– Todavía le quedan nueve meses de seguro del Porsche. Pero el del Golf vale una tercera parte, lo que significa que sobran unos quinientos dólares.
– Mándeme un cheque, por favor.
Y le di la dirección de Meredith.
Fui con mi viejo coche nuevo a un cybercafé, en un barrio elegante de Santa Bárbara. Me concedí un capuchino y después me conecté a la red. Mandé un mensaje a Lucy: «He ingresado tres meses más de pensión en tu cuenta. Eso quiere decir que te he pagado los próximos cinco meses. Todavía espero poder hablar contigo algún día. Mientras tanto, quiero que sepas esto: cometí un grave error haciendo lo que hice. Ahora me doy cuenta, y lo siento muchísimo».
Después de mandar el mensaje, utilicé el teléfono del café y llamé a American Express, Visa y MasterCard. Las tres empresas me confirmaron que no debía absolutamente nada (había seguido el consejo de Sandy hacía varias semanas y había utilizado el saldo de mi cuenta para liquidar esas deudas). Cada una de las tres empresas intentó convencerme de que no cerrara mi cuenta con ellos. («No hay ninguna necesidad, señor Armitage -me dijo la mujer de American Express-, no sabe cuánto sentiríamos perder a un cliente tan bueno como usted.») Pero no me dejé convencer: «Anulen todas las cuentas con efecto inmediato y mándenme los formularios que sea necesario firmar a mi nueva dirección en Meredith».
Antes de salir del café, me paré en el mostrador y pregunté si tenían unas tijeras. Me dejaron unas y con ellas corté mis tarjetas de crédito Oro en cuatro pedazos. El chico del mostrador me observó hacerlo:
– ¿Le han ascendido a Platino o qué? -preguntó.
Me reí y le dejé las tarjetas inutilizadas en la mano. Después me marché.
En el camino de vuelta a Meredith, hice algunos cálculos mentales. Tenía mil setecientos dólares en mi cuenta. Tres mil seiscientos en el bolsillo. Un cheque de quinientos dólares en camino de la compañía de seguros. Cinco meses de pensión pagados. Cinco meses más sin pagar alquiler en la casita de Willard, y con un poco de suerte, podía decidir alargar su estancia en Londres (aunque yo no planificaba a tan largo plazo). No tenía deudas. No tenía facturas importantes, sobre todo gracias a Alison (Dios la bendiga), que había insistido en pagar a Matthew Sims con su comisión de mi novelización (me dijo que había ganado tanto dinero conmigo durante mis dos años lucrativos que lo menos que podía hacer era pagar la factura de mi loquero). Mi seguro médico estaba pagado nueve meses más. Había decidido prescindir de los servicios de mi terapeuta. No necesitaba ropa, ni libros, ni plumas caras, ni cedes, ni vídeos, ni entrenadores personales, ni cortes de pelo de setenta y cinco dólares, ni sesiones de blanqueo de dientes en el dentista (coste: dos mil dólares al año), ni vacaciones de cuatro mil dólares en hotelitos encantadores en una playa de la Baja California…, en resumen, nada de la costosa parafernalia que había llenado mi vida. Poseía cinco mil ochocientos dólares. Las facturas de la casa no subían a más de treinta dólares a la semana, y apenas usaba el teléfono. Entre la comida, un par de botellas de vino modesto, algunas cervezas y una escapada de vez en cuando al multicine del pueblo, podía seguir manteniendo mi presupuesto de doscientos dólares a la semana. Y eso significaba que era autónomo durante las siguientes veintiséis semanas.
Era una sensación extraña, haberlo reducido todo a aquel nivel. No exactamente liberador en un sentido de chorradas zen, sino algo mucho más complejo. Al haberme desprendido de todo, no me consideraba de repente espiritualmente gratificado o afortunado. A decir verdad, seguía afectándome el atontamiento que se había apoderado de mí la noche en que Alison me había dicho lo de la última columna de MacAnna. Me sentía como cuando has estado en uno de esos terribles accidentes en los que el impacto sigue siendo sísmico y omnipresente. Pero no era del todo consciente de eso. Más bien me sentía como si hiciera todo aquello y tomara todas esas decisiones con el piloto automático. Como al cortar las tarjetas de crédito. O al vender el ordenador. O al entrar en Books and Company, en la calle principal de Meredith, para solicitar un empleo.
Books and Company era una rareza: una librería pequeña e independiente, que seguía funcionando en un mundo de grandes cadenas de tiendas monoculturales. Era la clase de tienda que olía a madera pulida y vigas de madera a la vista y suelo de parqué, y que contenía la clásica mezcla de literatura de ficción de calidad, novelas populares, libros de cocina y una sección infantil apreciable. Había habido un letrero en el escaparate en las últimas semanas, informando a los buenos ciudadanos de Meredith de que la librería necesitaba un dependiente a jornada completa, y que los interesados podían hablar con el dueño, Les Pearson.
Les rondaba los sesenta: llevaba barba, gafas, una camisa vaquera azul y Levis azules. Me lo podía imaginar fácilmente husmeando en la librería City Lights de San Francisco durante el verano del amor, o siendo el orgulloso propietario de unos bongos. Entonces, en cambio, exudaba la paz de la madurez, como correspondía al dueño de una pequeña librería en una pequeña ciudad costera exclusiva.
Estaba de pie detrás del mostrador cuando yo entré en la tienda. Ya me había visto antes, porque yo había entrado de vez en cuando a curiosear. Por lo tanto su primera pregunta fue:
– ¿Necesita ayuda?
– De hecho, he venido a solicitar el empleo.
– ¿En serio? -dijo, mirándome con más atención-. ¿Ha trabajado antes en una librería?
– ¿Conoce la Book Soup de Los Ángeles?
– Cómo no.
– Trabajé allí trece años.
– Pero ahora vive aquí, porque le he visto otras veces en la librería.
– Sí, vivo en casa de Willard Stevens.
– Ah, claro, me dijeron que alguien estaba viviendo en la casa. ¿De qué conoce a Willard?
– Teníamos la misma agente.
– ¿Es usted escritor?
– Lo era.
– Bueno, soy Les.
– Y yo soy David Armitage.
– ¿De qué me suena su nombre?
Me encogí de hombros.
– ¿De verdad le interesa este empleo?
– Me gustan las librerías y conozco el oficio.
– Son cuarenta horas a la semana, de miércoles a domingo, de once a siete, con una hora para almorzar. Como es una librería pequeña e independiente, no puedo pagarle más de siete dólares a la hora, unos doscientos ochenta a la semana. No hay seguro médico, lo siento, ni beneficios… excepto café gratis y el cincuenta por ciento de descuento en sus compras. ¿Le parecen bien doscientos ochenta a la semana?
– Sí. Está bien.
– ¿Y si quiero pedir referencias?
Cogí un cuaderno y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y apunté el nombre de Andy Barron, el director de Book Soup (quien sabía que sería lo bastante discreto para no ir contando por el mundo que había solicitado un empleo en una librería). También le di el teléfono de Alison.
– Trabajé para Andy y Alison era mi representante -dije-. Y si quiere ponerse en contacto conmigo…
– Tengo el número de Willard en la agenda. -Me tendió la mano-. Le llamaré.
El teléfono de la casa sonó aquella tarde.
– ¿Se puede saber qué haces solicitando empleo en una jodida librería? -preguntó Alison.
– Hola, Alison -dije tranquilamente-. ¿Cómo va por Los Ángeles?
– Contaminado. Por favor, contesta a mi pregunta. Porque me he quedado perpleja cuando me ha llamado un tal Les Pearson diciendo que estaba pensando en darte trabajo en su librería.
– ¿Le has dado buenas referencias de mí?
– ¿Tú qué crees? Pero ¿por qué lo haces?
– Necesito trabajar, Alison.
– ¿Y por qué coño no has respondido a ninguno de mis correos de los últimos dos días?
– Porque me he deshecho del ordenador.