– Sí, pero el señor Fleck ha pensado que le sentaría bien un Bloody Mary primero.
– ¿Qué?
De repente, oí una voz que venía de arriba: concretamente de la terraza situada sobre la sala.
– Pensé que le haría falta un Bloody Mary -dijo la voz en un tono bajo y ligeramente vacilante.
Poco después, oí unos pasos en la escalera de caracol que conducía a la terraza. Philip Fleck bajó los escalones despacio, dedicándome una vaga sonrisa. Por supuesto, yo conocía su cara por haberla visto en muchas fotografías de prensa, pero lo que me sorprendió de entrada fue su baja estatura. No debía de medir más de metro sesenta y cinco, tenía el pelo castaño salpicado de gris y una cara infantil que revelaba todas las señales de un consumo excesivo de carbohidratos. No estaba exactamente gordo, pero sí entrado en carnes. Llevaba una ropa informalmente elegante: una camisa azul descolorida abrochada de arriba abajo, por fuera de los pantalones, que eran de algodón y muy lavados, y zapatillas de deporte Converse blancas. A pesar de que supuestamente había pasado una semana pescando en un barco, bajo el ardiente sol del Caribe, estaba exageradamente pálido, y pensé que quizá fuera uno de esos obsesionados con el cáncer de piel que ven melanomas agazapados debajo del más mínimo oscurecimiento de sus pigmentos.
Me alargó una mano, que estreché, y su apretón fue blando, sin fuerza: el apretón de alguien a quien le da lo mismo la impresión que da.
– Usted debe de ser David -dijo.
– Yo mismo.
– Entonces, por lo que he oído, un Bloody Mary es lo que necesita.
– ¿Ah sí? ¿Y qué es lo que ha oído exactamente?
– Mi esposa me ha dicho que los dos empinaron el codo anoche. -Miró en mi dirección, pero no directamente a mí, como si fuera un poco miope y no pudiera enfocar los objetos a una cierta distancia-. ¿Es correcto?
Elegí las palabras con cuidado.
– Fue una noche un poco… remojada-dije.
– Un poco remojada -dijo él, con una voz todavía suave, pero levemente insinuante-. Qué forma más bonita de decirlo. Pero teniendo en cuenta la «humedad» de anoche…
Hizo un gesto hacia Meg y la bebida de la bandeja. Una parte de mí deseaba rechazarla, pero la otra parte me decía que le siguiera el juego, sobre todo porque realmente necesitaba una cura urgente para la resaca.
Así que cogí el Bloody Mary de la bandeja, lo levanté en dirección a Fleck, y me lo tragué de un tirón. Después volví a dejarlo en la bandeja y sonreí directamente a Mein Host.
– Por lo visto tenía sed -dijo-. ¿Otro, tal vez?
– No, gracias. Uno basta.
Fleck hizo un gesto hacia Meg para que se retirara. A mí me indicó que me sentara en el sillón Eames. Él se situó frente a mí, en el sofá, pero de forma que no tenía que mirarme, sino que podía hablar en diagonal, hacia la pared más próxima.
– Bien-empezó suavemente-, una pregunta para usted.
– Dispare-dije.
– ¿Cree que mi esposa es alcohólica?
Cuidado, chico…, alerta.
– No sabría decirle.
– Pero ha pasado dos noches bebiendo con ella.
– Sí, eso es verdad.
– Y ella bebió mucho en las dos ocasiones.
– Como yo.
– ¿Entonces usted también es alcohólico?
– Señor Fleck…
– Puedes llamarme Philip. Deberías saber que Martha te puso por las nubes. La verdad es que ella también estaba en las nubes cuando lo hizo. Pero eso forma parte del encanto de Martha, ¿no te parece?
No dije nada. Porque no sabía qué demonios decir.
Y Fleck se conformó dejando que nos sumiéramos en un incómodo silencio, que duró casi un minuto, antes de decidirse a romperlo.
– ¿Cómo fue la pesca? -pregunté.
– ¿La pesca? No estaba pescando.
– ¿No estaba pescando?
– No.
– Pero me dijeron…
– Te informaron mal.
– Ah. Pues si no estaba pescando…
– Estaba en otra parte. En Sao Paulo para ser exactos.
– ¿Negocios?
– Nadie va nunca a Sao Paulo por placer.
– Es verdad.
La conversación volvió a decaer. De nuevo, Fleck miró fijamente en diagonal hacia la pared. ¿A qué diablos jugaba? Por fin, tras un interminable minuto de silencio, Habló.
– Bien, querías verme -dijo.
– ¿Yo?
– Eso me han dicho.
– Pero…
– ¿Sí?
– Pero si me invitó usted.
– ¿Ah, sí?
– Sin ninguna duda.
– Ah, ya.
– Creía que quería verme.
– ¿Para qué?
– El guión.
– ¿Qué guión?
– El guión que escribí.
– ¿Escribes guiones?
– ¿Se está haciendo el gracioso?
– ¿Parece que intente hacerme el gracioso?
– No, parece que esté jugando a algo conmigo.
– ¿Y a qué estoy jugando?
– Sabe por qué estoy aquí.
– Repítemelo.
– Déjelo -dije, poniéndome de pie.
– ¿Disculpa?
– He dicho que lo deje…
– ¿Por qué lo has dicho?
– Porque me está tomando el pelo.
– ¿Estás enfadado?
– No, me voy y basta.
– ¿He hecho algo mal?
– No pienso entrar en eso.
– Porque si he hecho algo mal…
– Esta conversación ha terminado. Adiós.
Y me dirigí a la puerta. Pero la voz de Fleck me detuvo.
– David…
– ¿Qué? -dije, volviéndome.
Fleck me miraba directamente, con una gran sonrisa maliciosa en la cara, y una copia de mi guión en la mano derecha.
– Te pillé -dijo. Y como yo no dibujé inmediatamente una gran sonrisa de cien vatios queriendo decir «¡Eh, menuda broma!», dijo-: Espero que no estés demasiado enfadado conmigo.
– Después de esperarle durante una semana, señor Fleck…
Me interrumpió.
– Tienes razón, tienes razón, y te pido disculpas. Pero hombre, ¿qué es una bromita a lo Harold Printer entre colegas?
– ¿Somos colegas?
– Lo espero con fervor. Porque personalmente deseo producir ese guión.
– ¿Ah, sí? -dije, intentando parecer indiferente.
– Creo que lo que has hecho en la nueva versión del guión es notable, es como una película de ladrones reconstruida y con un substrato político realmente riguroso. Has tocado el malestar inherente del consumismo sin freno, el sentido de tedio que se ha convertido en el fundamento de la vida estadounidense actual.
Aquello era nuevo para mí, pero si había algo que había aprendido del mundo del cine era esto: cuando un director empezaba a contarte entusiasmado de qué iba tu película, era mejor asentir con la cabeza con una expresión de sabio consenso, aunque creyeras que no decía más que chorradas.
– Por supuesto -dije-, antes que nada es una película de género…
– Precisamente -dijo Fleck, indicándome que volviera a sentarme en el sillón Eames-. Pero subvierte el género, la forma como Jean-Pierre Melville redefinió la leyenda existencial del asesino a sueldo en Le Samourai.
¿La leyenda existencial del asesino a sueldo? Por favor…
– En esencia, de todos modos -intervine-, se trata de un par de tíos que intentan robar un banco en Chicago.
– Y yo sé cómo filmar ese atraco.
Durante la siguiente media hora, me describió, encuadre por encuadre, cómo rodaría el atraco (utilizando una telecámara al hombro y una película granulada «para dar una auténtica impresión de cine de guerrilla»). Después me habló de sus ideas para el reparto.
– Sólo quiero actores desconocidos. Y para los protagonistas, estoy pensando en esos dos actores increíbles que vi el año pasado en la Berliner Ensemble…
– ¿Cómo andan de inglés? -pregunté.
– Eso se puede solucionar -dijo.
Evidentemente, yo podría haber mencionado el pequeño problema de credibilidad de meter a dos actores con un fuerte acento alemán en la piel de un par de curtidos veteranos del Vietnam, pero me mordí la lengua. Al fin y al cabo, durante aquel épico monólogo, mencionó que estaba pensando en un presupuesto de cuarenta millones de dólares para la película, una cifra absurda para una supuesta obra de cine de guerrilla, pero quién era yo para cuestionar de qué forma quería tirar su dinero. Especialmente cuando recordé lo que me había dicho Alison antes de ir a la isla: «Sé que puedo sacarle un montón de dinero. En este caso, será un contrato con una cantidad al contado, Dave. Un millón redondo. Y te prometo que lo pagará. Porque aunque los dos sepamos que registrar tu guión a su nombre fue una forma de engatusarte, no querrá que se haga público. No hará falta ni que se lo pidamos, pagará lo que sea para que no se sepa».