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Jake Jonas tenía razón: había sido una larga semana de prueba. Además del hecho de que alguien me había señalado acusadoramente en un periódico (una experiencia poco agradable, francamente), lo que me había puesto más nervioso en aquellas circunstancias era darme cuenta de que de no haber ganado mi caso en el tribunal de la opinión pública de Hollywood, el resultado podría haber sido…

Mejor no pensar en eso (me dije a mí mismo). Alégrate de haber salido entero de este desagradable asunto prácticamente intacto. De hecho, como señaló Sally rápidamente (cuando abrimos una botella de champán francés el viernes por la noche para celebrar «el final de mi historia») mi posición había quedado misteriosamente reforzada por aquella tribulación breve pero lacerante.

– A todo el mundo le gusta el contraataque -dijo Sally-. A la gente le gustan las personas que se defienden y son indicadas.

– Entre los autores, el plagio está al mismo nivel que el asesinato. Y la acusación no se borrará nunca.

– Pero tú no plagiaste.

– Deliberadamente, no, al menos.

– No y basta.

– Sigo sintiéndome como un idiota -dije, apoyando la cabeza en el regazo de Sally.

– Eso no es sólo una tontería, también es fútil. Ya lo hemos hablado cien veces esta semana. Fue un error subliminal y no es tan raro. De modo que deja de fustigarte. Te han declarado inocente. Te has librado.

A lo mejor Sally tenía razón. A lo mejor, como los que sufren un accidente potencialmente mortal, toda mi vida profesional había pasado frente a mis ojos, y una semana después del impacto inicial, seguía tambaleante por el shock. Por eso, casi todo el fin de semana dormí hasta tarde, paseé por el loft, leí la nueva novela de Elmore Leonard e intenté borrar todos los pensamientos de mi cabeza.

De hecho, disfruté tanto de aquel fin de semana de indolencia que decidí alargarlo hasta mitad de semana. A pesar de que seguramente habría debido continuar planificando la siguiente temporada de Te vendo, decidí hacer el papel de flaneur durante unos días: vagabundeé por los cafés de West Hollywood, fui a almorzar con un amigo escritor a un buen restaurante mexicano de Santa Mónica, donde bebimos mucho, compré demasiados cedes en Tower Records, pasé a comprar libros por mi antiguo lugar de trabajo, Book Soup, entré y salí de varias películas de sesión de tarde y en general abandoné momentáneamente todos los compromisos profesionales.

El lunes se fundió con el martes y éste con el miércoles. Y aquella noche, mientras fregaba los platos después de una cena de sushi a domicilio, le dije a Sally:

– ¿Sabes qué?, creo que podría acostumbrarme a esta vida de indolencia.

– Eso lo dices porque no eres indolente. La vida contraria a la tuya siempre parece mejor cuando tienes billete de vuelta a la que llevas. ¿Sabes qué se vuelve un escritor cuando se vuelve demasiado indolente?

– ¿Feliz?

– Yo más bien pensaba en «imposible», o quizá, completamente imposible.

– Vale, vale. No me volveré demasiado indolente.

– Me alegro de oírlo -dijo ella secamente.

– Pero te aseguro que en el futuro pienso tomarme una semana libre cada…

Sonó el teléfono y lo descolgué. Era Brad Bruce. No me saludó, ni hizo ningún comentario de cortesía. Se limitó a preguntar:

– ¿Es un buen momento para hablar?

Su tono no era sólo brusco. También era despegado, frío. Y me puso nervioso inmediatamente.

– ¿Qué pasa, Brad? -pregunté, lo que hizo que Sally me mirara en seguida con expresión preocupada-. Pareces de mal humor.

– Estoy de mal humor y muy preocupado.

– ¿Qué ha pasado?

Un largo silencio.

– Quizá sería mejor que hiciéramos esto cara a cara -dijo.

– ¿Quizá deberíamos hacer qué cara a cara?

Otro largo silencio. Finalmente dijo:

– Tracy acaba de entrar en mi despacho con la edición del viernes de Hollywood Legit. Sí, de nuevo apareces de forma destacada en la columna de Theo MacAnna. De hecho, llenas toda la columna.

– ¿Yo? -dije, ya más atemorizado que nervioso-. Pero es imposible. No he hecho nada malo.

– Eso no es lo que dicen sus nuevas pruebas.

– ¿Sus nuevas pruebas? ¿De qué?

– De plagio.

Tardé un momento en hablar.

– Es una locura. Repito, yo no plagio.

Miré a Sally. Me observaba con los ojos muy abiertos.

– Eso lo dijiste la semana pasada -dijo Brad en un tono bajo-, y te creí. Pero ahora…

– ¿Ahora qué?

– Ahora… ha encontrado tres ejemplos más de plagio en tus guiones para el programa. No sólo eso, también ha encontrado un par de diálogos copiados en las obras que escribiste antes… antes…

¿Antes de ser famoso, quizá? ¿Antes de tenerlo todo? ¿Antes de que me acusaran de ser un ladrón literario, aunque nunca hubiera robado nada intencionadamente? Entonces ¿cómo? ¿Cómo?

Me senté lentamente en el sofá. La habitación daba vueltas. De nuevo mi vida profesional me pasaba ante los ojos. Sólo que esa vez supe que la zambullida no sería como cuando sueñas que caes y acababas aterrizando en la almohada. Aquella vez, la caída era real, y el aterrizaje sería cualquier cosa menos blando.

Capítulo 2

Gracias a las discutibles maravillas de la tecnología, en pocos minutos Tracy escaneó la nueva columna de Theo MacAnna y me la envió. Sally se quedó de pie a mi lado mientras yo me sentaba a leerlo. Pero no me puso una mano consoladora en el hombro, ni me ofreció palabras de apoyo. En el rato que pasó entre el final de mi llamada a Brad y la llegada del artículo, no dijo nada. Nada de nada. Se limitó a mirarme con una expresión parecida a la incredulidad…, la misma clase de incredulidad que había visto en la cara de Lucy la noche que le dije que estaba enamorado de otra. La incredulidad que acompaña a la traición.

Sin embargo, yo no había querido traicionar a nadie, ni siquiera a mí mismo.

Me senté frente al ordenador y me conecté. El correo de Tracy ya había llegado. Lo abrí. El artículo en cuestión estaba en letra negrita. No sólo me asombró su longitud, sino también el título.

«TRAPOS SUCIOS» DE THEO MACANNA

¿el «plagiario accidental» será tan accidental?

Nuevas pruebas desvelan la inclinación del autor de Te vendo, David Armitage, a tomar prestadas líneas de otros.

Como todos sabemos, Hollywood es una industria que cerrará los ojos ante los pecados, veniales o mortales, cometidos por alguno de sus miembros… siempre que el individuo interesado goce de buena protección y sea rentable. Cuando un común mortal como usted y como yo se encontraría para siempre sin trabajo después de ser descubierto en posesión de una relevante cantidad de droga, o atrapado en flagrante delito con una menor, la industria del espectáculo cierra filas en torno a los suyos siempre que se ven salpicados por algún problemilla desagradable. Y cuando muchos periódicos, revistas o institutos de educación superior que se respeten pondrían de patitas en la calle con el enorme perjuicio a cualquier autor o profesor culpable de plagio, Hollywood hace de todo para salvaguardar la reputación de un ladronzuelo literario. Especialmente si el ladronzuelo en cuestión es el autor de una de las series de televisión de éxito del momento.

Hace dos semanas esta columna sostuvo que David Armitage, el brillante creador de Te vendo, además de ganador del premio Emmy, había permitido que un par de bromas de una comedia clásica sobre el mundo del periodismo, Primera plana, acabaran en uno de sus textos. Lejos de reconocer simplemente el error y dejarlo pasar, el señor Armitage y sus amigos de la FRT emprendieron una ofensiva, y buscaron a un comprensivo periodista de Variety para que escribiera su versión de la historia. El mismo, por cierto, que hace un año tuvo una relación sentimental con la directora de publicidad de la FRT, mientras él se tomaba una temporada sabática del matrimonio. Y, antes de poder siquiera pronunciar «nepotismo», muchos eminentes fariseos de Hollywood se alinearon para cantar las alabanzas del señor Armitage y condenar al periodista que se había atrevido a revelar la trasposición de cuatro líneas de un texto a otro.