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Miré fijamente la pila de papeles que llenaban la mesa de Alison. Todavía intentaba orientarme en la sala de espejos en la que me encontraba, y asumir que no había salida: que mi obra era ahora la obra de Fleck. Nada de lo que pudiera decir o hacer lo cambiaría.

– Hay algo más que necesitas saber -dijo Alison-. Cuando le conté al detective cómo había hundido tu carrera Theo MacAnna le interesó mucho y dijo que lo investigaría.

De nuevo, Alison sacó una carpeta y de ella un par de fotocopias. Me las alargó y dijo:

– Échales un vistazo.

Las miré y vi que en la mano tenía un estado de cuentas del Bank of California de la cuenta de un tal Theodor MacAnna, domiciliado en el 1158 de King's Road, West Hollywood, California.

– ¿Cómo coño lo ha conseguido?

– No se lo pregunté. Prefería no saberlo. Pero digamos que, donde hay un testamento, hay un familiar. En fin, mira la columna de los ingresos, el catorce de cada mes. Como verás, hay un ingreso de diez mil dólares de una empresa llamada Lubitsch Holdings. Mi detective ha comprobado cuál es esa empresa y resulta que es una compañía petrolera registrada en las islas Caimán, que no se sabe a quién pertenece. Es más, también descubrió que MacAnna gana la miseria de treinta y cuatro mil al año en Hollywood Legit, pero también se saca cincuenta mil más como corresponsal ocasional de Hollywood para algunos periódicos ingleses. No tiene ingresos familiares ni inversiones, ni nada. Sin embargo, durante los últimos seis meses, ha recibido diez billetes grandes al mes de una misteriosa sociedad llamada Lubitsch.

Silencio.

– ¿Cuándo estuviste en la isla de Fleck? -me preguntó.

– Hace siete meses.

– ¿No me dijiste que era una especie de cinéfilo?

– La antonomasia del coleccionista de cine.

– ¿Cuál es la única persona que conoces que se llame Lubitsch?

– Ernst Lubitsch, el gran director de comedias de los años treinta.

– Sólo a un cinéfilo le parecería gracioso poner el nombre de un legendario director de Hollywood a una empresa petrolera de las islas Caimán.

Un largo silencio.

– ¿Fleck pagó a MacAnna para que encontrara algo con que destruirme? -pregunté.

Alison se encogió de hombros.

– De nuevo, no tenemos pruebas claras, porque Fleck ha tapado su rastro endemoniadamente bien. Pero el detective y yo estamos de acuerdo: eso parece ser lo que ha pasado.

Me recosté en la silla, pensando, pensando, pensando. Las piezas de aquel perverso rompecabezas se estaban juntando repentinamente en mi cabeza. En los últimos seis meses, había creído que la catástrofe que estaba viviendo podía atribuirse sólo al destino; la teoría del dominó del desastre, en la que una desgracia provoca otra, que a su vez… Pero en aquel momento me daba cuenta de algo: todo había sido cuidadosamente orquestado, manipulado, instigado desde el principio. Para Fleck, yo no era más que una marioneta de usar y tirar, con la que podía jugar a placer. Había decidido hacerme añicos. Como una imitación de entidad suprema -una especie de brujo diabólico-, creía que podía tirar de todos los hilos.

– ¿Sabes lo que me parece más raro de todo? -preguntó Alison-. Que necesitara aniquilarte: si sólo hubiera querido comprar el guión y ponerle su nombre…, qué demonios, habríamos podido llegar a alguna clase de acuerdo, sobre todo si el precio era elevado. En lugar de eso, se te ha lanzado a la yugular, a la aorta y a todas tus arterias importantes. ¿Hiciste algo para que te odiara o qué?

Me encogí de hombros, pensando: no, pero su esposa y yo nos hicimos demasiado amigos. Sin embargo, ¿qué pasó al fin y al cabo entre Martha y yo? Un abrazo de borrachos, nada más…, y lo hicimos fuera de la vista del personal. A menos que hubiera cámaras de vigilancia nocturna ocultas en las palmeras…

¡Basta! Aquello era una fantasía totalmente paranoica. De hecho, Fleck y Martha estaban prácticamente separados, ¿no? ¿Por qué le iba a importar si nos hacíamos carantoñas en la playa?

Pero, evidentemente, sí le importaba, porque si no, ¿por qué me había hecho aquello?

A menos que… a menos que…

¿Te acuerdas de la película que insistió en que vieras? Salo o los 120 días de Sodoma. Recuerda cuánto te extrañó después que te hubiera sometido a aquella experiencia tan desagradable. Recuerda también su defensa de la película. «Lo que nos ha mostrado Pasolini era el fascismo en su forma pretecnológica más pura: la convicción de tener el derecho, el privilegio, de ejercer un control absoluto sobre otros seres humanos, hasta el punto de negar completamente su dignidad y sus derechos más esenciales, despojarlos de toda individualidad y tratarlos como objetos funcionales, que se descartan cuando ya no sirven. Ahora los aristócratas dementes de la película han sido sustituidos por poderes mayores: gobiernos, corporaciones o bancos de datos. Pero vivimos todavía en un mundo donde el impulso de dominar al prójimo sigue siendo una de las principales motivaciones humanas. Todos queremos imponer nuestra visión del mundo a los demás, ¿no?»

¿Era ése el objetivo de su malvada maquinación? ¿Quería poner en práctica su convicción de que tenía «el derecho, el privilegio, de ejercitar un control absoluto sobre otro ser humano»? ¿Era Martha otro factor de la ecuación, que le había convencido de que la momentánea simpatía de su esposa por mí me convertía en un objetivo natural de sus maniobras? ¿O era envidia, una necesidad de destruir la carrera profesional de otro para compensar su evidente falta de creatividad? Poseía tal inconcebible cantidad de dinero, tal inconcebible cantidad de todo… Es evidente que al cabo de un tiempo es posible empezar a aburrirse. El aburrimiento de tener un Rothko de más, de beber siempre Cristal, y saber siempre que el Gulfstream o el 767 está esperando tus órdenes. ¿Había creído que había llegado el momento de ver si podía trascender todos esos miles de millones haciendo algo realmente original, audaz, existencialmente puro? Asumiendo un papel que sólo un hombre que tenía de todo podía asumir. El último acto creativo: jugar a ser Dios.

No sabía la respuesta a esa pregunta. Ni me importaba. Su motivación era asunto suyo. Lo que sí sabía era que Fleck estaba detrás de todo. Había planificado mi ruina como un general que asedia un castillo: ataca los cimientos básicos, después ve cómo se desmorona la construcción. Su mano lo controlaba todo… y a su vez, me controlaba a mí.

Alison habló y me sacó de mi ensimismamiento.

– David, ¿estás bien?

– Estaba pensando.

– Sé que esto es difícil de asumir. Es un golpe muy fuerte.

– ¿Puedo pedirte un favor? -Lo que quieras.

– ¿Puedes pedirle a Suzy que haga fotocopias de todos los documentos que ha descubierto el detective?

– ¿Qué piensas hacer?

– Jugar sucio.

– No me gusta cómo suena.

– No voy a acudir a la prensa. No pienso intentar pegar a MacAnna otra vez. No voy a apostarme ante la casa de Fleck en Malibú hasta que se presente. Sólo necesito los documentos y el original de mi guión.

– Esto me está poniendo nerviosa.

– Tienes que confiar en mí.

– Al menos dame una pista…

– No.

Me miró sinceramente preocupada.

– David, si lo jodes todo…

– Entonces estaré un poco más jodido que ahora, que es del todo jodido. Y esto significa ni más ni menos que no tengo nada que perder.

Alison cogió el teléfono y pidió a Suzy que viniera. Cuando ella entró, dijo:

– ¿Podrías fotocopiar todo lo que contiene esta carpeta, por favor?

Media hora después, recogí la carpeta y el guión. Me preparé a toda prisa un bocadillo de salmón ahumado y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Después le di un beso a Alison en la mejilla y le di las gracias por todo.

– No hagas ninguna estupidez, te lo ruego -dijo.

– Si la hago, serás la primera en enterarte.

Salí de la oficina. Subí al coche y dejé la gruesa carpeta en el asiento del pasajero. Me palpé los bolsillos de la chaqueta para asegurarme de que llevaba la agenda. La saqué y busqué una entrada concreta. Después fui a West Hollywood, paré en una librería, encontré el libro que buscaba y seguí hasta un cybercafé que conocía por haber pasado mil veces por Doheny. Entré, me senté delante de una pantalla y me conecté. Abrí mi agenda de direcciones y tecleé la dirección electrónica de Martha Fleck: scriptdoc@cs.com. En el espacio reservado para el remitente, puse la dirección de la librería: books &co.wirenet.com, pero omití mi nombre deliberadamente. Después tecleé las líneas siguientes del libro que acababa de comprar.