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– Como observó en una ocasión John Maynard Keynes.

En honor de Bobby diré que se pagó la Universidad de California trabajando tres noches a la semana como ayudante para todo de Michael Milken, en los últimos días memorables de reinado financiero. Después de la universidad, le contrató un personaje dudoso llamado Eddie Edelstein, que tenía su propia empresa de consultores en Century City y finalmente acabó en prisión por fraude.

– Eddie fue mi mentor, el mejor consultor financiero al oeste del continente. El tipo tenía un olfato de pit bull para las inversiones. Y cuando se trataba de sacar margen…, créeme, era un artista de los pies a la cabeza. Por supuesto, el muy idiota tuvo que estropearlo todo embolsándose cien millones después de darle un soplo a un consultor surafricano, una especie de nazi afrikáner, sobre una OPI de fundiciones y refinerías. Resultó que el nazi era en realidad un empleado de incógnito de la Comisión Federal de Acciones. De incógnito, no te jode. Le dije a Eddie que alegara engaño, pero no sirvió de nada. De tres a cinco, y a pesar de que era una de esas cárceles donde uno puede llevarse la raqueta de tenis, le mató. Cáncer de próstata, a los cincuenta y tres. ¿Te pasas el hilo dental, Dave?

– ¿Perdona? -dije, bastante aturdido por el súbito giro de la conversación.

– En el lecho de muerte, Eddie me dio dos consejos: no fiarse nunca de alguien que te diga que es un afrikáner y parezca educado en Nueva Jersey, y pasarse siempre el hilo dental para evitar el cáncer de próstata!

– No entiendo nada.

– Si no te pasas el hilo dental, la placa y la porquería te baja por la garganta y se acaba instalando en tu próstata. Es lo que le pasó al pobre Eddie, el mejor corredor de bolsa, el mejor tipo que…, pero no se pasaba el hilo dental.

Empecé a pasarme el hilo dental más en serio después de aquella conversación con Bobby. Y también empecé a preguntarme a menudo por qué me gustaba tanto estar con él.

Sabía la respuesta a esa pregunta: a) porque, como corredor, empezaba a hacerme ganar bastante dinero, y b) porque siempre era divertido.

Bobby había entrado en mi vida durante la primera temporada de Te vendo. Cuando ya habían emitido el tercer capítulo, me escribió a la FRT con su papel de cartas oficial, diciéndome que mi programa era lo mejorcito que había visto en años, y ofreciéndome sus servicios como agente de bolsa. «No soy el típico liante que lo promete todo. No prometo hacerle rico en un abrir y cerrar de ojos. Pero sí soy el mejor corredor de la ciudad y, con el tiempo, ganaré un montón de dinero para usted. Además soy escrupulosamente honesto y, si no me cree, llámeme…»

La carta incluía una lista de personajes de Hollywood de serie A y B que supuestamente eran clientes de Roberto Barra.

Leí la carta por encima. Sin embargo, antes de archivarla, me hizo sonreír. Porque de las dos docenas de cartas aduladoras que había recibido desde que la serie había triunfado en la pequeña pantalla -cartas de vendedores de coches, agentes inmobiliarios, contables, entrenadores personales y los habituales imbéciles New Age que «querían conectar conmigo», todos felicitándome por mi reciente éxito y ofreciendo sus servicios- la de Bobby era la más descarada, la más carente de modestia. Su frase final era ridícula:

«No sólo soy bueno en lo que hago: soy brillante. Si quiere ver cómo su dinero hace dinero, debe llamarme. Si no lo hace, se arrepentirá el resto de su vida.»

Al día siguiente de recibirla, me llegó una copia de la misma carta, con un post-it pegado:

«Imagino que, como todas las personas inteligentes, habrá tirado la carta que recibió ayer, y se la vuelvo a mandar. Vamos a hacer dinero, Dave.»

La cara dura del hombre me hizo gracia, aunque la llamada diaria a mi oficina que empezó a hacerme a continuación se me hizo pesada (por orden mía, Jennifer, mi ayudante, le aseguraba que siempre estaba reunido cuando llamaba). Tampoco me impresionó cuando me mandó una caja de vino Au Bon Climat (las mejores viñas de Napa) al final de la primera temporada de la serie. Hice lo correcto: le mandé una breve nota de agradecimiento. Una semana después, llegó una caja de Dom Perignon, con una tarjeta:

«Podrá beberlo como si fuera 7-Up si me permite hacerle ganar dinero.»

Brad Bruce estaba en mi oficina cuando llegó la caja de Dom.

– ¿Quién es la admiradora? ¿Tiene teléfono?

– La verdad es que es un admirador.

– Olvídalo.

– No, no es eso. El hombre quiere llevarme al huerto financiero. Es corredor. Un corredor muy persistente.

– ¿Se llama?

– Bobby Barra.

– Ah, él.

Me quedé de piedra.

– ¿Lo conoces?

– Claro. Ted Lipton es cliente suyo -dijo, mencionando al vicepresidente de la FRT -. Y también…

Soltó una retahíla de nombres, muchos de ellos incluidos en la primera carta que me había mandado Bobby.

– ¿Así que es un tío legal? -pregunté.

– Mucho, por lo que he oído. Y por lo visto sabe cómo presentarse. Ya me gustaría que mi corredor me mandara Dom Perignon.

Aquella tarde llamé a Ted Lipton. Después de hablar un poco de trabajo, le pedí su opinión de Roberto Barra.

– El año pasado me consiguió un veintisiete por ciento de beneficios. Sí, confío en ese cabrón.

Entonces no tenía corredor porque, con la precipitación y la locura de los acontecimientos desde que me habían encargado la primera temporada de la serie, no había tenido tiempo de pensar en nimiedades como la forma de invertir mi recién ganado dinero. Por eso le pedí a mi ayudante que averiguara todo lo que pudiera sobre Roberto Barra. Al cabo de cuarenta y ocho horas, volvió con la información: nacido en Detroit, graduado en la University of Southern California, veterano de las escuelas de Michael Milkin y el difunto Eddie Edelstein, establecido por su cuenta a la tierna edad de veintitrés años, ascenso vertiginoso, clientela satisfecha, sin antecedentes penales, ninguna relación con gente poco recomendable y certificado de calidad de la Comisión Federal.

– De acuerdo -dije después de leer su informe-. Queda con él para almorzar.

Bobby Barra resultó ser de los que hay que mirar hacia abajo: apenas medía un metro sesenta, tenía el pelo negro y rizado y vestía un impecable traje negro de corte italiano (sorpresa, sorpresa). Me llevó al Orso. Hablaba deprisa y era divertido. Me sorprendió con su cultura, tanto en cuanto a cine como a literatura. Me halagó, y después bromeó sobre sus halagos. Dijo: «No voy a venirte con el rollo típico de Los Ángeles de que te hablo como un amigo», y cinco frases después soltó un «hablándote como un amigo» en la conversación. También dijo: «No eres un simple guionista de televisión, eres un guionista de televisión de verdad, y en tu caso, no es un oxímoron». Era una compañía estupenda, un conversador de primera clase cuya erudición mezclada con aires de chico duro («Si necesitas partirle las piernas a alguien -dijo en voz baja-, conozco a dos mexicanos que lo harían por trescientos pavos más la gasolina»). Escuchando sus rollos, no podía evitar pensar que era como uno de esos gamberros de Chicago sobre los que Bellow escribía con tanta gracia. Era hábil, era listo, y sólo una pizca peligroso. No paraba de soltar nombres, pero también se reía de sí mismo por ser «un impenitente parásito de las estrellas». Pero yo entendía por qué aquellos personajes de serie A y B deseaban hacer negocios con él. Porque desprendía competencia. Y porque en su campo, el no va más del autobombo, era el mejor vendiéndose a sí mismo.

– Lo único que te hace falta saber es esto: tengo una obsesión básica, hacer dinero para mis clientes. Es mi absoluta razón de existir. Porque lo del dinero es cuestión de elección. El dinero es la capacidad de hacer esa cosa tan cara de ver: poner en práctica el propio criterio. Afrontar la esencia fortuita del destino con la convicción de que, al menos, tienes el arsenal necesario para contrarrestar las interminables vicisitudes de la vida. Porque el dinero, el dinero de verdad, te permite tomar decisiones sin el imperativo del miedo. Poder decirle al mundo: que te jodan.