Pues claro. Haremos todo lo que tú quieras.

– ¿Me traerás un regalo?

– Te lo prometo. Ahora me gustaría hablar con mamá.

– De acuerdo… pero sólo si no os peleáis.

Respiré hondo.

– Intentaremos no discutir, cariño.

– Te echo de menos, papá.

– Yo también a ti.

Una pausa. Entonces oí que le pasaba el teléfono a alguien. Hubo otro largo silencio, hasta que Lucy lo rompió.

– A ver, ¿de qué quieres hablar? -preguntó.

– Ya he visto lo desconsolada que estaba, Lucy. En serio, está hecha polvo.

– No tengo nada que decirte…

– Por mí, estupendo. Yo tampoco tengo ganas de hablar contigo. Pero que sepas esto: no intentes volver a mentirme sobre el estado emocional de Caitlin. Te lo advierto, si intentas ponerla en mi contra…

La línea se cortó cuando Lucy colgó de golpe. Un intercambio de puntos de vista adulto y maduro. Pero, al menos, me sentía reivindicado, y enormemente aliviado de que Caitlin no pareciera afectada por mi incapacidad de organizarme para verla aquel fin de semana. El tema de la tía Marge y su tarifa de fin de semana de 803 dólares era otro asunto. Marge era una obesa colgada New Age, «facilitadora de canalización» (no me lo estoy inventando), que vivía sola con sus amados gatos, sus prismas y sus discos de cánticos nepalíes en su ashram de una habitación. En su favor hay que decir que tenía buen corazón. Y quería mucho a su única sobrina, lo que me hacía feliz. Pero ochocientos dólares para transportar su talla cincuenta a San Francisco…, por no hablar de pagar por el alojamiento de cinco estrellas de sus preciosos amigos felinos (¿a quién se le ocurre poner Dido y Aeneas a sus gatos?). En fin, sabía que, me gustara o no, tendría que soltar la pasta, como sabía también que Swami Marge probablemente se embolsaría la mitad de los ochocientos dólares. Pero no se los regatearía, sobre todo después de ganar la discusión con Lucy. Sólo oír a Caitlin decirme que me echaba de menos había borrado toda la angustia acumulada de la mañana, y me había puesto de nuevo de buen humor. Además, tenía toda una isla caribeña a mi disposición.