Habíamos quedado en un café de Santa Mónica. Llegué poco después de las diez. Ella ya estaba sentada a una mesa, mirando el mar. El sol estaba en pleno apogeo y soplaba una leve brisa del Pacífico que templaba el calor matinal. De haber notado aquellos detalles, me habría dado cuenta de que hacía un día precioso.
– Hola -dijo cuando llegué a su mesa de un salto.
Martha llevaba gafas de sol, de modo que no pude juzgar con exactitud si estaba muy angustiada. Pero lo que era evidente era su extraña compostura; una sangre fría que, de nuevo, atribuí al impacto.
Me acerqué y la abracé. Pero ella siguió sentada y me dio un beso en la mejilla, un gesto que inmediatamente me inquietó.
– Calma -dijo, poniéndome suavemente la mano en el pecho y empujándome hacia la silla contigua-. Nunca se sabe quién puede estar mirando.
– Claro, claro -dije; me senté y le cogí la mano por debajo de la mesa-. Pero oye…, he estado pensando mientras venía. Y ya sé lo que tenemos que hacer. Tenemos que ir juntos a ver a tu marido, y decirle que estamos enamorados, y pedirle que nos deje en paz…
– David -me interrumpió secamente-. Antes de hacer nada, hay una pregunta importante que debes responder.
– Por supuesto, cariño.
– ¿Quieres un café, un capuchino o un café con leche?
Levanté la cabeza y vi que una camarera esperaba junto a la mesa, intentando dominar la hilaridad. Evidentemente había oído todo lo que había dicho.
– Un café doble -dije.
En cuanto la camarera se marchó, le cogí la mano a Martha y la besé.
– Han sido cuatro días muy largos -dije.
– ¿Ah, sí? -dijo, en tono divertido.
– Y no puedo expresar cuánto me ha conmovido tu regalo.
– Espero que lo utilices.
– Lo haré, mi amor, lo haré.
– Escribir es lo que sabes hacer.
– Tengo que decirte algo…
– Soy toda oídos.
– Desde que me desperté solo en la habitación del hotel, no he dejado de pensar en ti.
Con calma separó su mano de la mía y preguntó:
– ¿Siempre te comportas así después de acostarte con una mujer por primera vez?
– Lo siento. Sé que debo parecer un adolescente enfermo de amor.
– Es encantador.
– Es lo que siento.
– David, ahora tenemos cosas más importantes que discutir.
– Tienes razón, tienes razón. Porque también estoy un poco aterrado por lo que podría hacer tu marido con la cinta.
– Eso depende de cómo reaccione él a la cinta.
– Pero, desde el momento que ha montado esta maldita maquinación, sin duda…
– No ha sido él -dijo ella, con calma.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté, confundido de repente.
– Quiero decir que él no ha tenido nada que ver con la cinta.
– Pero eso no puede ser. Si no lo ha hecho él, ¿quién lo ha hecho?
– Yo.
La miré con atención, intentando discernir en sus ojos algún rastro de ironía. Pero me sostuvo la mirada.
– ¡No lo dices en serio! -exclamé.
– Lo digo totalmente en serio.
Llegó el café. Yo no toqué el mío.
– No entiendo nada.
– En realidad es muy sencillo. Cuando Philip se negó a reconocer que él había sido la causa de todos tus problemas, decidí que tenía que ponerme drástica. Y monté mi pequeño plan: si no podía grabarle a él, nos grabaría a nosotros. El personal del hotel estuvo muy dispuesto a colaborar: sobre todo después de untar algunas manos. Conocía a un experto en audiovisuales de Los Ángeles que me montó los aparatos.
– ¿Estaba allí mientras nosotros…?
– ¿Crees que habría querido que alguien nos viera en la cama? ¿Recuerdas cuando fui al servicio, justo antes de salir del restaurante? De hecho fui a nuestra habitación y puse en marcha el vídeo, que estaba oculto en uno de los armarios. A partir de entonces… empezó el espectáculo. A la mañana siguiente, mientras dormías, saqué la cinta del aparato y me marché. Dos días después, me presenté en Chicago y obligué a Philip a sentarse en su habitación de hotel y mirar el primer par de minutos de nuestra película.
– ¿Cómo reaccionó?
– De la forma típica en Philip: no dijo nada. Se quedo mirando fijamente la pantalla. Pero yo sabía cuál sería su reacción. Aunque nunca lo ha manifestado de forma abierta, es tremendamente celoso. También sabía que su mayor miedo en la vida es verse expuesto, que le descubran, que le señalen con el dedo. Por eso es precisamente por lo que decidí hacer esto: porque sabía que una película de nosotros dos en la cama desencadenaría el pánico en su cerebro tortuoso. Pero para asegurarme de que recibía el mensaje, le dije que mi abogado de Nueva York tenía una copia de la cinta. Y que, si no hacía lo necesario para rehabilitarte en los próximos siete días, mi abogado tenía instrucciones de mandar copias de la cinta a The Post, The News, The Enquirer, Inside Edition, Hard Copy y todos los periodicuchos sensacionalistas imaginables.
– ¿De verdad le dijiste eso? -pregunté, todavía intentando digerir aquello.
– No sólo se lo dije. Tenía intención de hacerlo y lo he hecho. La cinta está en Nueva York, y el tiempo pasa. A partir de hoy, tiene seis días para hacer algo.
– Pero si se da cuenta de que es un farol, si deja que lo publiques…
– Entonces tú y yo saldremos en las primeras páginas. Pero me da igual. Si no reacciona, concederé una entrevista muy sincera a Oprah o a Barbara Walters o a Diane Sawyer, en la que contaré las «alegrías» de vivir con un hombre que tiene tanto dinero, pero la sensibilidad de un vaso de papel. En fin, ahora lo único que importa es que te compense por lo que te ha hecho. En cuanto a mí, estoy decidida: le dejo.
– ¿Sí? -dije, en tono esperanzado.
– Es lo que le dije. Según mi abogado, si entrego la cinta a la prensa, eso no tendra ningún efecto en mi acuerdo prematrimonial. Es un contrato sin culpables. Si yo me voy o si él decide divorciarse, el resultado es el mismo: me llevo ciento veinte millones.
– ¡Dios santo!
– Para el señor Fleck, es calderilla. Si fuéramos residentes en California, le podría demandar por la mitad de su patrimonio. Aunque no tengo ninguna intención de hacerlo. Ciento veinte millones son más que suficientes para mí y el niño.
– ¿Qué has dicho?
– Estoy embarazada.
– Ah -dije, cada vez más estupefacto-. Es… es una noticia estupenda.
– Gracias.
– ¿Desde cuándo lo sabes?
– Hace tres meses.
De repente entendí por qué había evitado tomar alcohol aquella noche, apenas una copa de vino.
– ¿Qué dice Philip?
– Bueno -dijo ella, rápidamente-, se enteró ayer. Fue una de las pequeñas bombas que hice explotar frente a él.
– Yo creía que vosotros dos no habíais…
– Sí. Ese aspecto del matrimonio murió durante una temporada. Pero tuvimos un breve interludio hace unos meses. Poco después de conocerte en la isla, cuando Philip decidió volver a dormir conmigo. Es más, decidió volver a vivir conmigo, y parecía que se hubiera vuelto a enamorar de mí… y yo de él. Pero eso sólo duró unos tres meses antes de que volviera a recluirse, y se negara como siempre a explicarme el motivo: se limitó a desaparecer en su concha hermética. Así que, cuando me enteré de que estaba embarazada, no se lo dije. Hasta ayer, claro. ¿Sabes cuál fue su reacción? Silencio. Silencio absoluto.
Volví a cogerle la mano.
– Martha…
Antes de que pudiera seguir, me interrumpió.
– No digas lo que estás pensando.
– Pero tú no me… no me…
– ¿Qué? ¿Te quiero?
– Sí.
– Te conozco de exactamente tres días.
– Pero eso se puede saber en cinco minutos.
– Es verdad. Pero ahora mismo no puedo.