– Evidentemente es lo que tenía que decir el señor Armitage. Pero tengo una copia de su guión original aquí.
Mostró el polvoriento guión de Riffs. La telecámara encuadró la página con el título.
– Como pueden ver -siguió MacAnna-, el título de la página dice: Riffs, del autor David Armitage, pero no dice en ningún sitio «basado en La sonata Kreutzer de Tolstoi», a pesar de que toda la trama está completamente copiada de la obra de Tolstoi. Esto a su vez plantea una cuestión más importante: ¿por qué un hombre con el talento y la capacidad de David Armitage necesita robar a otros autores? Es el interrogante que todo el mundo en Hollywood desearía comprender: por qué ha sido tan autodestructivo y tan profundamente deshonesto. Es evidente que es el ejemplo perfecto de la tragedia arquetípica de Hollywood: el hombre que, después de años de trabajar duramente, consigue lo que desea y entonces empieza a desmoronarse. Es conocido, por ejemplo, que en cuanto Te vendo se convirtió en un éxito, abandonó a su esposa y a su hija por una ejecutiva de televisión en ascenso. De modo que su deshonestidad acabó tristemente por engullir su carrera…
Apagué la tele y lancé el mando a distancia contra la pared. Después cogí mi chaqueta y corrí a la puerta. Me metí en el coche, encendí el motor y salí pitando. Tardé una media hora en llegar a los estudios de la NBC. Contaba con que, después de la entrevista, aquel fofo se quedara un rato en la sala de espera y hubiera perdido un poco de tiempo en dejar que le desmaquillaran. Mi previsión era exacta porque, mientras yo aparcaba, MacAnna salía por la puerta y se dirigía a un Lincoln Town Car: en el preciso momento en que yo paraba de golpe frente a la puerta, apretando los frenos tan fuerte que chirriaron, sobresaltando a MacAnna. En un instante había bajado del coche y corría tras él gritando:
– Inglés gordo de mierda…
MacAnna me miró estupefacto, y su cara mofletuda se contrajo de terror. Parecía como si quisiera correr, pero como estaba demasiado paralizado para hacer nada, me puse delante de él en pocos segundos, lo cogí por las solapas de rayas y lo sacudí con violencia, gritando una incoherente retahíla de insultos, del estilo: «Intentas arruinarme la vida… llamándome ladrón…, cubriendo de mierda a mi esposa y a mi hija… Te romperé todos los dedos de las manos, hijo de puta…».
En medio de aquel discordante vocerío, ocurrieron dos cosas, ninguna de las dos favorable para mí. La primera fue que un fotógrafo, que esperaba a la entrada de la NBC, acudió corriendo cuando oyó mis gritos y tomó una rápida serie de fotos mientras yo agredía a MacAnna; la segunda fue la llegada de un guardia de la cadena de televisión, un hombre alto y musculoso, de unos treinta y pocos años, que se metió en la trifulca gritando: «Eh, eh, eh, basta ya» antes de separarme de MacAnna e inmovilizarme con una llave de judo.
– ¿Este hombre le ha agredido? -gritó el guardia a MacAnna.
– Lo ha intentado -dijo él, retrocediendo.
– ¿Quiere que llame a la policía?
MacAnna me miró con un desprecio triunfal, y una sonrisita desagradable en los labios como diciendo «Te tengo, hijo de puta».
– Ya tiene suficientes problemas -dijo MacAnna-. Échele del recinto y basta.
Después se volvió y habló con el fotógrafo, le preguntó su nombre y le pidió una tarjeta.
– ¿Lo ha cogido todo? -preguntó.
Mientras tanto el guardia corpulento me había arrastrado hasta mi coche.
– ¿Es suyo el Porsche?
Asentí.
– Es precioso. Debe de haber trabajado mucho para comprarlo. ¿Por qué quiere fastidiarlo ahora?
– Él escribió…
– Me da igual lo que escribiera. Ha agredido a una persona en la propiedad de la NBC. Y eso significa que debería detenerle. Pero le ofrezco un trato. Se mete en el coche y se larga, y vamos a olvidarnos de todo. Si vuelve…
– No volveré.
– ¿Me lo promete?
– Lo prometo.
– De acuerdo -dijo, soltándome lentamente-. Veamos cómo cumple su promesa y se va sin armar más jaleo.
Abrí la puerta del coche, me senté al volante y encendí el motor. Después, el guardia de seguridad golpeó la ventanilla. Bajé el cristal.
– Otra cosa, señor -dijo-. Debería pensar en cambiarse de ropa antes de ir a otra parte.
Entonces me di cuenta de que todavía llevaba puesto el pijama.
Capítulo 3
De la misma manera que no existen los almuerzos gratis, no existe la manera de escapar a la ley de causa y efecto… sobre todo cuando un fotógrafo está presente para plasmarte mientras agredes a un periodista y estás en pijama.
Sucedió así que, dos días después de haber salido en primera página en Los Angeles Times, me encontré otra vez siendo noticia… con una fotografía en la página cuatro de su edición del sábado, mostrándome mientras increpaba a Theo MacAnna. Tenía la cara desfigurada en una expresión de furor desenfrenado. Se me veía claramente agarrándole del traje. También estaba el asunto de mi vestuario nocturno. Cuando se ven fuera del dormitorio, los pijamas siempre evocan imágenes de manicomio. Si encima quien lo lleva es una persona manifiestamente trastornada, en un aparcamiento de los estudios de la NBC durante el día, tiende a indicar que el caballero en cuestión puede sufrir algún problemilla psicológico merecedor de un examen profesional. Sin duda, de haber estado en condiciones de estudiar aquella imagen con desapego crítico, yo mismo habría llegado a la siguiente conclusión: está como una cabra.
Debajo de la foto había un breve artículo, con el titular:
EL AUTOR DESPEDIDO DE TE VENDO ATACA A UN PERIODISTA
EN EL APARCAMIENTO DE LA NBC.
El artículo era claro y simple: el incidente en los estudios de televisión, el papel de MacAnna en mi desgracia, un breve resumen de mis crímenes contra la humanidad, y el hecho de que, después de amonestarme, el guardia de la NBC me había dejado marchar una vez MacAnna rehusó denunciarme. También había una cita del propio MacAnna: «Como siempre, yo sólo quería contar la verdad… aunque eso evidentemente puso furioso al señor Armitage. Por suerte, el guardia de la NBC intervino antes de que pudiera causarme daños físicos. Pero espero, por su propio bien, que busque ayuda profesional. Está claro que es un hombre gravemente alterado, con la mente perturbada».
¿Puedo besar el dobladillo de su skmata, doctor Freud? (Sí, es una línea tomada prestada de otro autor.) Aunque no tuve tiempo de preocuparme por la evaluación mental que había hecho de mí MacAnna, porque tenía varios problemas más graves y apremiantes. Parecía que el periodista que me había fotografiado sacudiendo a aquel imbécil había logrado vender la foto a las agencias de prensa. De modo que la historia dio la vuelta al país (a la gente le encantan los artículos tipo «era famoso y ahora está como una cabra»). Incluso llegó a las vastas estepas heladas de Canadá, más concretamente a los húmedos confines de Victoria, Columbia Británica, donde Sally vio la historia en un periódico local. Y no le hizo ninguna gracia. Tan poca gracia que me llamó el sábado por la mañana a las nueve y media, y sin saludarme dijo:
– David, he visto el artículo… y me temo que desde este momento tú y yo somos historia.
– ¿Dejas que te lo explique?
– No.
– Pero deberías haber oído lo que decía de mí en Today…
– Lo vi. Y francamente, estuve de acuerdo en muchas cosas con él. La cuestión es que lo que hiciste fue una locura. Y digo locura en el sentido médico de la palabra. Y no pienso vivir con un hombre mentalmente inestable.
– Por el amor de Dios, Sally. Sólo perdí los nervios…
– No, perdiste la cabeza. ¿Cómo acabaste en el aparcamiento de la NBC en pijama?
– Estaba un poco abrumado por toda la situación.
– ¿Un poco abrumado? No lo creo.
– Por favor, cariño, no podríamos hablar…
– Absolutamente, no. Y espero que estés fuera del piso cuando yo llegue mañana por la noche.