Sin embargo, ninguno de los dos deseaba enfrentarse a esa lúgubre realidad. De modo que nos mantuvimos ocupados. Escribí otro proyecto de guión inútil y el piloto de una serie de treinta minutos titulada Te vendo, dedicada a las complejas relaciones internas en una agencia de relaciones públicas de Chicago (mi ciudad natal). Los protagonistas eran un grupo de neuróticos inteligentes y susceptibles. Y, por supuesto, era sarcásticamente cómica. Hasta le gustó a Alison; era el primer guión mío que elogiaba en muchos años… aunque para su gusto fuera un poco «demasiado sarcásticamente cómico». De todos modos, lo pasó al jefe de proyectos de la FRT. Él, a su vez, lo pasó a un productor independiente llamado Brad Bruce, que empezaba a hacerse un nombre como generador de sit-coms ocurrentes y fuera de lo común para la televisión por cable. A Brad le gustó lo que leyó… y recibí aquella llamada de Alison.
Fue entonces cuando empezaron a cambiar las cosas.
Brad Bruce resultó ser una rara avis: un tipo que creía que la ironía era la única forma de enfrentarse a la vida en la ciudad de Los Ángeles. Como yo, rondaba los cuarenta; como yo era del Medio Oeste, de Milwaukee (pobre de él). Congeniamos inmediatamente. Mejor aún, establecimos un método de trabajo fluido. Yo respondía de forma positiva a sus observaciones. Nos compenetrábamos bien. Nos reíamos. Y a pesar de que él sabía que aquél era el primer guión que yo lograba vender, me trataba como si fuera un compañero veterano de las guerras televisivas. A cambio, yo trabajaba sin descanso para él. Porque sabía que tenía un aliado, un rabino… aunque, también sabía que, si el piloto no se hacía, su atención se desviaría hacia otra parte.
Pero Brad era un trabajador empecinado y el piloto se rodó. Es más, era todo lo que debía ser un piloto: estaba bien interpretado y dirigido, y tenía un estilo agudo y divertido. A la FRT le gustó. Una semana después, Alison me llamó:
– Siéntate -dijo.
– ¿Buenas noticias?
– Las mejores. Acabo de hablar con Brad Bruce. Te llamará dentro de poco, pero yo quería ser la mensajera. Escucha: la FRT te encargará una serie inicial de ocho episodios de Te vendo. Brad quiere que escribas cuatro y seas el supervisor de todos los guiones de la serie.
Me quedé sin habla.
– ¿Sigues ahí?
– Intento recoger mi mandíbula del suelo.
– Déjala ahí hasta que oigas las cifras que ofrecen. Setenta y cinco mil por episodio, que hacen un total de trescientos mil dólares por los guiones. Imagino que puedo conseguirte ciento cincuenta mil más por la supervisión de los demás episodios, por no hablar de la mención «Creado por…», por no hablar de un porcentaje de un cinco al diez por ciento sobre todo el programa. Felicidades, estás a punto de hacerte rico.
Aquella noche me despedí de Book Soup. Al final de la semana, habíamos dado una paga y señal para una casita encantadora de estilo español en Mid-Wiltshire. Cambiamos el viejo Volvo por un Jeep Cherokee nuevo. Yo hice un leasing de un Mazda Miata, prometiéndome un Porsche Boxter si se rodaba una segunda temporada de Te vendo. Lucy estaba encantada con nuestro cambio de posición. Por primera vez podíamos permitirnos comodidades materiales. Podíamos comprar muebles como es debido, electrodomésticos de calidad, objetos de diseño. Como estaba muy presionado por las fechas de entrega -sólo tenía cinco meses para entregar mis cuatro episodios- Lucy se encargó de la decoración de la nueva casa. Además acababa de empezar a formar un nuevo batallón de televendedores, lo que significaba que, como yo, trabajaba doce horas al día. Dedicábamos el poco tiempo libre que teníamos a nuestra hija. No era un mal arreglo, porque mientras tienes los días completos, puedes seguir ignorando las grietas evidentes de un matrimonio estructuralmente dañado. Nos manteníamos ocupados. Hablábamos de lo maravilloso que era aquel golpe de suerte, y nos comportábamos como si todo volviera a marchar sobre ruedas… por mucho que, en el fondo, supiéramos que no era verdad en absoluto. Más revelador era que el equilibrio de poder conyugal había cambiado, porque de repente me había convertido en el Gran Proveedor. Puedo asegurar que no me regodeé en ello, pero Lucy sí hacía algún comentario ocasional a nuestro cambio de papeles. Casi un año más tarde, después del éxito del primer episodio de Te vendo, Lucy me miró y dijo:
– Supongo que ahora me dejarás.
– ¿Por qué tendría que dejarte? -pregunté.
– Porque puedes.
– Eso no va a suceder.
– Sí, me dejarás. Porque es lo que exige el guión del éxito.
Por supuesto que tenía razón. Pero no sucedió hasta seis meses después, cuando ya había cambiado el Miata por el Porsche que me había prometido si se hacía una segunda temporada de Te vendo. El programa no sólo se había renovado sino que, de repente, me encontré siendo el objeto de una considerable atención pública, porque Te vendo se había convertido en el programa imprescindible de los enterados del momento. Las críticas eran fantásticas. The New York Times lo calificó de «posiblemente la disección más inteligente del mundo laboral estadounidense, con todo el esplendor de sus luchas intestinas, que jamás se haya emitido en la pequeña pantalla». Newsweek se refería a mí como «una parte de Arthur Miller, una parte de David Mamet, y dos partes de norteamericano a la última. En resumen, un gran talento cómico, original, que sabe que la oficina es el foro donde volvemos al patio de recreo, y donde se desencadena nuestra peor agresividad».
No podría haberlo descrito mejor… si bien la cita que me gustó especialmente procedió de un artículo en el The New York Observer, en la que el crítico en cuestión se extendía considerablemente acerca de cómo Te vendo «capta con un ojo diseccionador feroz esa necesidad innata estadounidense de ganar las discusiones y cerrar los tratos a cualquier precio. Para cualquiera que lamente lo anodino de nuestra era, ésta es la prueba de que una inteligencia maliciosa puede triunfar todavía en la pequeña pantalla».
No hay que decir que me aprendí aquella crítica de memoria. Ni que también me complació que Esquire publicara un breve artículo de quinientas palabras sobre mí, en el que se me calificaba de «el Tom Wolfe de la televisión por cable» en su sección de la revista Los hombres que nos gustan. Ni que acepté la entrevista de Los Ángeles Times: un artículo bastante largo (1.200 palabras) en el que se detallaban mis largos años de purgatorio profesional, mi trabajo en Book Soup y mi súbito ascenso «a la pequeña y selecta liga de brillantes autores de Los Ángeles que no tocan el formato “de género”».
Le pedí a mi ayudante que recortara el artículo y lo mandara por mensajero a Alison. Le pegué un post-it donde escribí: «Pensando en ti genéricamente. Besos. David».
Una hora después, llegó un mensajero a mi oficina, con un sobre de la agencia de Alison. Dentro había una cajita de regalo envuelta, y una tarjeta:
«Que te den… Besos, Alison.»
Dentro de la caja había algo que yo llevaba años codiciando: una pluma Waterman Edson…, el Ferrari de los instrumentos de escritorio, con un precio a juego: 675 dólares. Pero Alison podía permitírselo, porque el contrato que consiguió por mi «participación creativa» en la segunda temporada de Te vendo ascendía a casi un millón de dólares… menos su quince por ciento, por supuesto.
Entrevistaron a Alison los de Los Ángeles Times. Como de costumbre, estuvo ingeniosa, y le dijo al entrevistador que no me había dejado como cliente durante los años de sequía porque «yo era de los que sabían cuándo no telefonear y, en esta ciudad, hay pocos escritores que posean esa habilidad». También dijo algo sorprendente y conmovedor: «Es la prueba viviente de la teoría de que el talento y la extrema perseverancia pueden triunfar a veces en esta ciudad. David siguió insistiendo mucho más allá del momento en que otros aspirantes a escritores habrían tirado la toalla. Por eso ahora se merece todo lo que tiene: el dinero, la oficina, la ayudante, el reconocimiento, el prestigio. Pero sobre todo ahora le devuelven las llamadas, y yo no dejo de recibir peticiones para entrevistarle. Porque ahora todos los que valen algo quieren trabajar con David Armitage».