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– Espera, no puedes ordenarme que me marche. ¿Somos coinquilinos, recuerdas? El alquiler está a nombre de los dos.

– Es verdad, pero según mi abogado…

– ¿Ya has hablado con tu abogado esta mañana? Es sábado.

– Todavía no se había ido a la cama. Además, como era una urgencia…

– Eh, deja de ponerte melodramática, Sally.

– Y dices que no estás perturbado…

– Estoy muy angustiado y basta.

– Pues ya somos dos…, pero tú eres el que, según la ley de California, puede considerarse un peligro físico para el coinquilino, lo que permite que presente una orden contra ti en los juzgados que te impida ocupar el piso. Un largo silencio.

– ¿No piensas hacerlo en serio? -pregunté.

– No, no pediré la orden, siempre que me prometas dejar el piso antes de las seis de la tarde de mañana. Si sigues ahí, llamaré inmediatamente a Mel Bing y haré que ponga en marcha la rueda legal contra ti.

– Por favor, Sally, ¿podemos…?

– Esta conversación ha terminado.

– No es justo.

– Tú te lo has buscado. ¿Por qué no te haces un favor y te vas? No te lo hagas más difícil obligándome a recurrir al juzgado.

Después de eso, colgó. Me senté en el sofá, con la cara entre las manos, completamente anonadado. Primero ensucian mi nombre, después me despiden; después salgo en los periódicos con pinta de estar haciendo una prueba para el papel de Ezra Pound; luego me dan el parte de desahucio, no sólo del piso, sino también de la relación por la que rompí mi matrimonio.

¿Qué nuevo infierno seguiría?

Evidentemente tenía que llegar por cortesía de mi querida ex esposa Lucy, a través de su halcón legal, Alexander McHenry. Me llamó una hora después de la andanada de Sally.

– ¿Señor Armitage? -dijo con una voz profesional inexpresiva-. Soy Alexander McHenry, del gabinete de Platt, McHenry y Swabe. Como recordará, represento…

– Sé perfectamente a quién representa. Y también sé que si me llama el sábado por la mañana, es que tiene malas noticias.

– Bien…

– Al grano, McHenry. ¿Qué le preocupa a Lucy ahora?

Evidentemente ya sabía qué le preocupaba, porque me imaginaba que el San Francisco Chronicle había publicado la historia sobre el incidente ocurrido en el aparcamiento.

– Me temo que su ex esposa está muy alarmada por su comportamiento de ayer delante de la NBC. También está muy angustiada por la cantidad de publicidad que ha recibido el incidente, sobre todo por cómo eso puede afectar a Caitlin.

– Pensaba hablar personalmente con mi hija esta mañana.

– Me temo que no será posible.

Tragué saliva. Dos veces.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que su ex esposa cree que, en vista de su comportamiento de ayer, se le puede considerar un riesgo físico para ella y para su hija.

– ¿Cómo puede pensar eso? Nunca, nunca he hecho daño…

– Sea como sea, el hecho es que agredió al señor MacAnna en el aparcamiento de la NBC. Y también está el hecho de que acaban de despedirle de la FRT por una acusación de plagio; un incidente trágico que, como podría verificar cualquier psicólogo, es capaz de desestabilizar fácilmente el estado mental de cualquiera. En resumen se le puede considerar un riesgo grave para su ex esposa y su hija.

– Lo que pretendía decir antes de que me interrumpiera era que nunca he hecho daño ni a mi esposa ni a mi hija. Eso sería impensable para mí. Ayer perdí los nervios, eso fue todo.

– Me temo que eso no es todo, señor Armitage. A petición de su ex esposa, hemos conseguido una orden de alejamiento contra usted que le impide toda clase de contacto físico o verbal con Lucy o con Caitlin.

– No pueden impedirme ver a mi hija.

– Ya lo hemos hecho. Y debo informarle de que, si intenta contravenir la orden, si intenta ver a Caitlin o a Lucy, aunque sólo sea por teléfono, se arriesga a ser detenido y posiblemente encarcelado. ¿Le ha quedado claro, señor Armitage?

Colgué el teléfono de golpe. De nuevo, lo arranqué de la conexión. Pero esa vez no lo dejé a un lado: lo tiré al suelo y lo aplasté con el pie derecho. Cuando quedó hecho pedazos, me derrumbé en el sofá sollozando. Que se lo llevaran todo… pero a Caitlin no. No podían hacerme eso. No podían impedirme que la viera…, que hablara con ella. No podían.

Alguien golpeó la puerta con energía. Sin duda era algún vecino que había oído mi violento psicodrama con el teléfono y había decidido llamar a la policía. Pero no pensaba dejarme coger fácilmente. No pensaba abrir la puerta. Los golpes se hicieron más seguidos y más fuertes. Después oí una voz conocida.

– Vamos, David. Sé que estás ahí, abre la puerta de una vez.

Alison.

Fui a la puerta y la abrí un poco. Me di cuenta de que ella notaba inmediatamente mi aspecto desaliñado y mis ojos hundidos, todavía rojos del llanto.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunté en voz baja.

– Creo que la expresión sería: intentar salvarte de ti mismo.

– Estoy bien.

– Sí, claro. Esta mañana también se te veía estupendo en Los Angeles Times. Me encantó el pijama. Justo lo que le gusta a una agente que su cliente estrella lleve puesto en un aparcamiento, mientras intenta darle una paliza…

– No intentaba darle una paliza.

– Ah, bueno, entonces no hay ningún problema. ¿Vas a dejarme pasar o qué?

Me aparté del umbral y entré. Ella me siguió. Me senté en el sofá mirando fijamente el suelo. Alison cerró la puerta y echó un vistazo al teléfono hecho añicos en el suelo.

– ¿Es eso un…, perdón, era un Bang and Olufsen?

– Sí, lo era.

– Buen gusto. Lástima que ya no vuelva a funcionar.

– A la mierda. A la mierda todo.

– ¿Es esto una reacción a lo de la NBC?

Entonces le conté las consecuencias de la foto, que Sally me había desahuciado tanto de nuestra relación como del piso, y que Lucy me quería impedir ver a mi hija. Alison estuvo un buen rato sin decir nada. Luego, en cuanto empecé a culparme a mí mismo por haber provocado aquel desastre, habló finalmente.

– Te llevaré fuera de la ciudad.

– ¿Qué dices?

– Te sacaré de aquí y te llevaré a un lugar tranquilo y seguro, donde no puedas meterte en más líos.

– Estoy bien, Alison.

– No, no lo estás. Cuanto más tiempo te quedes en Los Ángeles, más posibilidades tienes de convertir este asunto en un programa freak.

– Muchas gracias.

– Es la verdad. Te guste o no, estás fuera de control. Y si sigues estando fuera de control públicamente, será una alegría para los periódicos, pero a ti te dejará definitivamente fuera de juego en lo que respecta a trabajar en el futuro.

– Ya estoy acabado, Alison.

– No pienso ni hablar de eso ahora mismo. ¿Cuándo quiere Sally que te marches?

– Mañana a las seis de la tarde.

– De acuerdo, cada cosa a su tiempo. Dame tus llaves del piso.

– ¿Por qué?

– Porque mañana voy a empaquetar todas tus cosas.

– Ya lo haré yo.

– No, tú no harás nada. Nos vamos dentro de treinta minutos.

– ¿Adónde?

– A un sitio que conozco.

– No me llevarás a la Betty Ford, ¿verdad?

– Ni hablar. Sólo te llevo a un lugar donde no puedas meterte en líos, y donde tengas tiempo de recuperarte un poco. Confía en mí, ahora lo que necesitas es dormir y tiempo para pensar.

Suspiré. Profundamente. Y también pensé: te guste o no, tiene razón. Me sentía tenso como una cuerda de violín, y empezaba a preguntarme en serio si resistiría todo el fin de semana sin hacer algo definitivo y estúpido… como tirarme por la ventana.

– De acuerdo -dije bajito-. ¿Qué quieres que haga?

– Llena un par de bolsas. No tienes que llevarte libros o cedes, habrá muchos en el sitio donde te llevo. Pero llévate el portátil, para poder conectarte. Después dúchate y aféitate esa media barba horrorosa. Te empiezas a parecer a un terrorista Unabomber.

Obedecí. Al cabo de media hora, estaba limpio, afeitado, me había cambiado de ropa y cargaba un par de bolsas y un ordenador portátil en el coche de Alison.