Выбрать главу

– Vale, el trato es éste -dijo-. Vamos a conducir por la Pacific Coast un par de horas. Yo cogeré mi coche, tú el tuyo… con una norma importante: no hagas un número de desaparición súbita y te desvanezcas en el olvido…

– ¿Quién te crees que soy? ¿Jack Kerouac?

– Sólo quería…

– Te lo prometo, no voy a desaparecer.

– Bien, pero si nos separamos, llámame al móvil.

– Soy bueno siguiendo -dije.

La verdad es que no necesité llamarla al móvil ni una sola vez, porque pude seguirla perfectamente por la autopista Pacific Coast hasta que cogimos el desvío a una pequeña ciudad llamada Meredith. Pasamos por una calle estrecha de tiendas (entre ellas una librería y una pequeña tienda de ultramarinos), seguimos por una tortuosa calle asfaltada de dos carriles hasta una pista que se adentraba en un bosque denso y terminaba en una casita. De hecho, casita era una palabra poco adecuada, porque el lugar era una construcción de madera clara, frente a una playita de guijarros, en la que rompían las aguas del Pacífico. La casa en sí estaba en un terreno de unos mil metros cuadrados… pero el paisaje costero era absolutamente sublime, y me gustó la visión de una hamaca colgada entre dos árboles, que permitía que su ocupante se echara a disfrutar de la vista del océano.

– No está mal el sitio -dije-. ¿Es tu refugio secreto?

– Ojalá fuera mío. No, es de Willard Stevens, ese cabrón afortunado.

Willard Stevens era un guionista cliente de Alison, quien (como mi defensor borrachín, Justin Wanamaker) había sido el no va más en la época de las turbulentas películas de los setenta, pero que en aquel momento se ganaba respetablemente la vida revisando textos.

– ¿Y dónde está Willard?

– En Londres, durante tres meses, revisando la nueva película de Bond.

– ¿Tres meses para una revisión?

– Creo que, ya puesto, tiene pensado pasar unos días en la Costa Azul. En fin, me dejó la llave de la casa mientras estaba fuera. Sólo la he utilizado una vez. Y como no volverá hasta dentro de diez semanas…

– No pienso pasarme diez semanas aquí.

– Vale, vale. Esto no es una celda acolchada. Tienes coche. Eres libre de ir y venir si te apetece. Lo único que te pido, para empezar, es que pases una semana aquí. Como si fueran unas vacaciones, una oportunidad para tranquilizarte y aclararte las ideas lejos del ruido de la ciudad. ¿Me prometes que te quedarás una semana?

– Todavía no la he visto por dentro.

En cuanto entré en la casa, me comprometí a quedarme una semana. El sitio era precioso. Paredes blanqueadas, suelo de piedra, una butaca enorme y cómoda y un sofá enorme y cómodo (los dos blancos). Una cocina pequeña y funcional. Cinco estantes de libros. Cinco estantes más de cedes, una mezcla excelente de música de jazz y clásica. Cinco estantes de vídeos. Una pequeña cadena de música. Un televisor de tamaño modesto y un vídeo. Un dormitorio con una cama grande estilo Mission y un baño todo blanco, con una bañera hundida en el suelo.

– Perfecto -dije.

– Me alegro de que te guste. ¿Me prometes que no vas a aplastar teléfonos ni nada?

– Oye, no soy un psicópata, ¿vale?

– De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, sólo hay un teléfono, y la televisión no recibe cadenas porque Willard decidió que sólo quería ver películas antiguas. Pero su filmoteca es muy buena. Y hay mucho que leer y escuchar, como puedes ver. La radio de la cadena sí que coge emisoras locales, si quieres estar al día de las noticias y escuchar programas de cocina. Ya habrás visto la tienda de ultramarinos del pueblo. El supermercado grande más cercano está a unos ochenta kilómetros, pero deberías encontrar todo lo que necesites…

– Seguro que estaré bien -dije.

– Ahora escucha -insistió, sentándose en el sofá y haciéndome señales para que me sentara en la butaca-. Necesito que me prometas dos cosas.

– No, no destrozaré la casa. No, no recrearé la escena final de James Mason en Ha nacido una estrella y me meteré en el mar para no volver. No, no desapareceré…

Me interrumpió para decir:

– Y no, no pondrás los pies en los límites de la ciudad de Los Ángeles. Y no, no llamarás a la FRT o a la Warner o a nadie del trabajo. Y no, y éste es el no más importante de todos, intentarás ponerte en contacto con Sally, Lucy o Caitlin.

– ¿Cómo pretendes que no hable con mi hija?

– Hablarás con tu hija, pero sólo si me dejas llevarlo a mí. ¿Cómo se llama el abogado de tu divorcio?

– Olvídalo. Es un imbécil. Dejó que el abogado de Lucy me destripara.

– De acuerdo, entonces llamaré al mío y le pediré que nos busque a un nazi. Pero tengo que repetírtelo otra vez…

– Lo sé, si llamo a Caitlin, convertiré una situación catastrófica en un cataclismo.

– Bien dicho. También hablaré con tu contable…, sigue siendo Sandy Meyer, ¿verdad? Le pediré que me ponga al día de tus obligaciones, con Hacienda y otras cosas divertidas. Mañana, antes de las seis de la tarde, sacaré todas tus cosas del piso y las meteré en un almacén, y trataré con Sally algunos detalles, como tu parte del depósito, los muebles que comprasteis juntos, etc.

– Deja que se lo quede todo.

– No.

– Lo he echado a perder con ella. Como lo he echado a perder con todos y con todo. Y ahora…

– Ahora vas a pasarte una semana como mínimo dando largos paseos, leyendo en la hamaca, reduciendo tu ingesta diaria de alcohol a un vaso o dos de vino de Napa bueno e intentando dormir. ¿Está claro?

– Sí, sí, doctora.

– Hablando de doctores, una última cosa… y no te pongas a gritar. Un terapeuta que se llama Matthew Sims te llamará sobre las once, mañana por la mañana. Lo he contratado para una sesión de cincuenta minutos, y si te gusta, te hará una sesión diaria por teléfono. Te doy mi palabra: para ser terapeuta, es de lo mejorcito.

– ¿Es tu terapeuta?

– No te sorprendas tanto.

– Es que… no había pensado…

– Cariño, soy una agente de Hollywood. Por supuesto que tengo terapeuta. Y éste lo hace muy bien por teléfono, y creo que tienes claro que necesitas hablar con alguien ahora mismo, de modo que…

– De acuerdo, hablaré con él.

– Bien.

– Alison.

– ¿Sí?

– No tenías por qué hacer esto.

– Sí, yo creo que sí.

– Lo siento tanto…

– Cállate.

– De acuerdo.

– Ahora tengo que irme y volver a la ciudad. Esta noche tengo una cita potente.

– ¿Alguien interesante?

– Tiene sesenta y tres años, es un jefazo de los estudios, jubilado. Seguro que ya le han hecho un triple bypass y está en la primera fase del Alzheimer. Pero no voy a decir que no a un poco de juerga.

– Por Dios, Alison…

– Mira quién habla, el mojigato. Tengo cincuenta y siete años, pero no soy tu madre. Así que tengo derecho al sexo.

– No he dicho nada.

– Faltaría más -dijo, dedicándome una de sus sonrisas sesgadas. Después se adelantó y me cogió las manos-. Quiero que estés bien.

– Lo intentaré.

– Y recuerda, pase lo que pase profesionalmente, de un modo u otro sobrevivirás. Aunque parezca sorprendente, la vida sigue. Intenta no olvidarlo.

– Claro.

– Ahora súbete a la hamaca.

En cuanto Alison se marchó, hice lo que me había ordenado. Cogí un ejemplar de El hombre delgado de Hammett, del estante de Willard Stevens, y me eché en la hamaca. A pesar de que es una de mis novelas de misterio favoritas, de golpe el estrés y la fatiga de los días precedentes se apoderó de mí, y me dormí después de la primera página. Cuando me desperté, el aire se había vuelto frío y el sol empezaba a hundirse en el Pacífico. Me sentía frío y desorientado…, pero a los pocos segundos, el abrumador escenario en el que se había convertido mi vida volvió como una tromba a mi cerebro. Mi primera reacción habría sido coger el teléfono, llamar a Lucy y decirle que estaba jugando al juego más vil imaginable, y después le pediría que me dejara hablar con Caitlin. Pero hice un esfuerzo por calmar mi furia, acordándome de lo que había sucedido cuando había decidido enfrentarme a MacAnna (consciente también de que el mundo se me echaría encima si vulneraba la orden del tribunal). De modo que me levanté de la hamaca y entré en la casa. Me lavé la cara y me puse un jersey. Después, viendo que la despensa estaba vacía, me metí en el coche y fui a la tienda.