– Que tengas un buen vuelo, amigo mío. -Y a continuación pronunció esas tres palabras que ningún autor se cree-: Estaremos en contacto.
Y se marchó.
Meg, que estaba de pie en un rincón de la sala, se acercó y dijo:
– El helicóptero está preparado, señor. ¿Necesita algo más antes de marcharse?
– Absolutamente nada -dije, y le di las gracias por haberme atendido.
– Espero que su estancia aquí le haya sido útil, señor -dijo con la más ligera de las sonrisas.
El helicóptero me llevó a Antigua. El Gulfstream me llevó a San Francisco. Aterrizamos según el horario previsto poco después de las tres. Como me habían prometido, nos esperaba una limusina, que me llevó a casa de Lucy en Sausalito. Caitlin salió corriendo a recibirme y se lanzó a mi cuello. Su madre salió de la casa, mirándome furiosa, mirando furiosa la limusina.
– ¿Intentas impresionarnos? -preguntó, pasándome la bolsa de Caitlin.
– Lucy, ¿alguna vez he logrado impresionarte? -pregunté.
Caitlin nos miró ansiosamente, implorando con la mirada que no empezáramos una de nuestras peleas verbales, que se producían inevitablemente cada vez que hablábamos. De modo que la hice entrar rápidamente en la limusina, informé a Lucy de que estaríamos de vuelta el domingo a las seis, y le dije al chófer que nos llevara al Mandarin.
– ¿Por qué tienes este coche tan grande? -preguntó Caitlin mientras cruzábamos el puente, de vuelta a San Francisco.
– Alguien a quien le gusta como escribo me lo ha dejado para el fin de semana.
– ¿Podrás quedártelo?
– No, pero podemos disfrutarlo este fin de semana.
A Caitlin le pareció estupenda la suite del ático del Mandarin Oriental. A mí también, porque estaba en el piso cincuenta y ocho y tenía vistas a la bahía, los dos puentes, el perfil reluciente de la ciudad y el panorama completo de una ciudad de aspecto tan melodramático. Con la nariz pegada al amplio ventanal de la suite, Caitlin me preguntó:
– ¿Podemos pasar aquí todos los fines de semana que vengas a verme?
– Me temo que es un regalo sólo para este fin de semana.
– ¿Del mismo hombre rico?
– Exactamente.
– Pero si le sigues gustando… -añadió ella esperanzada.
Me eché a reír.
– Las cosas no funcionan así -dije, con ganas de añadir: «Y menos en la industria del cine».
Caitlin me dijo que no quería salir aquella noche, que estaba encantada de estar en aquella habitación con vistas. Así que pedimos la cena en la habitación y mientras esperábamos que llegara, sonó el teléfono y oí una voz que llevaba una semana sin oír.
– ¿Cómo va todo, chico? -preguntó Bobby Barra.
– Qué sorpresa tan agradable -dije-. ¿Sigues en Nueva York?
– Sí, sigo intentando salvar aquella puta OPI desde la retaguardia. Pero es como querer poner una tirita en una vena de la yugular seccionada.
– Qué bonita imagen, Bobby. ¿Puedo adivinar cómo has sabido que estaría aquí?
– Sí, me lo ha dicho Philip. Oye, he hablado con él en persona y me ha dicho que le caes bien.
– No me digas.
– Eh, ¿a qué viene ese tono sarcástico?
– Me ha tenido una semana esperando, Bobby. Una semana. Después se ha presentado una hora antes de que me marchara, y al principio ha hecho como si no me conociera, y luego ha hecho como si quisiera trabajar conmigo, y después ha hecho como si yo fuera el hombre invisible cuando le he dicho que tenía que volver para ver a mi hija. Y al final, se ha puesto en plan colega otra vez, y ha dicho que estaba deseando colaborar profesionalmente conmigo. En otras palabras, ha jugado conmigo y no me ha hecho ninguna gracia.
– Oye, no sé qué decirte. Entre nosotros, es un tipo raro. Como que a veces creo que viene de otro planeta… Pero también tiene veinte mil millones de dólares, y me ha dicho que está deseando hacer esa película contigo.
– Sus ideas creativas no valen una mierda, ¿sabes? -dije interrumpiéndole-. De hecho, está obsesionado con la mierda.
– ¿Y qué? Al fin y al cabo la mierda tiene su integridad…, sobre todo cuando viene con una etiqueta de siete cifras en el precio. Olvídate de los malos modales del tipo, disfruta del Mandarin, diviértete con tu hija, y dile a tu agente que esperas una llamada de los abogados de Fleck la semana que viene.
Sin embargo, cuando le conté la historia a Sally, en cuanto volví a Los Ángeles el domingo por la noche, dijo que, en su opinión, había poquísimas posibilidades de que Fleck volviera a llamarme.
– Ha jugado contigo, como si fueras el juguete de la semana. Pero al menos te has bronceado. ¿Conociste a alguien en la isla?
Decidí que era mejor no mencionar mi velada con la señora Fleck, de modo que dije que no, y entonces dirigí la conversación al tema al que Sally estaba deseando volver: su triunfal gestión de la crisis Stu Barker y cómo había convertido a su antiguo adversario en su gran aliado y protector en sólo una semana. Hasta el punto de que, en realidad, le había dado carta blanca con la programación de otoño, y estaba diciendo por las alturas de la Fox que ella era la persona clave en aquel momento.
Ah, y en algún instante de aquel heroico relato de su última conquista profesional, mencionó que me había echado de menos y que me amaba locamente. La besé y le dije las mismas cosas. Después fuimos a la cama y logramos un orgasmo simultáneo en los habituales diez minutos programados, y justo antes de quedarnos dormidos. Sally me dijo lo feliz que era, y más ahora que los dos estábamos ascendiendo.
– Todo el mundo tiene su momento -dijo-. Éste es el nuestro.
Y en cierto modo tenía razón. Porque para mi inmensa sorpresa, el abogado de Fleck llamó a Alison una semana después para discutir los términos y condiciones del contrato. Fue todo muy claro y directo. No se discutió el millón cuatrocientos mil dólares de estipendio por mis servicios. No se discutió la cláusula que me permitía retirar mi nombre de los créditos porque, como me informó Alison:
– Las cosas como son, un contrato de un millón cuatrocientos mil le haría caer la baba a cualquiera, a mí especialmente. Pero si piensa seguir con sus fantasías sobre excrementos, no hay duda que no queremos ver tu nombre relacionado con esa estupidez, por eso he insistido en esa cláusula de «toma el dinero y corre».
– ¿Crees que estoy loco por meterme en esto? -pregunté.
– Por lo que me has contado, el tipo se ha escapado de algún manicomio. Pero mientras no lo olvides, y mientras tengamos un contrato blindado que te proteja, el precio está bien. Sin embargo, es mejor que no dediques más de dos meses a este trabajo, porque no tengo ninguna duda de que tendrás otras ofertas profesionales.
Alison tenía razón, por supuesto. Cuando la segunda temporada de Te vendo llegó a la pequeña pantalla un mes después, fue un éxito inmediato.
«Si los dos primeros episodios demuestran algo -escribieron en The New York Times-, es que David Armitage no era una flor de un día. Sus guiones espléndidamente estructurados y corrosivamente mordaces de estos dos programas de la nueva temporada demuestran que es uno de los grandes autores cómicos de nuestro tiempo, con una vena absurda que logra captar la inherente complejidad social del lugar de trabajo estadounidense contemporáneo.»
Muy agradecido. Las críticas, junto con el boca-oreja y un considerable número de admiradores de la primera temporada, garantizaban unas audiencias espectaculares. Tan espectaculares que, tras el tercer episodio, la FRT dio el visto bueno a la tercera temporada y Alison negocio un contrato de producción y creación por un millón cuatrocientos mil dólares. Más o menos en la misma época, la Warner Brothers me ofreció un millón enterito para escribir la película que me diera la gana. Naturalmente, acepté.
Le mencioné este acuerdo con la Warner a Bobby Barra durante una llamada, poco después del estreno de la temporada de Te vendo. Me felicitó y me preguntó si quería ser uno de los pocos privilegiados que podrían invertir en una OPI muy segura para un motor de búsqueda asiático que con toda garantía sería un número uno en China y el Sureste Asiático.