Yvette entró en aquel momento en la cocina.
– Por la forma en la que has salido corriendo, sabía que tu madre estaba en casa. ¿Cómo ha ido la presentación -le preguntó a Katherine.
– Agotadora, pero un éxito. ¿Y aquí como han ido las cosas?
– Ha sido una locura.
– O sea, que nada fuera de lo normal.
– Ya sabes cómo son tus hijos -contestó Yvette con una sonrisa-. Me van a hacer envejecer antes de tiempo.
– Tú eres más joven que yo -bromeó Katherine-. Apuesto a que yo envejezco antes.
– Ya veremos.
Yvette abrió los brazos y Sasha corrió hacia ella. La niñera la sacó entonces de la cocina.
– Se lleva estupendamente con los niños -comentó Fiona-. Tuviste mucha suerte al encontrarla.
– Sí, lo sé. Gracias a ella, Mark y yo hemos podido adoptar a tantos niños.
Sin ayuda, se habrían visto obligados a dejar de adoptar después del tercero o el cuarto. Katherine no quería ni pensar en ello. Quería a esas ocho criaturas como si fueran sus propios hijos y era incapaz de imaginarse la vida sin alguno de ellos.
– Tienes una vida perfecta -musitó Fiona.
Katherine pensó entonces en el dolor de pies y en los sofocos que la habían mantenido despierta durante las dos noches anteriores.
– No puedo decir que sea perfecta, pero por lo menos es una vida que me hace feliz.
– Esos niños son una bendición.
Katherine miró a Fiona y vio el dolor que reflejaba su mirada. No pudo menos que compadecerla. Si las cosas hubieran salido bien, a esas alturas Fiona ya debería tener uno o dos hijos. Pero las cosas no habían ido como todos esperaban. Todo había cambiado en el momento en el que Alex había anunciado que quería el divorcio. Nunca había querido explicarle a su madre por qué, y Fiona decía estar igualmente desconcertada por aquel cambio repentino en sus sentimientos.
Katherine sabía que tenía que haber alguna razón. Alex era su hijo mayor y ocupaba un lugar muy especial en su corazón. Habían pasado muchas cosas juntos y sabía que no era la clase de hombre capaz de abandonar a una mujer sin motivo alguno. Estaba muy lejos de ser un hombre cruel o despiadado. Pero ella continuaba sin saber los motivos que le habían llevado a separarse de su esposa.
A Katherine le hubiera gustado decir algo para consolar a su amiga, pero no se le ocurría nada. Fiona sonrió con valor.
– Lo siento. No pretendía ponerme sentimental. Soy consciente de que te pongo en una situación embarazosa y no quiero empeorar las cosas. Pero quiero que sepas lo mucho que te agradezco que me ayudes con todas estas labores benéficas. Significa mucho para mí.
– Me encanta que trabajemos juntas -respondió Katherine-. Haya pasado lo que haya pasado entre Alex y tú, no tiene por qué afectar a nuestra amistad.
Además, en el fondo continuaba albergando la esperanza de que su hijo volviera con Fiona.
Fiona tomó aire.
– Si no te parece mal, voy a quedarme un rato en tu despacho. Quiero descargar los menús de los últimos diez años. No quiero que repitamos ningún plato.
– Gracias por ocuparte tú de eso. Yo voy a ver cómo están los niños. Y no te vayas sin despedirte.
– Claro que no.
Fiona salió y Katherine se volvió hacia las escaleras, pero antes de que hubiera dado un solo paso, oyó la puerta del garaje. Eso sólo podía significar una cosa: Mark estaba en casa.
Sabía que era una tontería, pero, después de veintisiete años de casada, el corazón todavía se le aceleraba al saber que estaba a punto de ver a su marido. Muchas de sus amigas hablaban de cómo iba desapareciendo la magia de sus matrimonios, se quejaban de que había desaparecido de ellos toda emoción, pero ése no era el caso de Katherine. Nunca lo había sido. Cada día quería más a Mark. Para ella, era su príncipe azul. Y aunque adoraba a sus hijos, él era el único que de verdad le había robado el corazón.
Se pasó la mano por el pelo y se alisó la chaqueta. No tenía tiempo de maquillarse, así que se mordió los labios para hacerlos enrojecer y tomó aire. Quería estar atractiva para Mark. Segundos después, se abrió la puerta del cuarto de lavar y planchar y entró Mark en la cocina.
Estaba exactamente como el día que Katherine le había conocido; era un hombre alto, atractivo, de pelo rubio oscuro y ojos profundamente azules. Unos ojos que entrecerraba a veces ligeramente, como si estuviera ocultando algún divertido secreto.
– Hola, cariño -dijo Mark mientras se acercaba a ella-, ¿cómo estás?
– Muy bien. Qué pronto has llegado hoy.
– Quería verte.
A Katherine le dio un vuelco el corazón. En el instante en el que Mark rozó sus labios, renació una vez más el deseo.
Katherine disimuló aquella reacción ante un beso sin importancia, algo que había aprendido a hacer durante los primeros meses de su matrimonio. Pero eso no significaba que el deseo desapareciera.
Años atrás, había leído un artículo sobre las relaciones de pareja. El autor decía que en la mayoría de los matrimonios, los sentimientos de uno de los miembros eran más intensos que los del otro. Katherine sabía que en su caso era completamente cierto. Mark la quería, pero no la idolatraba como ella a él. No comprendía la profundidad de su sentimientos. Ella había aprendido a controlar aquellos sentimientos salvajes que se desataban en su interior cada vez que Mark estaba cerca, pero jamás había conseguido aplacarlos. Para ella, no había habido nunca otro hombre.
Mark le tomó la mano y le dijo:
– Vamos, tenemos que hablar.
– ¿No quieres saludar a los niños?
– Eso lo dejo para después. Ahora quiero hablar contigo.
Mark era un hombre típicamente masculino. A pesar de que era capaz de hablar con un donante durante más de dos horas sin sudar una gota, cada vez que ella sugería que tenían que hablar, encontraba otras mil cosas que hacer, de modo que aquel cambio de actitud extrañó a Katherine. ¿De qué querría hablar? Se estremeció ligeramente.
Se dirigieron a su despacho. Mark cerró la puerta tras ellos y la condujo hasta el sofá. Su expresión era extraña. ¿Estaría enfadado por algo? No, no lo parecía. Parecía más bien resignado. ¿Pero por qué? El miedo comenzó a abrirse paso en el interior de Katherine.
¿Querría dejarla?
Su cerebro le dijo que, incluso en el caso de que Mark estuviera desesperado por separarse de ella, divorciarse de su esposa cuando estaba planteándose la posibilidad de iniciar la carrera hacia la presidencia no era una buena idea. Su corazón le susurraba que su marido la amaba. Últimamente había estado particularmente ocupado, pero era algo que ella ya esperaba. Tenía que dejar de preocuparse por nada. Aun así, las manos le temblaban cuando las cruzó en el regazo y alzó la mirada hacia él.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
Imaginaba que, por fuera, parecía completamente serena y controlada. Que era ésa la imagen que Mark contemplaría. La única que ella quería que viera.
– Hoy ha venido a verme una joven -le dijo Mark-. Bueno, a lo mejor no era tan joven. Tiene veintiocho años. Supongo que, si la considero joven, es porque cada vez soy más viejo. ¿Todavía tienes algún interés en continuar casada con un vejestorio? Al fin y al cabo, tú eres la más atractiva de los dos.
Hablaba con ligereza, sonriendo y sosteniéndole la mirada. Aquella actitud debería haberle relajado, pero no lo hizo. La verdad era que Katherine estaba aterrada, aunque no era capaz de decir por qué.
– Tú no eres ningún viejo -contestó, haciendo lo imposible para ocultar su miedo.
– Ya tengo cincuenta y cuatro años.
– Y yo cincuenta y seis -replicó-. ¿Piensas cambiarme por un modelo con menos años?
– No, tú eres la mujer más guapa del mundo -le aseguró Mark-. Y además, eres mi esposa.
Aquellas palabras parecían destinadas a tranquilizarla, pero consiguieron hacerlo.
– ¿Quién era esa mujer?
– Se llama Dani Buchanan. Danielle, como me dijo Alex después.