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Alargué un brazo hacia la mesita, cogí uno de los cuatro guiones que había dejado encima y lo abrí por la página del título.

– Cuando mi reputación estaba hecha pedazos, y nadie quería contratarme, ¿sabe lo que hizo Philip? Me prestó su nombre, poniendo el suyo en mis viejos guiones. Porque sabía que, si mi nombre estaba en ellos, ningún estudio se interesaría. Ve, éste es uno de mis primeros guiones, Nosotros, los veteranos…, pero, como puede ver, Matt, el nombre del autor en la primera página es Philip Fleck.

La cámara se acercó para enfocar un primer plano de la página, mientras el presentador preguntaba a Fleck:

– Entonces ¿usted le prestó su nombre a David Armitage, Philip?

Por primera vez, Fleck me miró a los ojos, y su mirada irradiaba incredulidad. Sabía que lo tenía pillado, y lo único que podía hacer era seguirme el juego. Así que, cuando la cámara le enfocó a él, adoptó su actitud taciturna y dijo con reticencia:

– Lo que ha dicho David es… es verdad. Su nombre ha sido tan arrastrado por el fango que se le consideraba un intocable en todos los estudios de Hollywood. Y… como yo quería hacer películas con sus guiones y distribuirlos con una gran compañía cinematográfica… no hubo más remedio que poner mi nombre en sus guiones… con el consentimiento de David, por supuesto.

– De modo que además de Nosotros, los veteranos -dijo Matt Lauder-, que va a rodarse el mes próximo con Peter Fonda, Dennis Hopper y Jack Nicholson, ¿también piensa rodar tres guiones más de David Armitage?

Fleck parecía deseoso de esconderse debajo de la silla. Pero dijo:

– Ése es el plan, Matt.

Yo intervine rápidamente.

– Sabe, Matt, sé que a Philip le va dar mucha vergüenza lo que voy a decir ahora, porque él es el tipo de persona que no desea que se haga publicidad de su generosidad, pero cuando yo estaba en el paro, no sólo me compró estos cuatro guiones, sino que insistió en pagarme dos millones y medio por cada guión.

Hasta Matt Lauder se quedó aturdido con aquella suma de dinero.

– ¿Es cierto eso, señor Fleck?

Él apretó los labios, como si estuviera a punto de contradecir mi afirmación. Pero, finalmente, asintió lentamente con la cabeza.

– A eso lo llamo yo un gesto de fe profesional -dijo Matt Lauder.

– Ya lo creo -dije, todo sonrisas-. Y lo mejor de este asunto fue que Philip insistió en que los diez millones por los cuatro guiones se me pagaran sin condiciones, que en el lenguaje legal significa que, tanto si se realizan las películas como si no, yo cobraré los diez millones. No dejo de decirle que está siendo demasiado generoso. Pero estaba tan decidido a ayudarme, o, más exactamente, a creer en mí, que tuve que aceptar. Está claro que no le costó mucho convencerme.

El último comentario mereció una carcajada de Matt Lauder. Después se volvió a mirar a Fleck y dijo:

– Usted parece ser el sueño de un escritor hecho realidad, señor Fleck.

Fleck me miró fijamente.

– David se merece cada centavo.

Le sostuve la mirada.

– Gracias, Philip.

Treinta segundos después, se acabó la entrevista. Fleck salió inmediatamente del plató. Estreché la mano de Matt Lauder y alguien me acompañó a la sala de maquillaje. Había dejado el móvil en uno de los tocadores, y empezó a sonar en el momento en que iba a recogerlo.

– Eres un loco hijo de puta -dijo Alison, exultante-. Nunca había visto un timo tan bien montado.

– Me alegra que haya sido de tu agrado.

– ¿De mi agrado? Me acabas de hacer ganar un millón y medio de dólares. Por supuesto que es de mi agrado. Felicidades.

– Felicidades a ti también. Te mereces tu quince por ciento.

Alison se rió con su risa ronca.

– Mueve el culo y ven aquí inmediatamente. Después de esto, el teléfono va a quemar, y tú vas a ser el más solicitado.

– Por mí, encantado, pero no puedo hacer nada hasta dentro de quince días.

– ¿Y eso por qué?

– Tengo que cumplir los quince días de aviso en la librería.

– David, deja de hablar como un tonto.

– Lo he prometido…

De repente, se abrió la puerta y entró Philip Fleck.

– Tengo que irme, Alison -dije-. Ya hablaremos. -Y colgué.

Fleck se sentó en la silla contigua a la mía. Una maquilladora se acercó a él, con un tarro de crema a punto, pero Fleck la detuvo diciéndole:

– ¿Podría dejarnos solos un momento, por favor?

Ella salió de la habitación, y cerró la puerta. Estábamos solos. Fleck no dijo nada durante un rato y luego:

– Nunca rodaré ninguno de esos guiones tuyos, nunca.

– Está en su derecho.

– También anularé la filmación de Nosotros, los veteranos.

– También está en su derecho…, aunque eso puede cabrear al señor Fonda, al señor Hopper y al señor Nicholson.

– En cuanto cobren su dinero, cerrarán la boca. Esto es el cine, después de todo. A nadie le importa nada mientras se cumpla el contrato y el cheque se ingrese en el banco. No temas, cobrarás tus diez millones. Es un contrato sin condiciones, al fin y al cabo. Y para mí, diez millones no son nada.

– No me importa si me paga o no.

– Sí te importa. Te importa mucho. Gracias a ese contrato de diez millones, recuperas tu posición de chico de oro de Hollywood. O sea que debes estarme agradecido. De todos modos has hecho maravillas con mi imagen: me has hecho quedar como un gran filántropo, por no hablar del mejor amigo de los escritores. En otras palabras, ésta ha sido una experiencia beneficiosa para los dos, ¿no te parece?

– Realmente necesita controlarlo todo, ¿no?

– Ahora no te sigo…

– Sí, sí me sigue. Fue usted quien decidió destrozar mi vida, privarme…

Me interrumpió.

– ¿Que yo qué? -exclamó.

– Usted organizó mi ruina…

– ¿En serio? -dijo, como si le divirtiera-. ¿De verdad lo crees?

– Lo sé.

– Qué halagador. Pero deja que te pregunte, David: ¿te pedí yo que dejaras a tu esposa y a tu hija? ¿Te obligué yo a venir a la isla? ¿Te puse una pistola en la cabeza para que me vendieras tu guión, aunque no soportabas lo que yo quería hacer con él? Y, cuando ese detestable MacAnna te acusó de haber tomado involuntariamente un par de líneas de una vieja obra, ¿te dije yo que fueras a romperle la cara?

– Ésa no es la cuestión: usted puso en marcha esa maquinación contra mí…

– No, David, lo hiciste tú solo. Te largaste con la señorita Birmingham. Aceptaste mi hospitalidad. Estabas dispuesto a embolsarte el millón cuatrocientos mil dólares que te ofrecí por la película. Te liaste a puñetazos con ese repugnante periodista. Y, por supuesto, te enamoraste de mi esposa. Yo no tuve nada que ver en eso, David. Esas decisiones las tomaste tú solo.

– Pero usted me ha tratado como a un peón en un juego enfermizo de…

– No he jugado a nada contigo, David. Simplemente has sido víctima de tus decisiones. La vida es así, ya lo sabes. Elegimos, y nuestras circunstancias cambian por esas decisiones. Se le llama causa-efecto. Y cuando suceden cosas desagradables después de las malas decisiones que quizás hemos tomado, nos gusta culpar a las fuerzas exteriores, y a las acciones malvadas de los demás, aunque, en última instancia, no podamos culpar a nadie más que a nosotros mismos.

– Admiro su amoralidad, señor Fleck. Es pasmosa.

– Como yo admiro tu rechazo a reconocer la situación.

– ¿Qué es cuál?

– Tú mismo te lo buscaste. Te metiste en la…

– ¿La trampa que me había preparado?

– No, David…, la trampa te la preparaste tú. Lo que, evidentemente, te vuelve más humano. Porque siempre nos estamos tendiendo trampas. Creo que se le llama dudas. Y de lo que más dudamos en la vida es de la persona que somos.

– ¿Qué sabrá usted de las dudas?

– Oh, te sorprendería. El dinero no pone fin a las dudas. De hecho, las intensifica.

Se levantó.

– Ahora debo…

Le interrumpí.

– Quiero a su esposa.

– Felicidades. Yo también la quiero.