– Fue durante el desayuno.
– ¿Antes o después de hacer cuentas?
– ¿Por qué te soporto?
– Porque, «como amiga», soy realmente una amiga. Y también porque te guardo las espaldas. Hasta el punto de que el consejo que acabo de darte me costará casi cuarenta mil dólares en comisiones.
– Eres una altruista, Ali.
– No, sólo soy idiota. Pero tu hermana mayor del quince por ciento tiene un último consejo que darte: sé discreto los próximos meses. Ya te van demasiado bien las cosas.
Seguí su consejo. Aunque a Sally y a mí en seguida nos clasificaron como el prototipo de pareja afortunada, no hacíamos ostentaciones. Éramos ejemplares perfectos del Nuevo Hollywood: la clase de personas cultas, con títulos de universidades de prestigio, que por causalidad triunfaban en el turbulento mundo de la televisión. Aunque el dinero no nos faltaba, huíamos de la ostentación. Nuestro loft era de diseño minimalista; mi Porsche Boxter y el Range Rover de Sally se consideraban vehículos simbólicos y bien elegidos: la clase de coches elegantes de gama alta conducidos por personas elegantes de gama alta, que evidentemente habían alcanzado un nivel significativo de éxito profesional, pero también habían resistido las tentaciones de los nuevos ricos en las que suelen caer los que empiezan a «ser alguien». Sí, nos invitaban a las fiestas importantes, a los estrenos importantes, pero no nos dejábamos avasallar por las lisonjas de la fama o la necesidad de mantener un alto perfil público. De todos modos, estábamos demasiado ocupados los dos para añorar el frenesí social. Como todas las ciudades industriales, Los Ángeles es mayoritariamente una ciudad que se acuesta temprano. Así que, con Sally enfrascada en la planificación de una nueva programación para la temporada de otoño, y yo con la segunda temporada de Te vendo en plena producción, apenas teníamos tiempo para hacer vida social, por no hablar de tiempo para nosotros. Descubrí que Sally vivía la vida como si fuera un horario perpetuamente planificado: hasta el punto de que, aunque nunca lo verbalizara así, yo sabía que ella había reservado tácitamente tres «ventanas para hacer el amor» a la semana. Incluso esos raros momentos en que le entraban ganas de improviso de tener relaciones empezaron a parecerme curiosamente premeditados, casi como si hubiera calculado que, las pocas mañanas que no tenía un desayuno con alguien, podíamos encontrar los diez minutos más o menos exigidos para alcanzar un orgasmo cada uno, antes de que empezara su jornada laboral.
A pesar de todo no me quejaba. Porque, exceptuando las frecuentes punzadas de remordimiento por Lucy y Caitlin, todo iba de maravilla. Tenía éxito. Ganaba mucho dinero. Había conseguido el respeto de los colegas. Había conquistado el amor de una mujer extraordinaria. Y, por supuesto, estaba a punto de presentar al público estadounidense la segunda temporada de episodios de la aclamada serie que llevaba mi nombre como creador.
– Todo el mundo debería tener tus problemas -dijo Bobby Barra una de las raras noches que salí (bueno, era viernes), después de tomarme un martini de más y confiarle que todavía me martirizaba la culpabilidad por haber echado a perder mi matrimonio.
A Bobby Barra le encantaba que le utilizara de padre confesor, porque eso significaba que éramos íntimos. Y a Bobby Barra le encantaba la idea de ser íntimo mío, porque yo era famoso, un personaje; uno de los pocos triunfadores de verdad en una ciudad de ansiadas aspiraciones y fracasos dominantes.
– Plantéatelo así, chico. Tu matrimonio pertenece a ese segmento de tu vida en que nada funcionaba. Por lo tanto, era lógico que tuvieras que desprenderte de él cuando cruzaste la calle a la acera de los afortunados.
– Supongo que tienes razón -dije, no muy convencido.
– Claro que tengo razón. Una nueva vida significa que todo debe ser nuevo.
Incluidos amigos nuevos, como Bobby Barra.
Capítulo 2
Bobby Barra era rico. Rico de verdad. Pero no «asquerosamente» rico.
– ¿Qué entiendes por «asquerosamente» rico? -le pregunté un día.
– ¿Te refieres a la actitud o a las cifras? -precisó él.
– La actitud puedo imaginármela. Dime las cifras.
– Cien millones.
– ¿Tanto?
– No es tanto.
– A mí me parece suficiente.
– ¿Cuántos millones tiene un millardo, chico?
– La verdad es que no lo sé.
– Mil.
– ¿Mil millones son un millardo?
– Has calculado bien.
– Entonces un billón es ser «asquerosamente» rico.
– No sólo «asquerosamente» rico sino asquerosamente rico tú y diez generaciones de tu familia.
– Eso es ser muy rico. Pero si sólo tienes cien millones…
– Puedes comportarte como un asqueroso, pero debes elegir a tu público más cuidadosamente.
– Tú ya debes de ser «asquerosamente» rico, Bobby.
– Aspirante a serlo.
– No está mal, ¿no?
– Pero sigue sin ser «asquerosamente» rico. Te lo explicaré: si te relacionas con los peces verdaderamente gordos -Bill Gates, Paul Allen, Phil Fleck- cien millones son cosa de niños. Un décimo de millardo. ¿Qué es eso para unos tipos que tienen treinta, cuarenta y cincuenta mil millones?
– ¿Calderilla?
– Acertaste. Calderilla. Negocios de baratillo.
Me permití una sonrisa.
– Como pordiosero, sólo gané un millón el año pasado…
– Sí, pero ya llegarás. Sobre todo si me dejas que te eche una mano.
– Soy todo oídos.
Bobby Barra tenía muchos consejos cuando se trataba de la bolsa porque eso era lo que hacía para ganarse la vida. Jugar a bolsa. Y lo hacía tan bien, que a los treinta y cinco años ya era aspirante a «asquerosamente rico».
Lo que hacía más espectacular su reciente riqueza era que venía de la nada. Bobby se refería a sí mismo como «El dago de Detroit», utilizando el apodo despreciativo con el que se llamaba a los inmigrantes. Era hijo de un electricista de la fábrica Ford de Dearborn que había abandonado la ciudad de los coches en cuanto aprobó el examen de conducir. Antes de eso, a una edad en que los niños pensaban en la mala suerte de tener acné, Bobby pensaba en las altas finanzas.
– Déjame adivinar lo que leías a los trece -comentó Bobby Barra cuando empezábamos a ser amigos-. A John Updike.
– No me agobies -dije-. No he llevado un Shetland marrón en mi vida. Prueba con Tom Wolfe…
– Eso encaja.
– ¿Y tú qué? ¿Qué leías tú a los trece?
– Lee Iaccocca… y te prohíbo que te rías.
– ¿Quién se ha reído?
– No sólo Iaccocca, sino Tom Peters y Adam Smith, John Maynard Keynes y Donald Trump…
– No está mal como cultura transversal, Bobby. ¿Crees que Trump ha leído a Keynes?
– Sí, seguramente cuando Ivana todavía le calentaba la cama. Pero mira, él sabe cómo montar un casino. Y es asquerosamente rico de verdad. Que es lo que decidí ser en cuanto leí su libro.
– Entonces ¿por qué no te metiste en el negocio inmobiliario?
– Porque tienes que hacer de mafioso: eso del primo Sal que tiene un tío Joey que tiene un sobrino Tony que puede poner en su sitio al judío que es dueño de la parcela vacía que quieres comprar… ¿Entiendes cómo funciona?
– Suena muy selecto.
– Los de buena familia juegan a lo mismo, sólo que lo hacen con trajes de Brooks Brothers y másters en economía y comprando todas las acciones de una sociedad. El caso es que no me apetecía hacerlo y también sabía que en Wall Street no les gustarían ni mi acento ni mis orígenes obreros. Así que decidí que Los Ángeles sería un lugar mucho más adecuado para un chico como yo. Porque, no nos engañemos, ésta es la capital mundial del dinero que manda y la tontería que habla. Más aún: aquí, a nadie le importa si hablas como el hijo mutante de John Gotti. Cuanto mayor tienes la cuenta, mayor tienes la herramienta.