– Por el amor de Dios, David. ¿Por qué?
– Porque ya no estoy en el mercado de escritores, por eso.
– No digas eso.
– Lo digo porque es verdad.
– Estoy segura de que si busco bien puedo encontrarte algo.
– ¿Qué? ¿Una adaptación de una telenovela serbia? ¿Una corrección rápida de una película de vampiros mexicana? Las cosas claras, si no puedo ni mantener un trabajo de novelización porque el editor se avergüenza de que le asocien conmigo, incluso trabajando con seudónimo, ¿quién va a contratarme? La respuesta es nadie.
– Tal vez inmediatamente no. Pero…
– ¿Cuándo? La respuesta es nunca. ¿Recuerdas a la periodista del Washington Post a la que le quitaron el Pulitzer porque resultó que se lo había inventado todo? ¿Sabes lo que está haciendo diez años después de su pequeña trasgresión? Vender cosméticos en unos grandes almacenes. Eso es lo que pasa cuando te hacen quedar como un tramposo literario: acabas de dependiente.
– Pero tú sabes que, en comparación con aquella periodista, no hiciste nada tan grave.
– Theo MacAnna ha logrado convencer al mundo de lo contrario… y ahora mi carrera ha terminado.
– David, no me gusta que hables con tanta calma.
– Pero es que estoy calmado y muy satisfecho.
– No estás tomando Prozac, ¿verdad?
– Ni siquiera valeriana.
– ¿Por qué no me dejas ir a visitarte?
– Dentro de unas semanas, por favor. Como decía Greta Garbo: ahora quiero estar solo.
– ¿Seguro que estás bien?
– Nunca he estado mejor.
– No me gusta cómo suena eso -dijo ella.
Una hora después, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Les Pearson.
– Bueno, tanto Andy Barron como su agente le han puesto por las nubes. Y como vive aquí mismo…, qué puedo decir: ¿cuándo puede empezar?
– Mañana, si quiere.
– Quedamos a las diez. Ah…, otra cosa: he sentido mucho enterarme de todo lo que le había sucedido.
– Todo eso ya es agua pasada. Pero gracias.
Tal como habíamos quedado, empecé a trabajar al día siguiente. Era un trabajo fáciclass="underline" entre miércoles y domingo, yo solo llevaba toda la librería. Estaba en la caja, atendía a los clientes, estaba en la oficina, para comprobar pedidos y hacer inventario, barría la tienda y pasaba un trapo para quitar el polvo de los estantes, limpiaba el baño, hacía la caja e ingresaba el dinero cada noche en el banco del pueblo, y hasta tenía un par de horas cada día para leer detrás del mostrador.
Era muy fácil, sobre todo durante la semana, cuando sólo entraba algún habitante del pueblo de vez en cuando. Los fines de semana había un poco más de movimiento, especialmente cuando los angelinos acudían en masa al pueblo. Pero el trabajo no era precisamente agobiante. Nunca supe si alguno de los clientes de Meredith había descubierto quién era yo. Nunca lo pregunté. En su favor hay que decir que nadie me hizo ningún comentario ni me miró de soslayo. En Meredith había una norma no escrita que exigía mantener una distancia cortés con los demás, y a mí me iba bien. Y cuando los de Los Ángeles venían al pueblo el viernes por la noche, nunca veía a nadie del «sector», sobre todo porque, a excepción del ausente Willard Stevens, Meredith era un pueblo que atraía a una población de fin de semana de abogados, médicos y dentistas. Para ellos, yo sólo era el dependiente de la librería, si bien un dependiente que, en unas pocas semanas, empezó a cambiar de aspecto.
Para empezar, adelgacé unos siete kilos, y me quedé en una talla extradelgada de setenta y tres kilos. Al principio se debió al estrés, pero también contribuyó la reducción de la ingesta de alcohol a una cerveza o una copa de vino al día. Y mi dieta era sencilla y baja en grasas. También empecé a correr por la playa todos los días, y llegué a más de seis kilómetros en pocas semanas. Al mismo tiempo, decidí ahorrarme el afeitado matinal. El pelo también me creció. Al final del segundo mes en la librería, empezaba a parecer un superviviente demacrado de los sesenta, sobre todo porque mi barba empezaba a ser realmente larga y el pelo me tapaba las orejas, y estaba a punto de llegarme a los hombros. Pero ni Les ni nadie de Meredith me dijo nada sobre mi nuevo aspecto hippy. Hacía mi trabajo y lo hacía bien. Era laborioso, directo y siempre educado. La vida transcurría tranquilamente.
Por su parte, Les era un jefe agradable. Sólo trabajaba los lunes y los martes (los dos días que yo tenía libres). El resto de los días los pasaba navegando y jugando a la bolsa en Internet. En una de nuestras conversaciones me dio a entender que había heredado algo de dinero de la familia, y eso le había permitido abrir la librería (un antiguo sueño de los años en que trabajaba de publicista en Seattle) y mantener un agradable estilo de vida en aquel rincón de la Pacific Coast Highway. También me mencionó en una ocasión, de paso, que estaba divorciado, pero vivía con una novia. Como era de esperar, no la llegué a conocer. Y cuando el día que empecé a trabajar le comenté que tenía que llamar a mi hija cada dos días a las siete, Les insistió para que lo hiciera desde la tienda. Cuando me ofrecí a pagar aquella llamada habitual de quince minutos, no quiso ni oír hablar de ello.
– Tómatelo como un beneficio del trabajo -dijo.
De todos modos, Lucy seguía sin querer hablar conmigo. Después de dos meses, llamé a Walter Dickerson y le pregunté si podía intentar negociar alguna clase de visita a Caitlin.
– Si Lucy quiere que sea supervisada, estoy dispuesto a aceptarlo -dije-. Estoy desesperado por ver de nuevo a mi hija.
Pero al cabo de unos días, Dickerson me llamó para darme la mala noticia:
– La situación no ha cambiado, David. Según el abogado de su esposa, ella sigue «insegura» respecto a la idea de que la vea personalmente. La buena noticia, sin embargo, es que, según su abogado, Caitlin está presionando a su madre sobre el tema, y exige saber por qué no puede ver a su padre. La otra buena noticia es que, después de un tira y afloja, le he conseguido una llamada diaria.
– Ésa es una buena noticia.
– Dele un poco más de tiempo, David. Siga comportándose tan bien. Tarde o temprano, Lucy tendrá que ceder.
– Gracias por conseguirme las llamadas. ¿Sabe dónde mandar la factura?
– Esta vez invita la casa.
Al tercer mes de trabajar en Books and Company, la vida se había convertido en una agradable y compartimentada rutina. Corría, trabajaba, cerraba la tienda a las siete, llamaba a Caitlin a diario, volvía a casa, leía o veía una película. En mis días libres, a menudo conducía por la costa. O pasaba la tarde en el multicine y a veces comía en un restaurante mexicano modesto de Santa Bárbara. Intentaba no pensar en lo que pasaría al cabo de ocho semanas cuando tuviera que pagar los once mil dólares de pensión. Intentaba no pensar en cómo afrontaría los pagos de la FRT y la Warner Brothers, que tenía pendientes. Y también intentaba no pensar en qué sería de mí cuando Willard Stevens decidiera volver de Londres, que según Alison sería dentro de tres meses.
Por el momento había decidido afrontar las cosas día a día. Sabía que, si empezaba a plantearme el futuro, volvería a caer en un estado de hiperansiedad.
Alison, todo hay que decirlo, siguió llamándome todas las semanas. No tenía novedades que comunicarme, no había perspectivas de trabajo, ningún cobro de derechos de autor o derechos de nueva sindicación porque, evidentemente, lo había perdido todo cuando anularon mi contrato con la FRT. Pero ella seguía insistiendo en llamarme todos los sábados por la mañana, sólo para saber cómo me iba. Yo siempre le decía que todo iba bien.
– Estaría más contenta si me dijeras que todo te va fatal -decía ella.
– Pero es que no me va fatal.
– Creo que estás en una especie de fase de negación cósmica -decía entonces-, que un día te caerá encima como King Kong.
– Qué se le va a hacer -contestaba yo.
– Otra cosa, David: uno de estos días podrías llenarme de asombro y gastarte un céntimo para llamarme.
Dos semanas después, eso fue lo que hice. Eran las diez de la mañana. Acababa de abrir la librería. No había clientes, así que me preparé un café y eché un vistazo al correo. Decidí mirar por encima Los Angeles Times -hacía poco que había empezado a leer de nuevo los periódicos- y en la sección de «Arte y Espectáculos» en un rincón, vi el siguiente artículo: