Mientras yo estaba inmerso en la planificación de la segunda temporada de Te vendo tuve que rechazar la mayor parte de las reuniones que me proponían. Pero, a petición de Alison, fui a almorzar con una joven ejecutiva de la Fox Television llamada Sally Birmingham.
– Sólo la he visto una vez -dijo Alison-, pero en el mundillo todos la conocen y dicen que llegará lejos. Y sé que, gracias a Rupert y a los chicos de la Fox, tiene un montón de recursos a su disposición. Y como cualquiera en esta ciudad con un mínimo de gusto, le chifla Te vendo, hasta el punto de que me dijo que estaba dispuesta a ofrecerte un cuarto de millón por el piloto de treinta minutos que tú quisieras.
Aquello me hizo pararme a pensar.
– ¿Doscientos cincuenta por un piloto? -pregunté.
– Sí, y yo ya me ocuparía de que pagaran por anticipado.
– ¿Sabe que no puedo pensar en ningún nuevo proyecto hasta que la nueva temporada esté en marcha?
– Lo sabe y me ha dicho que está dispuesta a esperar. Lo que quiere es contratarte ahora para el piloto, porque, las cosas claras, si contrata a David Armitage para un piloto incluso pueden subir sus acciones en el mercado. Piénsalo, si todo va bien, tendrás seis semanas libres entre la segunda y la tercera temporada de Te Vendo. ¿Cuánto tardarías en esbozar un piloto?
– Tres semanas como mucho.
– Y las otras tres, te vas a descansar a una playa… si es que eres capaz de estar sin hacer nada tanto tiempo… pensando que has ganado un cuarto de millón de dólares en veintiún días.
– De acuerdo, iré al almuerzo.
– Bien hecho. Porque lo bueno es que te caerá bien: es muy lista y muy guapa.
Alison tenía razón en todo: Sally Birmingham me cayó bien. Era lista y era guapa. Tan lista y tan guapa, en realidad, que a los veinte minutos de conocerla me tenía hechizado.
Su ayudante había llamado a la mía para fijar la fecha del almuerzo en The Ivy. Gracias al clásico atasco en la 10, llegué con unos minutos de retraso. Ella ya estaba sentada a una mesa muy buena. Se levantó para saludarme, y me cautivó al instante, aunque intenté por todos los medios no demostrarlo. Sally era alta, con los pómulos marcados, una piel impecable, el pelo castaño claro corto y una sonrisa maliciosa. Al principio, la clasifiqué como el producto deslumbrante y aristocrático de una buena familia y de la educación de la Costa Este que sin duda habría tenido su propio caballo a los diez años. Pero al cabo de quince minutos de conversación, me di cuenta de que había logrado compensar sus orígenes de niña rica con una astuta mezcla de cultura auténtica e inteligencia práctica. Sí, había crecido en Bedford. Sí, había ido a Rosemary Hall y a Princeton. Pero además de ser una lectora voraz y, como yo, bastante cinéfila, también poseía una aguda comprensión de Hollywood y sus esplendorosos contrastes internos, y me explicó que lo pasaba en grande con aquel juego. Comprendí por qué los peces gordos de la Fox Television la valoraban tanto: era una chica con clase, pero hablaba su idioma. Y tenía una risa asombrosamente obscena.
– ¿Quieres oír mi anécdota preferida de Los Ángeles? -preguntó.
– Por favor.
– Muy bien. El mes pasado fui a almorzar con Mia Morrison, jefa de asuntos corporativos de la Fox. Llama al camarero, y dice: «Cánteme sus aguas». El camarero, un profesional de verdad, no se inmuta ante la curiosa fraseología y se pone a enumerarlas: «Bien, tenemos Perrier, de Francia, y Ballygowen, de Irlanda, y San Pellegrino, de Italia…». De repente, Mia le interrumpe: «Oh, no, San Pellegrino, no. Tiene demasiado cuerpo».
– Creo que lo utilizaré.
– «Los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros roban.»
– ¿Eliot?
– Veo que sí fuiste a Dartmouth -observó Sally.
– Me deja boquiabierto tu investigación de mis orígenes.
– Tanto como a mí tus conocimientos de Eliot.
– Bueno, ya habrás captado las referencias a los «Cuatro cuartetos» en mi programa.
– Creía que te iría más «Tierra baldía».
– No, tiene demasiado cuerpo.
Se rió, con su risa obscena.
No sólo congeniamos al instante, sino que charlamos un poco de todo, incluido el matrimonio.
– Así que -dijo echando una mirada a mi alianza-, ¿estás casado o «estás casado»?
Su tono era ligero. Me reí.
– Lo primero -dije.
– ¿Desde cuándo?
– Once años.
– Es estupendo. ¿Eres feliz?
Me encogí de hombros.
– No me extraña -dijo ella-. Sobre todo después de once años.
– ¿Tú sales con alguien? -dije, intentando aparentar indiferencia.
– Hubo alguien… pero era una distracción sin importancia, nada especial. Lo terminamos de mutuo acuerdo hace cuatro meses. Desde entonces… vuelo en solitario.
– ¿Nunca te has lanzado a la piscina conyugal?
– No… Pensé en hacer algo arquetípicamente desastroso, como casarme con mi novio de Princeton. Él quiso, pero le dije que los matrimonios de universidad suelen tener una duración de dos años a lo sumo. De hecho, la mayoría de relaciones se queman cuando la pasión se vuelve prosaica. Por eso no he durado con nadie más de tres años.
– Entonces no crees en esa tontería de que «el destino tiene a alguien reservado para mí».
Otra de sus risas obscenas. Pero luego dijo:
– La verdad es que sí. Pero por ahora no lo he encontrado.
De nuevo su tono fue risueño. De nuevo, intercambiamos una mirada insinuante.
Pero fue sólo una mirada, y rápidamente volvimos a enfrascarnos en el remolino de la conversación. Me asombraba que no pudiéramos dejar de hablar, que nos entendiéramos tan bien y que tuviéramos una forma de ver las cosas tan parecida. La sensación de sintonía era apabullante… y un poco aterradora. Porque, a menos que lo estuviera interpretando todo al revés, la atracción mutua era enorme.
Finalmente nos pusimos a hablar de trabajo. Me pidió que le hablara de mi propuesta de piloto. Bastó una sola frase:
– La atormentada vida profesional y personal de una consejera matrimonial de mediana edad.
Sally sonrió.
– No está mal.
Le devolví la sonrisa.
– Primera pregunta -dijo ella-. ¿Está divorciada?
– Por supuesto.
– ¿Hijos problemáticos?
– Una adolescente que cree que mamá es idiota.
– Muy bonito. ¿Nuestra consejera matrimonial tiene un ex marido?
– Sí, y se largó con una profesora de yoga de veinticinco años.
– Evidentemente piensas ambientarla en Los Ángeles.
– Pensaba en San Diego.
– Bien pensado. El estilo de vida del sur de California sin la sobrecarga de Los Ángeles. ¿Sale con alguien la consejera matrimonial?
– Sin parar, y con resultados desastrosos.
– Y por su parte, los clientes…
– Harán sonreír, te lo garantizo.
– ¿Título?
– Habla claro.
– Trato hecho -dijo.
Intenté no sonreír descaradamente.
– Ya sabes que no puedo ponerme a trabajar en ello hasta que la segunda temporada…
– Alison ya me lo advirtió, y no es ningún problema. Lo importante es que te tengo.
Me rozó brevemente el revés de la mano. Yo no la aparté.
– Estoy contento -dije.
Me miró a los ojos y preguntó:
– ¿Cenamos mañana?
Quedamos en su casa, en West Hollywood. En cuanto crucé la puerta, nos arrancamos la ropa el uno al otro. Mucho más tarde, echado en su cama, bebiendo una copa de Pinot Noir poscoital, me preguntó:
– ¿Eres un buen mentiroso?
– ¿Te refieres a cosas como ésta?
– Exactamente.
– Bueno, es sólo la segunda vez que me pasa en los once años que he estado con Lucy.
– ¿Cuándo fue la primera?
– Un lío de una noche, en el noventa y seis, con una actriz que había conocido una tarde en la librería. Lucy estaba en el este, en casa de sus padres, con Caitlin.