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– No quiero hablar de eso, por favor.

– Como quieras, David.

– Pero ésta es una buena noticia, Alison. Muy buena, la verdad. Nunca creí que diría esto de una novelización, pero…

– Es mucho mejor que nada -dijo Alison.

Aquella noche dormí bien. Me desperté al día siguiente, sintiéndome extrañamente descansado y curiosamente enérgico. Cierto que era un trabajo que siempre despreciaría. Cierto que era un paso atrás abrumador desde las deslumbrantes cumbres de la creación de una serie de televisión importante, de moda y sofisticada. Y cierto que sería monótono: dos semanas sí, dos semanas no. Pero podría cumplir con parte de mis obligaciones. Si Max Michaels estaba contento con las primeras seis adaptaciones, quizás Alison podría convencerle para que me mantuviera como un novelador en nómina. Con aquella tarifa, descontando la comisión de Alison y los impuestos, podría seguir pagando a Lucy y liquidar mi deuda con la FRT y la Warner en más o menos dos años.

– Me alegro de verle tan optimista -dijo Matthew Sims durante nuestra siguiente sesión.

– Es que es estupendo pensar que he encontrado una salida.

Pasó una semana. El cheque de Max Michaels llegó a través de Alison. Lo ingresé y transferí inmediatamente el total a la cuenta de Lucy, y le mandé un correo electrónico (finalmente había decidido enfrentarme otra vez al mundo y volver a conectar el ordenador a la línea telefónica) que decía sólo: «Hoy he ingresado en tu cuenta dos meses de pensión. Me gustaría hablar contigo algún día, pero dejo la decisión en tus manos».

La noche siguiente, cuando estaba despidiéndome de Caitlin por teléfono, le pregunté a mi hija si podía hablar con su madre.

– Lo siento, papá, pero dice que no puede ponerse.

No insistí.

Pasaron dos días más y como no había noticias del nuevo guión de Max Michaels, le envié un correo electrónico a Alison, preguntándole si sabía qué pasaba. Ella me contestó diciendo que había hablado con Max Michaels el día anterior y todo estaba bien. De hecho, le había dicho que había hablado con su departamento de derechos para que le mandaran el contrato por Fedex al día siguiente.

Pero al día siguiente, recibí una llamada de Alison y su voz delataba los temblores de las «malas noticias».

– No sé cómo decirte esto… -empezó.

Estaba a punto de decir: «¿Y ahora qué?» pero me callé.

– Max ha anulado el contrato.

– ¿Qué?

– Ha anulado el contrato.

– ¿Por qué?

– Nuestro viejo amigo, Theo MacAnna…

– Oh no…

– Te leeré el artículo. Son sólo unas líneas: «Oh, cuan bajo han caído los poderosos. El creador de Te vendo, David Armitage, despedido por la FRT por plagiar la obra de otros (denunciado primero por esta columna), y después avergonzado públicamente por haber agredido a un periodista (es decir, a mí) en el aparcamiento de la NBC, se ha visto reducido al nivel más bajo de la denominada “escritura creativa”, más conocida como novelización. Según un topo en la Zenith Publishing de Nueva York, el ex ganador de un Emmy (recientemente despojado de su premio por la American Academy of Television Arts and Sciences) se ha visto obligado a redactar adaptaciones baratas en libro para películas de próximo estreno. Adivinen qué película acaba de novelar el ex chico de oro de la televisión: una tonta película para adolescentes de New Line, Perderlo todo…, que, por lo que se rumorea, hace que American Pie parezca un Bergman del último período. Mejor aún es el seudónimo que ha elegido Armitage para ocultarse: John Ford. No sabemos si se refiere al gran director de westerns o al dramaturgo que escribió Lástima que sea una zorra…, aunque en el caso de Armitage, el título podría ser: Lástima que sea un plagiario».

Un largo silencio. No me sentí ni mareado, ni traumatizado por los horrores de la guerra, ni hundido, porque ya había pasado por aquellas fases. Sólo me sentí atontado, como un boxeador que hubiera recibido un golpe de más en la cabeza y ya no pudiera sentir nada más que una catatonia paralizante.

Por fin habló Alison:

– David, no sé cómo decirte…

– ¿Max Michaels ha leído eso y ha anulado el contrato? -pregunté con una voz extrañamente calma.

– Sí. Y muy a su pesar. Porque le gustaba mucho tu trabajo. Pero su junta se le ha puesto en contra…

– ¿Por dar trabajo a un reconocido plagiario?

– Algo así.

– De acuerdo -dije inexpresivamente.

– Mira, estoy hablando con un abogado muy importante que conozco sobre una posible demanda por difamación contra Mac Anna.

– No te molestes.

– No digas eso, por favor, David.

– Oye, ahora sé que estoy derrotado. Definitivamente derrotado.

– Podemos demandarle.

– No es necesario. Pero escucha, antes de colgar sólo quiero decirte esto: no sólo has sido una agente extraordinaria, también has sido la mejor amiga que pueda imaginarse.

– David, ¿qué quieres decir con eso?

– Nada excepto que…

– No vas a hacer una estupidez, ¿verdad?

– ¿Como chocar con el Porsche contra un árbol? No, no le daré esa satisfacción a MacAnna. Pero me rindo.

– No digas eso.

– Lo digo.

– Te llamaré mañana.

– Cuando quieras.

Colgué. Y con toda tranquilidad, racionalmente, cogí mi ordenador portátil y todos los papeles de propiedad del coche. Después telefoneé a un concesionario de Porsche de Santa Bárbara con el que había hablado hacía una semana. Me dijeron que su mecánico estaría aquella mañana y que podía pasar al cabo de una hora.

Cogí el coche y me dirigí al norte. Llegué al local del concesionario y el vendedor salió a recibirme. Me ofreció un café, que rechacé. Me dijo que tendría la tasación del coche y el precio de compra listos en un par de horas. Le pedí que me pidiera un taxi. Cuando llegó, le dije al taxista que me llevara a la casa de empeños más cercana. Me miró con desconfianza por el retrovisor, pero hizo lo que le pedí. Cuando llegamos a la tienda, le dije que esperara. La ventana estaba protegida con rejas y había una cámara de seguridad en la puerta blindada de acero. Me abrieron y entré a un diminuto vestíbulo con el linóleo despegado, luces fluorescentes y una ventana con cristal a prueba de balas. Aquél era un prestamista muy nervioso. Un tipo muy gordo de unos cuarenta años apareció en la ventana, y me habló mientras devoraba un bocadillo.

– ¿Qué me trae? -preguntó.

– Un Toshiba Tecra portátil de última generación. Pentium III, iz8 megabytes de RAM, DVD, pantalla grande, comprado nuevo por cinco mil quinientos dólares.

– Pásemelo -dijo, levantando una parte de la ventana.

Se lo pasé, lo examinó por encima, lo enchufó, lo encendió, y miró los programas instalados en el escritorio de Windows. Luego lo apagó, lo cerró y se encogió de hombros.

– El problema con estos chismes es que seis meses después de salir al mercado ya están pasados de moda. Y su valor de segunda mano no es mucho. Cuatrocientos dólares.

– Mil.

– Seiscientos.

– Hecho.

Cuando volví al concesionario de Porsche, el vendedor tenía a punto la tasación y la oferta de compra era de 39.280 dólares.

– Me esperaba cuarenta y dos o cuarenta y tres mil -comenté.

– Cuarenta es el máximo que le puedo dar.

– Hecho.

Le pedí un cheque de caja. Le pedí que me llamara otro taxi para que me llevara a la sucursal más próxima del Bank of America. Enseñé muchas identificaciones. Hubo que llamar a mi sucursal del Bank of America de West Hollywood. Tuve que firmar muchos formularios. Pero por fin aceptaron ingresar el cheque de cuarenta mil dólares y transferir la cantidad de treinta y tres mil a la cuenta de Lucy en Sausalito. Salí del banco con siete mil dólares en efectivo y cogí otro taxi que me llevó a una tienda de coches usados, no muy lejos del concesionario Porsche. La diferencia era que aquella tienda sólo tenía vehículos de la gama más baja. Por cinco mil dólares pude comprar un Volkswagen Golf azul marino de 1990 con «sólo 158.000 kilómetros» y seis meses de garantía. Utilicé el teléfono de la tienda para llamar a mi compañía de seguros. Se quedaron bastante asombrados cuando les dije que había cambiado el Porsche por un Golf de siete años, que valía cinco mil dólares.