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– Por favor, no me digas…

– «Muy a su pesar, el señor Fleck no puede seguir las negociaciones, dado el estado actual de la reputación profesional del señor Armitage.» Es una cita textual, lo siento.

Miré anonadado el suelo y dije:

– Entonces no sé cómo voy a pagar los doscientos cincuenta mil de la Warner.

– ¿Ya te los has gastado?

– Casi todo, sí. Entre el pago del divorcio y la pensión y todo lo demás, han sido dos años muy onerosos.

– ¿Pero no estás arruinado?

– Puedo ser tonto, pero no soy estúpido. Tengo más o menos medio millón invertido con mi agente, Bobby Barra. El problema es que la mitad se lo debo a Hacienda. Y si la FRT y la Warner quieren que les devuelva su dinero…, entonces sí estaré arruinado.

– No nos pongamos en lo peor todavía. Voy a ponérselo difícil a esos cabrones. Haré que rebajen sus exigencias sobre la devolución. Mientras tanto, mejor que hables con tu agente y tu contable sobre la forma de maximizar cuanto puedas lo que tienes invertido.

– Porque en esta ciudad estoy acabado, ¿no?

– Digamos que hasta que este asunto se olvide, seguramente será difícil encontrarte trabajo.

– Porque me considerarán un intocable.

– Ese es más o menos el problema, sí.

– ¿Y si el asunto no se olvida? Si estoy mancillado para siempre, ¿entonces qué?

– ¿Quieres una respuesta sincera? -preguntó Alison.

– Del todo.

– Pues la respuesta sincera es que no lo sé. Pero, lo repito, veamos cómo van las cosas las próximas semanas. Es más, tienes que hacer una declaración, en la que te defiendas, pero también lamentes lo sucedido. He llamado a Mary Morse, una relaciones públicas que conozco. Llegará dentro de diez minutos para redactar la declaración contigo y hacerla llegar a todos los interesados, para que al menos tengan tu punto de vista sobre esto. Si dentro de unos días la situación sigue tan mal, buscaremos un periodista comprensivo que pueda defender tu versión.

– Bueno, el tipo de Variety está fuera de circulación, ahora que también le han arruinado la carrera. Y la pobre Tracy…

– Lo que les ha ocurrido a los dos no es culpa tuya.

– Sí, pero de no haber sido por este embrollo…

– Los dos son profesionales, y deberían saber que el detalle de que habían salido podía hacerse público si…

– Ella sólo intentaba protegerme.

– De acuerdo, pero sólo porque era su trabajo. Ahora no empieces a atribuirte sus problemas también. Ya tienes bastante con lo tuyo.

– Como si no lo supiera.

A la mañana siguiente, todo el mundo lo sabía. Las acusaciones de MacAnna tuvieron un impacto tremendo. Como lo tuvo el comunicado de prensa de la FRT, anunciando (con pesar, claro) que prescindían de mí en la serie. Todos los periódicos de ámbito nacional lo incluían en sus secciones de arte o espectáculos, aunque Los Angeles Times (reflejando que aquella ciudad tenía, en el fondo, una sola industria) sacó el artículo en la primera página. Peor aún, la historia salió incluso en los programas Las cosas claras, Esta noche espectáculo y Políticamente incorrecto y en casi todos los magazines de la mañana. Sí, todos citaban mi comunicado, en el que me disculpaba por los trastornos causados a la FRT y a todos los que trabajaban en Te vendo, y reiteraba de nuevo que no creía que se me pudiera acusar de robo por un par de líneas (y también hacía una encendida defensa de las acusaciones por lo de Tolstoi y Cheever). «De lo peor de que se puede acusar a un autor es de robo», escribí en mi declaración, «… y de ninguna manera me considero un ladrón».

Aquella noche, el presentador de Políticamente incorrecto de la ABC, Bill Maher, observó durante su monólogo:

– La gran noticia hoy en Hollywood es que el creador de Te vendo, David Armitage, ha utilizado la famosa defensa de Richard Nixon «no soy un criminal», después de que la FRT le despidiera por plagio. Cuando le preguntaron si todo lo que había escrito era original al cien por cien, contestó: «No me he acostado con esa mujer…».

Maher hizo reír mucho con esa frase. Curiosamente, a mí no me pareció divertida, sobre todo cuando se la oí pronunciar mientras miraba su programa solo en el loft. Sally estaba en Seattle, en paradero desconocido, porque no me había dejado el nombre de su hotel, ni me había llamado en todo el día. Sabía que solía quedarse en The Four Seasons cuando visitaba el plató de Seattle, pero me temía que si la llamaba, parecería demasiado necesitado, demasiado desesperado. En aquel momento, mi única esperanza era que, una vez aplacado el bombardeo de la mala publicidad, recordara todas las buenas razones por las que nos habíamos enamorado y…

¿Qué? ¿Volviera conmigo, diciéndome que estaría a mi lado, pasara lo que pasara? ¿Como Lucy? Ella había estado a mi lado, de mala gana a veces, pero siempre había estado allí, de todos modos. Durante todos esos años en los que yo estuve en tierra de nadie mientras ella se veía obligada a trabajar en la televenta cuando su carrera de actriz fracasó y necesitábamos pagar el alquiler. ¿Cómo le compensé su lealtad? Haciendo lo más previsible a mi edad después de alcanzar el éxito: divorciándome de ella.

No era de extrañar que me despreciara. No era de extrañar que yo ahora estuviera tan asustado. Porque por fin reconocía lo que había sabido a los pocos meses de vivir con Sally: su amor por mí se basaba en mi éxito, en mi posición dentro de la comunidad del espectáculo, y (a su vez) en cómo reforzaba yo su posición en la Escuela de Niños Ricos llamada Hollywood.

– «Todos tienen su momento» -había dicho ella antes de que me dieran el Emmy-. «Éste es el nuestro.»

Ya no, cariño.

¿Podía ser que todo lo que había conseguido en un par de años me fuera arrebatado en unos días?

«Venga ya, soy David Armitage», tenía ganas de gritar desde una azotea. Pero, en realidad, si estás en una azotea, la única dirección es hacia abajo. En fin, en Hollywood -como en la vida- todo talento es efímero, prescindible. Incluso los que estaban en la cúspide del montón estaban sometidos a esa ley de sustitución. Allí nadie era tan único, ni tan sagrado. Todos estábamos en el mismo juego. Y el juego funcionaba con una regla básica: tu momento dura lo que dura tu momento…, y eso si has tenido la suerte de tener tu momento.

Pero seguía sin poder creer que mi momento, mi posición, mi éxito pertenecieran al pasado. No era posible que Sally fuera tan mercenaria, tan aséptica, para abandonarme entonces.

Y tenía que creer que, de algún modo, me sería posible convencer a Brad y a Bob, y a Jake Jonas de la Warner, y a cualquier otra productora interesada de aquella maldita ciudad, de que era digno de mi confianza.

«Venga ya, soy David Armitage. ¡Os he hecho ganar mucho dinero!»

Sin embargo, por mucho que intentara afrontar con optimismo mi situación, no dejaba de pensar: la peor fosa es aquella que te has cavado tú solo.

Abrí una botella de Glenlivet Single Malt y fui viendo cómo desaparecía. En cierto momento, tras hacer desaparecer el quinto vasito, tuve un interludio de imbecilidad suprema, en el cual me invadió una inspiración introspectiva. Decidí desnudar mi alma ante Sally, jugar todas mis cartas, esperando que ella respondiera con ternura a aquel grito del corazón. Me arrastré hasta mi ordenador, me conecté y escribí:

Amor mío:

Te quiero. Te necesito. Te necesito desesperadamente. Este es un mal asunto: un asunto injusto. Por favor, por favor, por favor, no renuncies a mí, a nosotros. Siento que me acerco a la desesperación. Por favor, llámame. Por favor, vuelve a casa. Superemos esto juntos. Porque podemos superarlo. Porque somos lo mejor que hemos tenido los dos. Porque eres la mujer con quien quiero vivir el resto de mi vida, con quien quiero tener hijos, a la que seguiré queriendo dentro de muchos años, cuando entremos en la zona ignota de la decrepitud Siempre estaré a tu lado. Por favor, por favor, por favor, no te alejes de mí ahora.

Sin releerlo, apreté la tecla «Enviar» y me tragué dos dedos más de Glenlivet; después, me arrastré hasta el dormitorio, donde caí en la inconsciencia.