– Unos días más significa que no estarás aquí este fin de semana.
– ¿Qué te parece si me la quedo los dos o tres próximos fines de semana?
– Ni hablar.
– Por favor, Lucy, sé razonable.
– ¿Quieres que sea razonable? Esto es razonable: vete a la mierda.
– Ésa sí es una respuesta madura.
– Igual que abandonar a tu esposa y a tu hija…
– Lo único que te pido es que me escuches.
– David, escucha. Estoy segura de que tienes una excusa perfectamente legítima para anular este fin de semana. Pero me da lo mismo si Spielberg te ha convocado a una reunión privada. Te habías comprometido con tu hija. Vas a cumplir ese compromiso.
– ¿Y qué pasa si no me presento?
– Entonces llamaré a mi abogada y le diré que se presente al juez más comprensivo y cercano y consiga una orden impidiéndote ver a tu hija.
Largo silencio. El teléfono me temblaba en la mano.
– Es una amenaza terrible.
– Me da lo mismo.
– Mi hija necesita a su padre.
– Exactamente, por eso mismo espero que estés aquí esta tarde.
– No puedo creer que me amenaces con impedirme ver a Caitlin.
– Bienvenido al mundo de la causa-efecto, David. Seguiste la llamada de tu pene, por no hablar de tu ego, y destrozaste tu bonita familia. El resultado es que ahora te odio. Lo que, a su vez, significa que no me importa si te ocasiono algún daño profesional insistiendo en que vengas este fin de semana. Tampoco me importa si eso nos lleva a una desagradable batalla legal, porque tú acabarás pagando la factura. Pero que sepas esto, David: si no estás aquí esta tarde, voy a sacar el armamento táctico nuclear. Y no volverás a ver a tu hija durante mucho tiempo.
Después de eso, colgó.
Me quedé un buen rato sentado en la cama, furioso con Lucy por su intransigencia vengativa, pero también furioso conmigo mismo por haber creado aquel caos emocional. Era evidente que Lucy estaba fuera de sí. Era evidente que actuaba irracionalmente. Pero por mucho que me indignara su necesidad de castigarme, no podía evitar pensar: «Recoges lo que has sembrado». Estaba pagando el precio.
Así que me levanté y volví a la Sala Grande, donde Philip Fleck me miró y preguntó:
– ¿Podemos empezar ya?
– Mi agente está fuera de la ciudad…
– Pero sin duda podremos localizarla. Y, si no, puedo hacer que transfieran la mitad del millón cuatrocientos mil a tu cuenta esta tarde.
– Eso es increíblemente generoso, y le honra, pero no es realmente el problema. La cuestión es que tengo una pequeña crisis familiar en California.
– ¿Es cuestión de vida o muerte? -preguntó.
– No, pero si no me presento, mi ex esposa va a descuartizarme legalmente.
– ¡Que le den! -exclamó.
– No es tan fácil.
– Sí lo es. Al fin y al cabo con un millón cuatrocientos mil se pueden pagar muy buenos abogados.
– Pero hay una niña por medio.
– Lo superará.
«Puede que sí. Pero puede que yo no sea capaz de soportar la culpabilidad.»
– Mi propuesta es la siguiente -dije-: deje que vaya a San Francisco ahora y estaré de vuelta a primera hora de la mañana del lunes.
Fleck volvió a contemplarse las uñas.
– No estaré -dijo.
– Entonces puedo ir donde usted me diga.
– La semana que viene es imposible.
– ¿Y la otra semana? -dije, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.
Porque había vulnerado la norma número uno de los guionistas de cine: me había demostrado demasiado dispuesto, lo cual significaba que parecía que necesitaba el trabajo. O, aún peor, que necesitaba mucho el dinero. Que era cierto, pero en Hollywood (y especialmente con un tipo tan imprevisible como Fleck), siempre tenías que comportarte como si pudieras vivir sin cerrar tratos de un millón de dólares. Gran parte del juego consistía en mantener una actitud de dominio personal absoluto, y no admitir jamás dudas o (el peor de los horrores) necesitar a alguien. En este caso, yo no necesitaba escribir aquel guión y, de hecho, tenía serias dudas acerca de su legitimidad creativa. Pero ¿cómo iba a resistirme a aquellos absurdos honorarios, sobre todo cuando estaba seguro de que Alice podía redactar un contrato de forma que no tuviera problemas para retirar mi nombre de los créditos, y en consecuencia podía negar conocimiento de las modificaciones y deformaciones obsesivo-fecales de Fleck con mi obra original?
La cuestión era que Fleck ahora se daba cuenta de que me había puesto en un delicioso dilema: quédate el fin de semana y empieza a trabajar con un contrato de un millón cuatrocientos mil dólares, o vete y…
– Me temo que éste es el único fin de semana que tengo libre -dijo con firmeza-. Y si he de ser sincero, estoy bastante desilusionado con tu actitud, David. Al fin y al cabo viniste aquí para hablar conmigo, ¿no?
Adopté un tono de voz tranquilo y razonable.
– Philip, dejemos las cosas claras. Me hizo venir aquí para hablar del guión. Me ha hecho esperar siete días, toda una semana, durante la cual podríamos haber trabajado muchísimo en el texto. En cambio…
– ¿Has estado esperando siete días?
Oh, no, otra vez en la zona ignota.
– Lo he mencionado al principio de la conversación -dije.
– Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho nadie?
– No tengo ni idea, Philip. Pero a mí me hicieron creer que sabía perfectamente que le estaba esperando aquí.
– Lo siento -dijo, de repente distante y vago otra vez-. No tenía ni idea.
Menudo mentiroso. Su habilidad para desconectar de repente y fingir que sufría amnesia o un raro despiste era increíble, hasta el punto de que parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Era como si bruscamente te borrara del medio cuando decías o hacías algo que no encajaba en sus planes, en su visión del mundo. En cuanto eso sucedía, apretaba el botón mental de «Borrar», y te mandaba a la carpeta «Tierra de nadie».
– Bueno… -dijo, mirando el reloj-. ¿Hemos terminado?
– Usted decide.
Se puso de pie.
– Hemos terminado. ¿Necesitas decirme algo más?
«Sí, que eres un supremo gilipollas.»
– Creo que el próximo paso le toca darlo a usted -dije-. El nombre y el teléfono de mi agente están en el cuaderno. Estaré encantado de modificar el guión según lo que hemos hablado. Como no voy a empezar a trabajar en la próxima temporada de Te vendo hasta dentro de dos meses, éste sería un buen momento para ponerme a trabajar en lo suyo. Pero repito que usted decide.
– Bien, bien -dijo, mirando por encima de mi hombro a uno de sus funcionarios que sostenía un móvil en una mano, y le hacía señas silenciosas de que debía responder aquella llamada-. Gracias por venir. Espero que te haya sido útil.
– Oh, no sabe cuánto -dije, con una punta de sarcasmo evidente en mi voz-. Me ha sido muy útil.
Me miró perplejo.
– ¿Estás siendo sarcástico?
– De ninguna manera -protesté, con más sarcasmo si cabe.
– ¿Sabes qué problema tienes, David?
– Ilumíneme.
– No sabes aceptar una broma.
Y esbozó otra de sus sonrisas «¡Te pillé!».
– ¿Quiere decir que sí quiere trabajar conmigo? -pregunté.
– Por supuesto. Y si tengo que esperar un mes, esperaré.
– Ya le he dicho que puedo ir donde usted quiera.
– Entonces dejaremos que mis abogados hablen con tu agente, y cuando todo el asunto del contrato esté resuelto, quedaremos un fin de semana en alguna parte, y los dos trabajaremos en el guión. ¿Te parece bien?
– Sí, muy bien -dije, sin saber ya qué pensar.
– Bien, si tú estás contento, yo también -dijo estrechándome la mano-. Me alegro de que trabajemos juntos. Creo que vamos a hacer algo fuera de serie, algo que no olvidarán fácilmente.
– Estoy seguro.
Me dio una palmadita en el hombro.