– Pues, si no fue por eso, quizá…, no lo sé, quizá sentía envidia de mi éxito.
– Philip envidia a cualquiera que tenga inteligencia creativa. Porque él no tiene ninguna. Pero yo, que lo conozco bien, creo que podría haber decidido hacer eso por un montón de razones diferentes, todas ellas crípticas y difíciles de comprender para alguien que no sea él. Pero también puede ser que lo haya hecho por el gusto de hacerlo. Porque puede.
Se levantó y se puso a caminar por la casa, meneando la cabeza. Parecía que fuera a darle una patada a la puerta o un puñetazo al cristal de la ventana. Tenía dificultades para pronunciar una frase con sentido.
– Estoy tan… No puedo imaginar cómo… Siempre está jugando a esos condenados… Todo el asunto… es tan jodido, tan increíblemente digno de Philip.
– Bueno, tú lo conoces mejor que yo.
– No sabes cuánto lo siento.
– Yo también. Por eso necesito que me ayudes.
– Cuenta con eso.
– Pero lo que voy a proponerte podría ser…, en fin…, un poco arriesgado.
– Deja que me preocupe yo de eso. Adelante, ¿qué quieres que haga?
– Que le eches en cara a tu marido que me ha robado los guiones, con pruebas en la mano, y también que ha pagado a MacAnna para que arruinara mi carrera.
– Y supongo que querrás que lleve un micrófono mientras interpreto esa escena de J'accuse -comentó.
– Con una de esas pequeñas grabadoras bastará. Sólo necesito que reconozca que está detrás de todo esto. Una vez grabado, mi agente y sus abogados tendrán lo necesario para negociar. Cuando él se dé cuenta de que tenemos su confesión de que me ha robado el guión y ha montado la trampa con MacAnna, estoy seguro de que querrá negociar con nosotros, sobre todo porque se dará cuenta de las consecuencias que comportaría la mala publicidad. ¿No tiene una especie de fobia a la publicidad negativa?
– Oh, sí.
– Sólo quiero recuperar mi reputación. El dinero no me importa…
– Debería importarte, porque el dinero es el único lenguaje que Philip entiende. De todos modos hay un problema.
– ¿Lo negará todo?
– Sí. Pero…
– ¿Qué?
– Si le provoco lo suficiente, podría acabar soltando la confesión que necesitas.
– No pareces muy segura.
– Lo conozco demasiado bien, y sé que estos días está especialmente taciturno. De todos modos, puedo intentarlo.
– Gracias.
Recogió todos los documentos.
– Necesitaré llevarme las pruebas -dijo.
– Todo tuyo.
– ¿Me acompañas al coche, por favor?
No dijo nada durante los minutos que tardamos en volver a la librería. La miré una sola vez. Apretaba con fuerza la carpeta contra el pecho, y parecía muy preocupada y silenciosamente furiosa. Cuando paramos delante de la tienda, se inclinó y me dio un beso en la mejilla.
– Tendrás noticias mías -dijo.
Bajó del coche, subió al suyo y se marchó. Mientras volvía a la casa, pensé: «Ésta es precisamente la reacción que esperaba».
Pero pasaron los días sin que tuviera noticias de ella. Alison, por supuesto, me llamaba de vez en cuando, curiosa por saber cómo había utilizado el fajo de fotocopias de las pruebas. Le mentí y le dije que todavía lo estaba estudiando, y que no había decidido de qué modo utilizarlo contra Fleck.
– Eres un pésimo mentiroso -dijo.
– Piensa lo que quieras, Alison.
– Sólo espero que te comportes con inteligencia por una vez.
– Es lo que intento. Mientras tanto, ¿tú y tu águila legal habéis tenido alguna otra idea para incriminar a ese pedazo de mierda por hurto literario en primer grado?
– Hemos examinado todos los aspectos de la cuestión y… no, nada. El abogado lo ha estudiado desde todos los ángulos.
– Ya lo veremos.
Cuando había transcurrido una semana entera sin que Martha diera señales de vida, yo también empecé a preguntarme si él lo había estudiado desde todos los ángulos… hasta el punto de que Martha no había logrado sacarle una sola palabra de confesión. Y me encontré luchando contra una ola de desaliento. En tres semanas, debía pagar un plazo de la pensión, y no había manera de que pudiera pagar ni la mitad. Lo que significaba que Lucy probablemente se vengaría intentando poner fin a mis llamadas telefónicas a Caitlin. Y como tampoco estaría en condiciones de pagar los servicios de Walter Dickerson en el juzgado (ni en ninguna otra parte), ella acabaría conmigo en una fracción de segundo. Además estaba el asunto de Willard Stevens. Hacía unos días que me había llamado personalmente desde Londres para saludarme, para preguntarme si todo iba bien en la casa, y para informarme de que volvía a Estados Unidos en un par de meses, de modo que…
¿Cómo iba a encontrar otra casa de alquiler en Meredith con doscientos ochenta dólares a la semana? Lo más barato que se alquilaba en la zona estaba sobre los ochocientos dólares al mes, de modo que una vez pagado el techo para refugiarme, me quedarían ochenta dólares a la semana para pagarlo todo, desde el gas a la electricidad hasta asuntos menores como la comida. En resumidas cuentas, misión imposible. Lo que a su vez significaba…
Cuando terminaba de imaginarme aquel escenario catastrófico, era un sin techo en Wiltshire Boulevard, sentado en la acera, con un cartel pintado a mano que decía: «Antes contestaban mis llamadas».
Puede que exagerara un poco, pero sólo un poco. Porque en ese momento la única dirección que veía era hacia el precipicio.
Entonces, finalmente, Martha telefoneó. Era un viernes por la tarde y habían pasado diez días desde que nos habíamos visto. Llamó a la librería sobre las seis. Su tono era conciso y serio.
– Perdona que no te haya llamado antes -dijo-. He estado fuera.
– ¿Tienes noticias?
– ¿Cuáles son tus días libres?
– El lunes y el martes.
– ¿Puedes guardar el lunes completamente libre?
– Por supuesto.
– Bien. Te recogeré en tu casa sobre las dos.
Y colgó antes de que pudiera preguntarle nada.
Deseaba llamarla inmediatamente y pedirle que me explicara qué pasaba. Pero sabía que como mínimo aquello sería contraproducente. No podía hacer nada más que contar las horas hasta el lunes.
Se presentó puntualmente, aparcó el Range Rover ante la puerta principal. De nuevo, estaba muy seductora: una falda roja corta, un top negro ajustado que le dejaba los brazos y la espalda al aire, la misma chaqueta vaquera azul, las mismas gafas rotas de montura de concha y un camafeo antiguo al cuello. Isobel Archer con un look californiano. Salí a recibirla. Esbozó una gran sonrisa, una sonrisa que me hizo pensar que tenía buenas noticias para mí. Cuando me dio un beso breve en los labios y me apretó un brazo al mismo tiempo, pensé: «Esto pinta bien… pero es un poco raro».
– Hola -dijo.
– Hola a ti también. ¿Me equivoco o estás de buen humor?
– Nunca se sabe. ¿Eso es lo que piensas llevar hoy?
Yo llevaba unos Levis viejos, una camiseta y un jersey gris con cremallera.
– Como no sabía lo que íbamos a hacer hoy…
– ¿Puedo hacerte una proposición?
– Soy todo oídos.
– Quiero que hoy dejes que me ocupe de todo.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que quiero que me prometas que no discutirás nada de lo que haga. Y al mismo tiempo, harás todo lo que te pida.
– ¿Todo?
– Sí -dijo con una sonrisa-. Todo. Pero no te preocupes: no voy a proponerte nada ilegal. Ni peligroso.
– Bueno, eso sí que es un alivio.
– ¿Qué? ¿Hay trato?
Me tendió la mano y la estreché.
– Supongo, siempre que no me pidas que entierre un cadáver.
– Eso sería demasiado banal -dijo-. Venga, quítate esa ropa de chico.
Entró en la casa y fue directamente al dormitorio. Abrió mi armario y rebuscó entre mi ropa. Finalmente, sacó unos vaqueros negros, una camiseta blanca, una chaqueta de cuero ligera y unas zapatillas Converse negras.
– Esto irá bien -dijo, dándomelo todo-. Venga, cámbiate.
Volvió a la sala. Yo me desnudé y me puse la ropa que ella había elegido. Cuando salí, Martha estaba de pie ante la mesa, mirando una antigua fotografía mía con Caitlin. Me miró de arriba abajo.