Por la mañana sonó el teléfono. Pero en los dos segundos de confusión que tardé en responder, me cruzó una frase; unas palabras: «… la zona ignota de la decrepitud».
Después recordé el lamentable contenido del mensaje con toda su horripilante y suplicante miseria. Y pensé: «Eres un imbécil».
Descolgué el teléfono.
– ¿David Armitage? -me preguntaron.
– Me temo que sí.
– Fred Bennett, Los Angeles Times.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y media.
– No tengo ganas de hablar.
– Señor Armitage, si me pudiera dedicar sólo un momento…
– ¿Quién le ha dado el teléfono de mi casa?
– No es muy difícil de conseguir.
– He hecho una declaración, y creo haber explicado…
– ¿Pero se ha enterado de la moción presentada ayer en la Asociación de Autores de Cine y Televisión?
– ¿Qué moción?
– Una moción para censurarle públicamente por plagio, para retirarle la afiliación a la asociación, y para recomendar que se le aparte de toda actividad profesional durante un mínimo de cinco años…, aunque algunos miembros de la comisión pretendían que fuera para siempre…
Colgué el teléfono, y luego de un tirón lo arranqué de la conexión a la pared. Inmediatamente empezó a sonar en otra habitación, pero no hice caso. Me tapé la cabeza con la sábana, deseando que aquel día, que ni siquiera había empezado, desapareciera de mi vista.
Pero era imposible dormir, de modo que acabé por meterme en el baño, y me tragué tres aspirinas para intentar apagar el martillo que no cesaba de golpear en el interior de mi cabeza. Después fui al salón y me enfrenté al ordenador. Mi correo electrónico tenía doce mensajes, once de ellos de periodistas varios (rkincaid@nytimes.com y cosas así). No abrí ninguno, porque sabía lo que contenían: peticiones de entrevistas, de una declaración, de una confesión lacrimosa, y del nombre del centro de rehabilitación donde pensaba recluirme (¡pero si no existen clínicas Betty Ford para plagiarios!). El duodécimo correo era el que más temía…, el correo de shirmingham@fox.com:
David:
Yo también detesto la situación en la que te encuentras. También detesto que tu carrera esté destrozada por esas acusaciones. Pero también soy consciente de que eres el artífice de esta situación. Eso es lo que no puedo comprender. Y también hace que me pregunte si he llegado a conocerte, aún más después de tu angustioso mensaje. Me doy cuenta de que estás extremadamente estresado por lo que te ha sucedido, pero seguro que sabes que no hay nada menos atractivo que alguien que suplica que le amen. Sobre todo cuando ese alguien ha socavado la confianza necesaria para nutrir el amor Por mucho que sea consciente de que tu situación es muy difícil, esto no justifica la prosa lacrimógena y cursi. Por no hablar de aquella línea sobre «la zona ignota de la decrepitud»
Todo esto me ha dejado todavía más confusa, desconcertada y profundamente entristecida. Creo que unos días mas separados podrán aportar cierta claridad a nuestra situación. He decidido irme a la isla de Vancouver a pasar el fin de semana. Volveré el lunes. Entonces hablaremos.
Mientras tanto, será mejor que no nos comuniquemos, para no confundir aún más las cosas. Espero que consideres la posibilidad de buscar ayuda profesional. Si entendí bien tu mensaje, era un enorme grito pidiendo ayuda.
Sally
Estupendo. Más que estupendo. De hecho, mucho mejor que estupendo: un desastre total y absoluto. Había cogido una situación frágil como una cáscara de huevo y la había lanzado contra un muro de cemento. «Eres el artífice de tu situación.»
El teléfono empezó a sonar de nuevo. No lo cogí. Después mi móvil se unió a la cacofonía. Lo cogí y miré quién llamaba. Era Alison. Respondí inmediatamente.
– Suenas fatal -dijo-. ¿Estuviste bebiendo anoche?
– Eres una mujer muy perceptiva.
– ¿Hace mucho que te has levantado?
– Desde que me llamó un periodista de Los Angeles Times para comunicarme que la asociación quiere prohibirme trabajar de por vida.
– ¿Qué?
– Es lo que ha dicho; una reunión especial del Politburó anoche, en la que decidieron mandarme a un gulag durante…
– Esto se está volviendo espeluznante. Y pronto se va a poner peor.
– Cuenta.
– Acabo de saber que van a entrevistar a Theo MacAnna desde Los Ángeles para el Today Show.
– ¿Sobre el tema de mi persona?
– Es de suponer.
– Por Dios, el hombre es incansable.
– Es como cualquier otro columnista de cotilleos, totalmente despiadado. Para él sólo eres mercancía. Una mercancía muy lucrativa ahora mismo, porque haces que su nombre se conozca en todo el país y le permites aparecer hoy en Today.
– No estará satisfecho hasta que no me vea crucificado con una lanza en el costado.
– Me temo que tienes razón. Por eso he decidido despertarte tan temprano y avisarte de que iba a salir en Today Show. Creo que sería mejor que lo vieras, por si dice algo tan ofensivo o tan calumnioso por lo que podamos querellarnos contra ese pequeño cabrón.
De hecho no había nada pequeño en Theo MacAnna. Tenía cuarenta y pocos años, era británico, había cruzado el Atlántico hacía diez años y tenía uno de esos acentos en los que las vocales redondeadas se mezclaban con la nasalidad propia del sur de California. También tenía problemas de diámetro, más conocidos como gordura. No era gordo como una ballena, sino que más bien tenía un exceso de carnes a lo Churchill. Su cara (adornada con gafas redondas de montura negra y triple mentón) me recordaba a un apestoso pedazo de camembert que hubiera estado demasiado expuesto al sol. Pero sabía compensar la talla con un vestuario de dandi: traje gris oscuro completo, camisa blanca de cuello grande y una discreta corbata negra de topos. Intuí que, dados los magros honorarios del Hollywood Legit, aquél debía de ser su único traje bueno. Pero tenía que reconocer, aunque fuera de mala gana, que sabía venderse al mundo como un dandi angloamericano que tenía información de primera mano de los malos comportamientos de Hollywood. Sin duda, para la entrevista se había vestido con esmero, porque la consideraba una ocasión para escalar en la élite del chismorreo en la que tanto deseaba introducirse.
Sin embargo, Katie Couric, que lo entrevistaba desde Nueva York, no se tragaba su pose de periodista entre T. S. Eliot y Tom Wolfe.
– Theo MacAnna, muchas personas en Hollywood le consideran el periodista más temido de la ciudad -dijo ella.
Una sonrisita de complacencia cruzó los labios de MacAnna.
– Muy halagador -dijo, con su voz pastosa.
– Pero muchos otros sólo le consideran un mercader de escándalos, alguien que no lo piensa dos veces antes de destruir carreras, matrimonios, vidas incluso.
Él palideció un poco, pero se recuperó rápidamente.
– Bueno, es normal que ciertas personas piensen así. Pero es porque, si en Hollywood hay alguna regla, es que se protegen entre ellos… incluso cuando se trata de delitos graves.
– ¿Cree que el plagio que ha hecho que despidieran a David Armitage del programa de la FRT que él mismo creó era un «delito grave»?
– Sin ninguna duda, robó la obra de otros autores.
– Para ser estrictos, sin embargo, lo que presuntamente «robó» fue una broma de otra obra, y un par de líneas de otras comedias. ¿Cree realmente que merecía ser castigado tan severamente por lo que muchos consideran una falta menor?
– Katie, para empezar, yo no decidí el castigo que él ha recibido. Eso fue una decisión de sus jefes de la FRT. Pero en cuanto a su pregunta sobre si creo que el plagio es un delito grave, en fin, un robo es un robo…
– Pero lo que le he preguntado, señor MacAnna, es una falta tan leve como tomar prestadas unas bromas…
– También se apropió de un argumento de Tolstoi.
– En el comunicado que hizo el señor Armitage después de ser despedido, explicaba que aquella obra, que no había sido ni producida, era una reinterpretación de la historia de Tolstoi.