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– Eso está mejor -dijo. Entonces levantó la fotografía-. ¿Te importa si nos la llevamos?

– Pues… no. ¿Puedo preguntar por qué?

– ¿Qué me has prometido no hacer?

– Preguntas.

Se acercó a mí y me dio otro beso ligero en los labios.

– Pues no hagas preguntas.

Me cogió del brazo.

– Venga -dijo-. Nos vamos.

Fuimos en su Range Rover. En cuanto salimos de Meredith y entramos en la Pacific Coast, en dirección norte, ella dijo:

– Estoy impresionada, David.

– ¿Por qué?

– Porque todavía no me has preguntado qué ha pasado en los últimos diez días. Es muy disciplinado por tu parte.

– Tú has dicho que nada de preguntas.

– Pues te daré una respuesta, pero con otra condición: que cuando te la dé, no discutas nadas.

– ¿Porque son malas noticias?

– Sí, porque es una noticia muy poco satisfactoria. Y porque no quiero que estropee nuestro día.

– De acuerdo.

Con la mirada fija en el parabrisas, y mirando de vez en cuando por el retrovisor, empezó a hablar.

– Después de verte, volví a Los Ángeles, y dispuse que el Gulfstream me llevara directamente a Chicago. Antes de subir al avión, entré en una tiendecita de electrónica del aeropuerto y compré una grabadora diminuta que se activa con la voz. Después, en cuanto despegamos, llamé a Philip y le dije que tenía que verle inmediatamente. Cuando llegué a su suite de The Four Seasons y le tiré a la cara la carpeta, ¿sabes lo que hizo? Se encogió de hombros y dijo que no sabía de qué le estaba hablando. Entonces le expliqué todo el asunto, punto por punto, confirmando todas las palabras con las pruebas que me habías dado. Como me imaginaba, Philip adoptó una actitud indiferente, a su manera exasperante, típica de él, y negó saber nada. Ni siquiera me preguntó de dónde habían salido los documentos: hizo como si nada. Cuando perdí los estribos y empecé a gritarle para que me diera una explicación, se cerró en banda y se comportó como un zombi introvertido. Debí de pasar casi una hora actuando, intentando todos los trucos posibles para inducirle a admitir algo. No me hizo ningún caso. Por eso, al final, recogí todos los papeles, me fui hecha una furia, y volví con el Gulfstream directamente a Los Ángeles.

»Pasé los dos días siguientes investigando un poco por mi cuenta. Lubitsch Holdings es efectivamente una de las sociedades ficticias de mi marido, aunque está tan bien camuflada, como se camufla todo en las Caimán, que nadie podría relacionarla con él. Y, aunque no tengo pruebas, estoy completamente segura de que, además de aquella generosa donación económica, Philip también desembolsó una suma importante directamente en el bolsillo de James LeRoy, el director ejecutivo de la Asociación de Autores…

– ¿Cómo lo descubriste?

– ¿Cuál es la regla de hoy?

– Lo siento.

– En fin, eso es todo. Todo lo que me dijiste el otro día se ha confirmado. Philip decidió aniquilarte. No sé por qué lo ha hecho. Pero lo ha hecho. No lo reconocerá nunca, nunca explicará sus motivos, y nunca admitirá nada. Pero sé que es culpable. Y tendrá que pagarlo. El precio que pagará es éste: le abandono. Aunque por supuesto eso no le preocupa en absoluto.

– Le has dicho que le abandonas -pregunté, esperando que no sonara como una pregunta.

– No, no se lo he dicho todavía. Desde entonces no he vuelto a hablar con él. Has hecho muy bien, haciendo una pregunta como si fuera una afirmación.

– Gracias.

– De nada. Ojalá hubiera logrado hacerle reconocer algo. Entonces, al menos, podría haberle obligado a compensarte de algún modo; arreglarlo. En cambio…

Se encogió de hombros.

– Está bien -dije.

– No, no lo está.

– Por hoy, está bien.

Soltó una mano del volante y entrelazó los dedos con los míos. Los mantuvo así hasta que giramos para entrar en Santa Bárbara, y tuvo que poner tercera.

Pasamos por la calle donde había vendido mi Porsche y empeñado el ordenador. Pasamos por la hilera de tiendas de diseño y restaurantes de clase alta donde la rúcula y el parmesano rallado son de rigor. Cuando llegamos a la playa, dimos la vuelta, siguiendo la calle costera hasta la puerta del hotel The Four Seasons.

– Eh… -empecé a decir, recordando mi ilícita semana allí con Sally, cuando todavía estaba casado y tan ridículamente seguro de mí mismo.

Antes de que pudiera seguir, Martha me interrumpió.

– Ni se te ocurra preguntar.

El aparcacoches se llevó nuestro coche. Martha me condujo a través de la puerta principal. En lugar de llevarme en dirección a la recepción, me guió por un pasillo lateral hacia una gran puerta de roble, sobre la cual estaba escrito:

CENTRO DE BIENESTAR.

– He decidido que necesitabas un poco de «bienestar» -dijo Martha con una sonrisa, mientras abría la puerta y me empujaba dentro.

Se encargó de todo: le dijo al recepcionista que yo era David Armitage y que tenía reservado el especial de tarde, que incluía cita con el peluquero. Hablando del peluquero, ¿podía hablar un momento con él? La recepcionista descolgó el teléfono. Al poco rato, apareció un hombre alto y vigoroso por una puerta trasera. Con una voz casi susurrante se presentó como Martin.

– Bien, Martin -dijo Martha-. Ésta es la víctima. -Buscó en su bolso y sacó la fotografía en la que aparecía con Caitlin y se la pasó a Martin-. Así es como era antes de trasladarse a una cueva. ¿Cree que podría devolverlo a su estado preneandertal?

Martin sonrió ligeramente.

– Por supuesto -dijo, devolviéndole la foto a Martha.

– Adelante, guapo -me dijo ella-. Te esperan cuatro horas de diversión. Quedamos en la terraza a las siete para tomar algo.

– ¿Qué vas a hacer tú?

Otro beso en los labios.

– Nada de preguntas -dijo.

Se volvió y fue hacia la puerta. Martin me tocó en el hombro y me indicó que le siguiera a su santuario.

Primero me hicieron desnudar. Luego dos mujeres me acompañaron a una gran ducha de mármol donde me regaron con chorros a presión de agua muy caliente, me frotaron con jabón a las algas marinas y un cepillo de cerdas duras. Después me secaron, me dieron un albornoz y me mandaron a la silla de Martin. Con unas tijeras me liberó de la mayor parte de mi barba. Siguieron toallas calientes, espuma para la barba, y de un esterilizador quirúrgico salió una maquinilla de hoja recta. Mi peluquero me rasuró la cara, me la envolvió con una toalla caliente, la quitó, hizo girar mi silla, y me echó la cabeza hacia atrás, sobre una pila, donde me lavó el pelo largo y enredado. Después me lo cortó, devolviéndome el estilo de antes de que empezara a salirme todo mal.

Cuando terminó, me dio otra palmadita en el hombro y me indicó otra puerta, diciendo:

– Nos veremos al final.

Durante las siguientes tres horas me atormentaron, me embadurnaron, me momificaron, me cubrieron de arcilla, y me masajearon con aceite hasta que por fin me devolvieron a la silla de Martin, donde él me trabajó el pelo con el secador. Después me señaló el espejo y dijo:

– Ya vuelve a ser el de antes.

Me miré al espejo, y me costó un poco acostumbrarme a mi nueva vieja imagen. Tenía la cara más delgada, los ojos más hundidos, y un aire general de cansancio. Aunque pareciera adecuadamente terso y brillante tras cuatro horas intensas de un «bienestar» casi demasiado enérgico, una parte significativa de mí no se creía aquel acto de magia cosmética y barberil. No quería ver aquella cara porque ya no confiaba en ella. Decidí volver a dejarme la barba al día siguiente.

Cuando salí a la terraza, encontré a Martha sentada a una mesa, con una vista preciosa del Pacífico. Se había puesto un vestido negro corto y llevaba el pelo suelto. Me miró, pero esa vez no se sobresaltó por mi aspecto. Sólo sonrió y dijo:

– Eso está mejor.

Me senté a su lado.

– Ven aquí, por favor -dijo.

Me incliné y ella me cogió la cara con las manos. Acercó su cabeza a la mía y me besó.