– ¿Ah, sí?
– Qué puedo decirte…, es una semana mala para los cotilleos en el mundo del espectáculo. Tal vez si tenemos suerte, en las próximas cuarenta y ocho horas pillarán a algún actor famoso con una mexicana clandestina menor de edad, y nos robará un poco de atención. Sin embargo, por ahora, estás a punto de convertirte en el tema de las habladurías de la ciudad. Y el rumor está corriendo deprisa.
– Qué maravilla.
– Pero la buena noticia es que Latouche está indignado con las acusaciones de MacAnna, sobre todo porque él mismo puede citar al menos un par de docenas de ejemplos de unas pocas líneas del guión de otro que han acabado inocentemente utilizadas en alguna parte. En fin, quería que supieras que la asociación te apoya plenamente, y que piensa dar un comunicado de prensa mañana por la mañana, confirmándolo y también condenando a MacAnna por convertir una tontería en una noticia infamante.
– Más tarde llamaré a Latouche para darle las gracias.
– Buena idea. Ahora mismo necesitamos a buenos tiradores de tu parte.
Llamaron a la puerta y entró Tracy, con una copia del comunicado de prensa.
– Ya está. Los peces gordos de la central de Nueva York le han dado el visto bueno.
– ¿Cómo se lo han tomado? -preguntó Alison.
– No están muy contentos, a nadie le gustan los escándalos. Pero le dan todo su apoyo a David, y quieren que este asunto concluya cuanto antes mejor.
Alison le contó lo de la declaración de Latouche y a Tracy no le hizo gracia.
– Está bien tener su apoyo, Alison -dijo-, y te agradezco que te preocuparas por esto, pero ojalá me lo hubieras consultado primero.
Alison encendió otro cigarrillo.
– No sabía que trabajara para ti, Tracy -comentó.
– Ya sabes a qué me refiero -insistió Tracy.
– Sí, eres una obsesa del control.
– Alison… -intervine.
– Tienes razón -dijo Tracy-. Soy una obsesa del control. Y quiero controlar esta situación para que la carrera de tu cliente no salga perjudicada. ¿Eso te molesta?
– No, pero tu tono sí -siguió Alison.
– Y tus cigarrillos están poniendo a prueba mi «obsesión por el control» -estalló Tracy-. Porque resulta que está prohibido fumar en estas oficinas.
– Entonces será mejor que me largue -dijo Alison.
– Alison, Tracy -intervine-, ¿por qué no nos tranquilizamos un poco?
– Claro -aceptó Alison-, y ya puestos, podemos abrazarnos y soltar una lagrimita y alcanzar la iluminación.
– No quería molestarte, Alison -dijo Tracy.
– Esta mierda de situación es lo que me molesta, y lo digo como un intento de disculpa.
– ¿Cenamos esta noche? -le pregunté a Alison.
– ¿Dónde está tu enamorada?
– Vigilando un piloto que se está rodando en Seattle.
– Entonces invito a los martinis. Necesitamos seis por cabeza como mínimo. Ven al despacho sobre las seis.
Después de que Alison se marchara, Tracy se volvió hacia mí y dijo:
– Si no te importa que te lo diga, es un pedazo de mujer, y tienes mucha suerte de tenerla de tu parte. Creo que sería capaz de matar por ti.
– Sí, es bastante feroz, y absurdamente leal.
– Pues tienes suerte. Eliminaron la palabra «lealtad» hace mucho tiempo del vocabulario de Los Ángeles.
– ¿Pero puedo contar con la tuya, no?
– Por supuesto -contesto rápidamente-. Forma parte del servicio. Además creo que en este asunto te la han jugado.
– ¿Y ahora qué hago?
– Esperar y ver qué pasa con el artículo de MacAnna, y cuál es la reacción a la entrevista de Daily Variety. Te diré algo: las próximas setenta y dos horas son cruciales. Si el lunes por la mañana la noticia está muerta, hemos ganado. Si todavía le queda cuerda, tenemos un problema.
– Me parece que va a ser un fin de semana largo.
– Muy largo, me temo.
Pero al mediodía del día siguiente, la sensación era de que habíamos ganado la guerra de las relaciones públicas. Aunque Los Angeles Times publicó un breve artículo en la sección de «Espectáculos» sobre la columna de MacAnna, los demás periódicos de ámbito nacional no recogieron la noticia, una buena señal de que el asunto se consideraba un cuento de Hollywood, y poco más. El Hollywood Reporter, por su parte, publicó dos largas páginas sobre las cuatro malditas líneas de diálogo; era un reportaje equilibrado, con mis disculpas (del comunicado de prensa) y la justificación de Larry Latouche de mi postura. Mejor aún fue el artículo de Craig Clark en Daily Variety, que se ponía de mi parte, y señalaba que durante nuestra entrevista en exclusiva me había mostrado totalmente abierto acerca del «plagio incidental», y «no había intentado echar cortinas de humo o añadir justificaciones exageradas al estilo Clinton por su error involuntario». Continuaba citando a cinco autores famosos de televisión y cine (a los que evidentemente había localizado el día anterior), y todos ellos salían en mi defensa. Pero el golpe de gracia lo daba un comentario que Clark había obtenido de Justin Wanamaker, un hombre que (junto con William Goldman y Robert Towne) era considerado uno de los guionistas más eminentes de los últimos treinta años. En un comunicado preparado (que según decía Clark, Wanamaker le había mandado por correo electrónico en exclusiva para Variety) sencillamente hundía el cuchillo en la espalda de Theo MacAnna. Y lo retorcía un par de veces: «Hay periodistas serios del mundo del espectáculo y hay pugilistas de moral sospechosa como Theo MacAnna, que no dudan ante la posibilidad de destrozar una carrera con presuntas insinuaciones de plagio, basadas en la inconsistente premisa de que tomar prestada una broma constituya un pecado mortal, merecedor de ser denunciado ante la Inquisición. Hay algo profundamente deplorable en ver a un escritor de tres al cuarto atacar a uno de los talentos cómicos más auténticos que existen actualmente en Estados Unidos».
A Tracy le entusiasmó el artículo de Craig Clark, así como a Brad y a Bob Robison y, por supuesto, a Alison.
– Hasta hace sólo cinco minutos, siempre pensé que Justin Wanamaker era un pedante pomposo -dijo-. Pero ahora le nominaría para el premio Nobel. El tipo es un artista. Espero que esto destruya la reputación de esa rata.
Sally también me llamó desde Seattle, encantada con el artículo de Variety.
– Esta mañana no han parado de llamarme, con muestras de solidaridad y diciendo lo mal que te han tratado, y lo elegante que has sido en la entrevista de Variety. Estoy muy orgullosa de ti, mi vida. Lo has llevado de maravilla: venceremos.
Qué alegría saber que seguíamos siendo «nosotros». Pero no podía culpar a Sally por su enfado del día anterior. La forma en que se había enterado debió de ser muy desagradable para ella, y como cualquiera (yo especialmente) había reaccionado con una mezcla de miedo, rabia e incredulidad.
Pero tenía razón, estábamos dándole la vuelta a una situación potencialmente desastrosa, hasta el punto de que mi contestador y mi correo electrónico, tanto de casa como del despacho, se inundaron de mensajes de apoyo de amigos y colaboradores profesionales. Mejor aún, el sábado, la ola de la marea se volvió contra Theo McAnna, con tres cartas publicadas en las páginas de editorial de Los Angeles Times que recordaban otros casos de plagio involuntario, y que vituperaban el periodismo sensacionalista. Después, en la edición dominical del mismo periódico, llegó un gancho de izquierda arrasador, en forma de un artículo breve de trescientas palabras en la sección de «Miscelánea de Arte», que aseguraba que, antes de ser gacetillero del Hollywood Legit, MacAnna había pasado cinco años intentando entrar en el mundo de la comedia de televisión, sin ningún éxito. Se citaba a un productor de la NBC que decía que habían empleado a MacAnna brevemente como guionista a finales de los noventa, pero que lo habían despedido -y en una muestra de cita vengativa- «cuando quedó claro que su escaso talento seguiría siendo escaso». También se señalaba que, poco después de que la NBC lo echara, la International Creative Management también lo había descartado como cliente.