– Buenos días, señor Armitage -dijo Gary-. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
– No muy bien.
– Entonces necesitará esto -dijo, y dejó caer dos pastillas de Berocca en el agua.
Cuando estuvieron del todo disueltas, me acercó el vaso. Lo cogí con una mano muy poco segura de sí misma. Bebí el contenido de un trago. Mientras me pasaba por la garganta, imágenes sueltas de los trajines de la noche pasada empezaron a cruzar aquella parcela vacía más conocida como el interior de mi cabeza. Al recordar nuestro abrazo en la playa, tuve que resistir la tentación de estremecerme. No lo logré… aunque Gary hizo como si no lo hubiera notado, y me dijo:
– Estoy seguro de que una taza de café bien cargado le sentará de maravilla.
Asentí con la cabeza. Me sirvió el café, lo probé y casi me ahogo con el primer sorbo. Pero el segundo sorbo pasó más fácilmente, y cuando iba por el tercero, las Berocca ya empezaban a disipar un poco la niebla de mi cerebro.
– ¿Lo pasó bien anoche, señor? -preguntó Gary.
Le miré fijamente a la cara, preguntándome si aquel obsequioso cabrón intentaba decirme algo…, si estaba en el porche con unos prismáticos, mirando cómo imitábamos a un par de adolescentes salidos en la playa. Pero su cara no expresaba nada. Tampoco la mía.
– Sí, muy bien -dije.
– Siento haberle despertado tan temprano, pero, tal como pidió, el Gulfstream le llevará a San Francisco esta mañana. ¿Le parece bien que repasemos un momento los preparativos del viaje?
– Adelante, pero tal vez tenga que repetírmelos un par de veces.
Me dedicó una sonrisita y dijo:
– La señora Fleck ha dicho que usted tenía que estar en San Francisco a las cuatro de la tarde para recoger a su hija en la escuela.
– Sí, exactamente. ¿Cómo está la señora Fleck esta mañana?
– De camino a Nueva York en este momento.
Creí que no lo había oído bien.
– ¿Que está qué?
– De camino a Nueva York, señor.
– ¿Pero… cómo…?
– De la forma como siempre suele ir a Nueva York, señor. Con uno de nuestros aviones. Salió de la isla anoche, poco después de que usted se acostara.
– ¿En serio?
– Sí, señor.
– Ah.
– Pero le ha dejado una nota -dijo, enseñándome un sobrecito blanco con mí nombre escrito.
Resistí la tentación de abrirlo, y sencillamente dejé el sobre a un lado, encima de la almohada.
– También me pidió que me ocupara de los preparativos para su vuelo a California. Esto es lo que hemos organizado: le llevaremos de vuelta a Saffron hacia las nueve, con el helicóptero a Antigua a las diez y media y saldremos en el Gulfstream hacia San Francisco a las once y cuarto. Los pilotos me han informado de que es un vuelo de siete horas cuarenta minutos, pero con el cambio horario, ganamos cuatro horas, de modo que llegará sobre las tres y diez. Hemos dispuesto que una limusina vaya a recogerle al aeropuerto y permanezca a su disposición todo el fin de semana. Y también hemos reservado, como cortesía, una suite para usted y su hija en el Mandarin Oriental.
– Eso es muy generoso por su parte.
– Debe agradecérselo a la señora Fleck: lo ha decidido todo ella.
– Lo haré.
– Una última cosa, durante los noventa minutos que estará en Saffron, el señor Fleck desearía saludarle.
– ¿Qué? -pregunté, sintiendo las manos frías y húmedas de repente.
– El señor Fleck le recibirá a las nueve.
– ¿Ha vuelto a la isla?
– Sí, señor, de hecho llegó anoche a última hora.
Estupendo, pensé. Realmente estupendo.
Capítulo 7
Mientras el barco navegaba veloz hacia Saffron Island, mi grado de ansiedad aumentaba. Sin duda tenía algo que ver con que finalmente iba a conocer al hombre que me había tenido siete días esperando. Pero probablemente también tenía algo que ver con el hecho de que Mein Host llegara a su casa y se encontrara con que su esposa y su invitado habían pasado la noche en la isla privada de ella. Además estaba el pequeño asunto de mi ebrio besuqueo en la playa, con Martha. El hecho de que ella hubiera decidido volver a Saffron a última hora de la noche habría atenuado las sospechas de que hubiéramos pasado la noche juntos (algo que habría sido corroborado por Gary y los demás empleados). Pero también me preocupaba que alguno de los empleados nos hubiera visto besándonos en la arena, y hubiera informado, como era su deber, a Fleck de que su esposa y el invitado habían reinterpretado la famosa escena de Burt Lancaster y Deborah Kerr entre las olas en De aquí a la eternidad, una escena que Fleck, con lo cinéfilo que era, conocería a la perfección.
¡Basta!
Me agarré a la barandilla que rodeaba la cubierta del Cabin Cruiser y me obligué a calmarme. También me recordé que las resacas siempre me hacían sentir vulnerable y con tendencia a las fantasías paranoides. Como me recordé, en el gran y extenso catálogo de estupideces sexuales, besarse con alguien en la playa (en plena borrachera) se contaba como una falta menor. Sobre todo teniendo en cuenta que había demostrado un cierto grado de autocontrol y no había permitido que traspasáramos el punto de no retorno. Qué coño, había topado con la tentación y me había resistido. De modo que podía darme una palmadita en la espalda y dejar de autoflagelarme. Y ya puestos, dejar de retrasar lo inevitable y abrir la carta de Martha.
Eso fue lo que hice. Era una tarjeta, escrita con una letra pulcra y apretada. En la primera cara decía:
Puedo mirar el dolor
Lagos enteros
Estoy acostumbrada
Pero el mínimo impulso de alegría
Me desequilibra los pies
Y vacilo, ebria
No me detienen las piedras
Fue el nuevo alcohol
¡Eso fue todo!
– Volví la nota y leí: «Creo que conoces al autor, David. Sí, tienes razón: el momento justo, por desgracia, lo es todo. Cuídate. Martha».
Mi primera reacción fue: «En fin, podría haber sido mucho peor». Mi segunda reacción fue: «Es maravillosa». Y mi tercera reacción fue: «Olvídalo todo».
Cuando el barco atracó en Saffron Island, me recibió Meg. Me informó de que había hecho mis maletas y lo tenía todo preparado para subir al helicóptero. Pero si yo quería pasar por mi habitación antes de marcharme…
– Estoy seguro de que no ha olvidado nada -dije.
– Entonces el señor Fleck le espera en la sala grande.
La seguí por la pasarela hasta la casa y por el pasillo hasta la sala estilo catedral. Antes de adentrarme en la sala, respiré hondo. Pero al entrar, vi que no había nadie.
– El señor Fleck habrá salido un momento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
– Sólo Perrier, por favor.
Meg salió y yo me instalé en el mismo sillón Eames que Martha me había dicho que costaba cuatro mil trescientos dólares. Tras un par de minutos, me levanté y me puse a pasear por la sala, mirando el reloj de vez en cuando, poniéndome nervioso y diciéndome a mí mismo que no tenía por qué estar nervioso, porque, al fin y al cabo, aquel hombre era sólo un hombre. Por mucho que fuera un hombre podrido de dinero, nada de lo que dijera, hiciera o pensara de mí podría tener ningún impacto sobre mi carrera. Es más, él me había buscado a mí. Yo era el creador. Él era el comprador. Si quería lo que yo vendía, estupendo; y si no, a otra cosa.
Pasaron dos minutos, después tres y después cinco. Entonces volvió Meg con una bandeja. Pero en lugar de mi Perrier, llevaba un vaso alto de zumo de tomate, adornado con una rama de apio.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Es un Bloody Mary, señor.
– Pero si yo he pedido una Perrier.