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– Esto es exactamente lo que no vamos a hacer -dijo Tracy Weiss, cuando le propuse mi enfoque beligerante al inicio de la reunión.

Nos reunimos en el despacho de Brad, sentados a la «mesa de ideas» (como la llamaba él) circular donde normalmente discutíamos los nuevos temas para la serie. Sin embargo, aquella mañana, Brad, Tracy y Bob Robison me recibieron con palabras de apoyo y caras tensas que delataban su miedo, y que dejaban claro también que, en última instancia, aquélla no sería una situación comunal del tipo «la culpa es de todos». Por el contrario, desde el momento en que me senté frente a los tres a la mesa, me di cuenta de que, a pesar de que aquello era, corporativamente hablando, su problema, yo era el acusado. Y si había un castigo, me tocaría a mí cumplirlo.

– El hecho es, David -dijo Tracy-, que por mucho que MacAnna sea en el mejor de los casos una escoria vengativa, te tiene pillado por los cojones. Lo que significa que, nos guste o no, tenemos que ir con cuidado con todo esto.

Alison, sentada a mi lado, encendió un cigarrillo y dijo:

– Pero lo que está haciendo MacAnna es como intentar condenar a David por no cruzar la calle por la zona peatonal.

– No te enrolles, Alison -dijo Bob Robison-. Tiene pruebas. Y eso es lo que se necesita para condenar a alguien, te lo dice un ex miembro del Colegio de Abogados de California. Los motivos no cuentan una mierda si te pillan con las manos en la masa.

– Pero esto es diferente -dije-. El supuesto plagio fue subliminal…

– Vaya puta excusa -dijo Bob Robison-. No querías hacerlo, pero lo hiciste.

– Es una buena puta excusa -intervino Alison-, porque en la mitad de los casos los autores no saben de dónde procede su inspiración.

– Por desgracia, Theo MacAnna ha desvelado esa incógnita en el caso de David -objetó Robison.

– No lo hice aposta -protesté.

– Mis condolencias -dijo Robison-, y lo digo en serio. Ya sabes cuánto te aprecio. Pero el hecho es el mismo: ha sucedido. Has plagiado. Puede que no quisieras plagiar, pero lo has hecho. Decir lo contrario ahora sería como lo del hombre a quien su esposa pilla en la cama con otra mujer, y él salta de la cama, desnudo, gritando: «¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido!».

– ¿Ella le cree? -preguntó Brad con una sonrisita.

– ¿Tú qué crees? -dijo Robison; después se volvió hacia mí-: ¿Entiendes lo que quiero decir, David?

Asentí.

– Os repito a Alison y a ti que quiero que sepáis que te apoyamos en todo. Que no te abandonaremos -dijo Brad.

– Es muy conmovedor, Brad -dijo Alison secamente-, y espero no tener que recordarte esta promesa.

– Vamos a presentar batalla -dijo Tracy-, pero de una forma que no parezca ni agresiva ni defensiva. La idea es cerrar cualquier discusión o investigación ulterior emitiendo un comunicado en el cual David admita culpabilidad accidental…

– Buena frase -dijo Robison.

– … pero en el que no nos arrodillamos. El tono va a ser muy importante. Como lo es el tono que tú mantengas en la entrevista con Craig Clark.

– ¿Crees que será comprensivo? -preguntó Brad.

– En primer lugar y sobre todo, es un periodista del mundo del espectáculo. Y un artículo como éste…, en fin, espero que tenga bastante conocimiento de la industria, especialmente de los autores, para comprender cómo ha podido suceder algo así involuntariamente. Por otro lado, no es una rata maliciosa como MacAnna. Le daremos la entrevista en exclusiva con David, y le encanta el programa. Confiemos en que decida que el artículo merece ser tratado como algo marginal y nada más.

Pasamos la hora siguiente elaborando (cómo odio ese verbo) la declaración oficial de la FRT, en la que la empresa reconocía que inadvertidamente yo había incluido en mi texto algunas líneas de Primera plana, que lamentaba enormemente aquel «error involuntario» (palabras de Tracy, no mías), y me había sentido consternado cuando me lo habían señalado. Había una cita de Bob Robison declarando que aceptaba mi explicación de la «inclusión» y que la cadena me daba todo su apoyo, hasta el punto de que, como se había informado en la prensa el mes anterior, acababan de firmar un contrato conmigo para la próxima temporada de Te vendo (fue Alison la que insistió en que incluyeran esa línea en el comunicado, para recordar a todo el mundo que no sólo estaban de mi parte, sino que seguirían «manteniendo la relación»).

Finalmente, había una declaración mía, en la que aparecía muy contrito, pero también sinceramente estupefacto por cómo podía haber sucedido: «Los escritores son como esponjas: lo absorben todo, después lo reciclan, a veces sin ni siquiera darse cuenta. Sin duda ha sido éste el caso de las cuatro líneas de diálogo de Primera plana que han acabado incluidas en un episodio de la temporada pasada de Te vendo. Lo reconozco: Primera plana es una de mis obras preferidas e incluso la representé en la universidad.

Sin embargo fue en 1980, y no la he visto ni leído desde entonces. ¿Cómo, entonces, han acabado un puñado de líneas incomparables de Ben Hecht y Charles MacArthur en mi guión? Sinceramente, no lo sé. Eso no excusa esta inclusión accidental (palabras de Tracy otra vez), que me ha hecho sentir muy avergonzado, como se sentiría cualquier escritor. Nunca he utilizado intencionadamente las palabras de otro autor. Es un error aislado, y lo único que puedo alegar es confusión mental, más conocida como sacar una broma del desordenado almacén de mi cerebro, sin recordar dónde la había oído la primera vez».

Discutimos la declaración confesional a fondo. Bob Robison deseaba que fuera un mea culpa y basta (es católico al fin y al cabo). Alison quería que mantuviera una actitud de disculpa, pero que al mismo tiempo fuera desafiante, insistiendo en que se trataba de una nadería; ¿o acaso las bromas de unos no acaban siempre en el material de otros? Pero fue Tracy la que me animó a equilibrar la contrición con el ingenio, y a mostrarme al mismo tiempo apesadumbrado e irónico con el asunto.

– Éste es también el tono que debes mostrar con Craig Clark -dijo Tracy cuando terminamos de redactar mi declaración.

Apenado, avergonzado, pero con «irónica complicidad», sea lo que sea eso.

Craig Clark resultó ser una persona bastante agradable para ser periodista. Aunque ninguno de los que estábamos allí dejó entrever que conocía la historia que había tenido con Tracy, todos observamos con interés cómo le trataba ella. Y cuando el imbécil de Bob comentó algo así como «¿No acabas de ser padre otra vez hace poco?» (después tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su incomodidad), Craig evitó mirar a Tracy mientras contestaba que efectivamente, él y su esposa (con la que evidentemente se había reconciliado) estaban encantados con su hija de cuatro meses, Mathilda. La sonrisa congelada de relaciones públicas de la pobre Tracy era tan tensa que parecía a punto de resquebrajarse. Lo sentí sinceramente por ella.

Aun así, se comportó de forma totalmente profesional. Después de hacer salir a los demás del despacho de Bob, se sentó discretamente en un rincón mientras Craig me atormentaba a preguntas. Tenía cuarenta y pocos años: era bajo y fornido, y demasiado nervioso en su comportamiento, pero absolutamente profesional y bastante comprensivo, para mi alivio.