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Descolgué el teléfono. Pregunté si tenían algún periódico. Me informaron de que The New York Times acababa de llegar en el helicóptero.

– Mándemelo, por favor.

Toqué la pantalla de audio-vídeo. Fui hasta la biblioteca musical. Elegí un disco del gran pianista de jazz francés enano, Michel Petrucianni. Llegó el periódico. Meg desplegó una tumbona para mí en la terraza. Se metió en el cuarto de baño y al rato salió con seis marcas diferentes de cremas para el sol, que abarcaban todos los factores de protección posibles. Me rellenó la copa de champán. Me pidió que llamara cuando quisiera almorzar.

Leí el periódico. Escuché las brillantes improvisaciones de Petrucianni en Hojas de otoño y De un humor sentimental. Me bronceé al sol. Una hora después, decidí que era hora de bañarse. Cogí el teléfono y me respondió Gary.

– Hola, señor Armitage. ¿Se divierte en el paraíso?

– No está mal. Quería saber si había algún lugar concreto para bañarse en esta isla. ¿Al lado de la piscina, o dónde?

– Tenemos una playita muy buena. Pero si le apetece bucear…

Veinte minutos después, estaba a bordo del Truffaut (sí, como el famoso director francés): un yate de doce metros con una tripulación de cinco hombres. Navegamos aproximadamente media hora hasta llegar a un arrecife de coral, cerca de un archipiélago de islas diminutas. Dos tripulantes me ayudaron a ponerme el traje de neopreno, después me equiparon con aletas, gafas y tubo. Otro miembro de la tripulación también iba vestido con el equipo de buceo.

– Dennis le acompañará por el arrecife -me dijo Gary.

– Gracias, pero no es necesario -dije.

– Es que el señor Fleck insiste mucho en que los invitados no se bañen solos. Ya sabe, forma parte del servicio.

No paraba de oír aquella expresión en Saffron Island. «Forma parte del servicio.» Tener un guía para bañarme en los arrecifes de coral formaba parte del servicio. Tener a una tripulación entera cuidándome en un yate también formaba parte del servicio. Como la langosta que me sirvieron (sólo para mí) a bordo del yate, acompañada de un Chablis premier cru a la temperatura perfecta. Cuando volvimos a tierra por la tarde y pregunté si tenían un ejemplar de The New Yorker de aquella semana, mandaron un helicóptero a Antigua para comprármelo (a pesar de que intenté por todos los medios convencerles de que no valía la pena tomarse tantas molestias «¡y gastos!» por una miserable revista). Pero entonces también me dijeron que «formaba parte del servicio».

Volví a mi habitación. Laurence, el chef de la isla, me llamó y me preguntó qué me apetecía cenar. Cuando le pedí que me sugiriera algo, simplemente dijo:

– Cualquier cosa que le apetezca.

– Cualquier cosa.

– Más o menos.

– Sugiérame algo.

– Bien, mi especialidad es la cocina del Pacífico. Y como evidentemente tenemos acceso a toda clase de pescado fresco…

– Lo dejo en sus manos.

Minutos después, llamó Joan, de secretaría. Ya había pasado la mitad del manuscrito, y tenía unas diez dudas respecto a mi espeluznante caligrafía. Las repasamos todas. Entonces me dijo que tenía que tener el manuscrito listo al día siguiente a mediodía, porque esperaban la llegada del señor Fleck a última hora de la tarde, y seguro que querría leer el guión inmediatamente en cuanto supiera que yo lo había revisado.

– Pero ¿no pasará la noche tecleando? -pregunté.

– Forma parte del servicio -dijo, y añadió que, con mi permiso, haría que me trajeran una copia del guión revisado con el desayuno.

Si podía echarle un vistazo, ella tendría tiempo de introducir las correcciones durante la mañana.

Me estiré en la cama. Alargué un brazo y toqué la pantalla del audio-vídeo. Elegí una grabación histórica de Emil Giles tocando Bagatelas de Beethoven de la biblioteca musical. Me adormecí con el sonido de aquella música compleja pero apaciguadora. Cuando me desperté, había pasado una hora… y alguien había pasado una nota por debajo de mi puerta. Me levanté para recogerla.

Apreciado señor Armitage:

No queríamos molestarle, pero delante de la puerta encontrará el ejemplar de The New Yorker que pidió, así como el catálogo de la filmoteca de la isla. Pensamos que tal vez le apetezca que le proyecten una película esta noche. En ese caso, llámeme a la extensión 16. Y, cuando le parezca, llame a Jacques, el sommelier. Quiere hablar con usted del vino que desea para esta noche. Puede informarle a él de a qué hora desea cenar. La cocina tiene un horario totalmente flexible. Basta que se lo haga saber.

De nuevo, es un placer tenerle con nosotros. Y, como le dije anoche, me encantaría verle en el cine…

Con mis mejores deseos

Chuck

Abrí la puerta, recogí el catálogo de películas y el The New Yorker que habían ido a comprar en avión para mí. Volví a echarme en la cama, preguntándome cómo sabrían que estaba echando una siesta y no debían molestarme. ¿Había micrófonos en la habitación? ¿Había una cámara oculta? ¿O me estaba volviendo paranoico? Al fin y al cabo, puede que simplemente dedujeran que, tras un día agotador de trabajo al sol, necesitaba una siestecilla. Tal vez estaba reaccionando exageradamente a toda la atención que me estaban dedicando, por no hablar de que me sentía en una extraña tierra fantástica donde todo lo que pedía se me servía con prontitud.

De repente me acordé de una vieja anécdota literaria: Hemingway y Fitzgerald en un café de París, observando a un puñado de ostentosos a su alrededor. «Sabes, Ernest -dijo Fitzgerald en tono solemne-, los ricos son realmente diferentes de ti y de mí». A lo que Hemingway replicó bruscamente: «Sí, tienen más dinero».

Pero en ese momento me daba cuenta de que lo que el dinero compraba para ellos era en realidad poder liberarse de los prosaicos asuntos de la vida cotidiana. Cuando eras tan «asquerosamente» rico como Philip Fleck, todas tus necesidades domésticas estaban resueltas. No tenías que preocuparte por hacerte la cama, recoger las toallas húmedas del suelo, cambiar las sábanas, hacer la colada. No tenías que hacer la compra, o acercarte al quiosco a comprar el periódico, o conducir cinco manzanas para recoger la ropa de la tintorería. Ni siquiera tenías que pensar en pagar las facturas, porque, evidentemente, tenías un departamento entero de servicios financieros para gestionar tu dinero y extender tus cheques. Si querías viajar… el problema era decidir si cogías uno de los Gulfstreams o el 767. Había limusinas para recogerte cuando aterrizabas…, por no hablar de helicópteros, lanchas y (sin duda) un todoterreno HumVee propio, por si te encontrabas en zona de guerra. Había cines privados en cada una de tus residencias. No tenías que acercarte a ningún horrible multicine o a algún hotel de mala muerte, a menos, claro, que te apeteciera vivir una noche a lo pobre.

Aquél era el significado último de tener tanto dinero: te comprabas un cordón sanitario, dentro del cual estabas a salvo de todas las tediosas banalidades con las que tenía que lidiar el resto del mundo. Por supuesto, también te daba poder; pero en última instancia, el privilegio residía en la distancia a la que te colocaba de la forma de vivir de los demás. Veinte mil millones de dólares. No lograba asimilar aquella cifra, además de la estadística (citada naturalmente por Bobby) de que el interés semanal de Fleck por su fortuna ascendía a alrededor de dos millones de dólares… netos. Sin tocar un solo penique de su fortuna, tenía unos ingresos netos de unos cien millones de dólares al año para gastos. ¡Qué absurdo! Dos millones de dólares a la semana para gastos. ¿Se acordaba Fleck de lo que era (como yo me acordaba, sin duda, de aquellos años en tierra de nadie) sufrir para pagar el alquiler? ¿O tener que hacer malabarismos para pagar la factura del teléfono? ¿O tirar con un coche de diez años al que no le entraba la cuarta, porque no podías permitirte un cambio de transmisión?