Se volvió y fue hacia la puerta. Mientras la abría, se volvió a mirarme y dijo:
– Nos veremos en el cine, David.
Y se marchó.
Aquella tarde, de camino al aeropuerto Kennedy, dejé dos mensajes en el contestador de Martha, suplicándole que me llamara. Cuando llegué a Los Ángeles siete horas después, había una docena de mensajes de ex colegas y amigos, felicitándome por mi aparición en televisión. Pero el único mensaje que esperaba -el suyo- no estaba.
Cogí mi coche y puse rumbo a la costa. Me eché en la cama, abrí Los Angeles Times y encontré un largo artículo en su sección de «Arte», titulado: «Theo MacAnna y el arte del periodismo vengativo». La historia estaba muy bien construida, muy bien contrastada, y esencialmente era una exposición completa de los métodos estalinistas de MacAnna; sus devaneos con la aniquilación de personajes; su necesidad de destruir carreras. También incluía algunos detalles personales interesantes: como que iba por ahí diciendo a todo el mundo que estaba licenciado en el Trinity College de Dublin, cuando apenas había terminado el instituto. O que había abandonado a dos mujeres, una en Bristol y otra en Glasgow (donde colaboraba en periódicos locales antes de emigrar a Estados Unidos) después de dejarlas embarazadas a las dos, y que se había negado a pagar la pensión de sus hijos. Volvía a salir todo el asunto de cómo le habían despedido de su trabajo como guionista en la NBC, así como un hecho poco conocido: un año más o menos antes de que Te vendo llegara a la pantalla, había presentado una idea (que no llegó a ninguna parte) para una serie ambientada en una agencia de publicidad. La conclusión: no era de extrañar que tuviera un agravio contra David Armitage y el éxito abrumador de su programa.
Un día después de que apareciera ese artículo, Theo MacAnna desapareció de escena. Hollywood Legit anunció que su columna ya no aparecería más, y aunque alguno de sus colegas periodistas intentó localizarle (para que respondiera al artículo de Los Angeles Times), no hubo forma de encontrarle.
– Se rumorea que ha vuelto a Inglaterra. O eso es lo que dice mi investigador. ¿Sabes qué más me ha dicho? Según los estados de cuentas de MacAnna, recibió un millón la semana pasada de Lubitsch Holdings. Y ya puedes imaginarte la clase de trato que Fleck le ha propuesto: tú te la cargas, tú te quedas sin reputación, tú te largas de la ciudad a toda prisa y no vuelves nunca más, tú cobras un millón de dólares.
– ¿Cómo lo hace tu pies planos para saber esas cosas?
– No se lo pregunto. Y ya no trabaja para mí. Desde hoy, está fuera del caso. Porque el caso está cerrado. Ah, por cierto, el contrato por tus cuatro guiones de Fleck Films ha llegado hoy. Diez millones. Contantes y sonantes.
– Aunque no piensa rodar ninguno de ellos.
– A excepción de Nosotros, los veteranos.
– A mí me dijo que la anularía.
– Sí, pero eso lo dijo después de que le tendieras la trampa en Today. Creo que su esposa le ha convencido de lo contrario.
– ¿Qué quieres decir?
– Hay un artículo en la página tres del Daily Variety de hoy, que anuncia que Nosotros, los veteranos empezará a rodarse dentro de seis semanas, y que la esposa de Fleck, Martha, será la productora de la película. Por lo que parece, Martha es una admiradora tuya.
– No tenía ni idea.
– Bueno, ¿qué más da si le gustas o no a la señora? Van a hacer tu película. Es una buena noticia.
Las buenas noticias no paraban de llegar. Una semana después, recibí una llamada de Brad Bruce.
– Espero que todavía estés dispuesto a hablar conmigo -dijo.
– No te culpo de nada, Brad.
– Eres más generoso de lo que sería yo dadas las circunstancias. Pero gracias. ¿Cómo va todo, David?
– En comparación con los últimos seis meses, bastante mejor.
– ¿Sigues en esa casita de la costa donde me dijo Alison que vivías?
– Si. Trabajando los últimos quince días en la librería del pueblo.
– ¿Has estado trabajando en una librería?
– Tenía que comer.
– Lo entiendo. Pero ahora que has sacado diez millones con ese trato con Phil Fleck…
– Sigo trabajando en la librería cinco días más.
– Bien, bien. Admirable en realidad, pero vas a volver a Los Ángeles, ¿verdad?
– Es donde está el dinero, ¿no?
Se echó a reír.
– Me alegro de ver que todavía te quedan respuestas ingeniosas y rápidas.
– ¿Cómo va la nueva temporada de la serie?
– Bueno…, te llamaba precisamente por eso. Cuando te marchaste, pusimos a Dick LaTouche a cargo de la edición general del guión. Y tenemos seis de los episodios de la nueva temporada. Pero si te soy sincero, los jefazos no están nada contentos. Les falta agudeza, brío, la ironía que le dabas tú a la serie.
No dije nada.
– O sea que queríamos saber si…
Una semana después, firmé un contrato con la FRT, para volver a trabajar en Te vendo. Escribiría cuatro de los últimos ocho episodios. Volvería a encargarme de la supervisión general del guión (y acepté que mi primera tarea sería mejorar los primeros seis episodios de la nueva temporada). La deuda que presuntamente les debía por el episodio discutido de la temporada anterior se anuló inmediatamente. Se me devolvió mi bonificación por «Creado por…», además de mi despacho, mi plaza de aparcamiento, mi seguro médico y -por encima de todo- mi credibilidad. Porque en cuanto se anunció en el sector el contrato con la FRT -por más de un millón trescientos mil dólares-, todos querían volver a ser amigos míos. La Warner llamó a Alison pare decirle que pensaban volver a poner en marcha Romper y entrar (y, naturalmente, aquella tontería del primer pago de los honorarios por el primer borrador…, dile al señor Armitage que se quede el cambio). Me llamaron viejos conocidos del trabajo. Un par de colegas me invitaron a almorzar. Y no, no pensé para mis adentros: «Sí, claro, pero ¿dónde estaban cuando les necesitaba?». Porque no es así cómo funciona este negocio. Estás arriba, estás abajo. Estás o no estás. Estás de moda o no lo estás. En ese sentido, Hollywood era una construcción darwiniana pura. A diferencia de otras ciudades -que disimulaban la misma vena despiadada bajo una elaborada capa de abogados, cortesía y afectación intelectual- allí se funcionaba con una premisa sencilla: «Me interesas mientras puedas hacer algo por mí». Para mucha gente, aquélla era la superficialidad de Los Ángeles. Pero yo admiraba el despiadado pragmatismo de su forma de ver el mundo. Sabías con quién estabas jugando. Conocías las reglas del juego.
La misma semana que firmé el contrato de la FRT, me mudé a la ciudad. Aunque podría haberme puesto a buscar casa con facilidad, una nueva y elemental precaución me frenó. Nada de decisiones rápidas. Nada de quedarme la primera cosa maravillosa que me ofrecieran. Nada de creer en la ardiente incandescencia del éxito. Así que, en lugar de un gran loft minimalista o una mansión de Brentwood de súper nuevo rico, alquilé una casa moderna y agradable en una urbanización moderna y agradable de Santa Mónica. Tres mil dólares al mes. Dos dormitorios. Bonita y luminosa. Perfectamente asequible para mí. Sensata.
Y cuando tuve que elegir el indispensable símbolo totémico de Los Ángeles, es decir, el coche, decidí quedarme con mi desvencijado Volkswagen Golf. El primer día que me presenté en la FRT a trabajar, llegué justo detrás del Mercedes descapotable de Brad Bruce. Miró muy divertido.
– A ver si lo adivino -dijo-. Has vuelto a la universidad y tienes la guantera llena de cintas de Crosby, Stills y Nash.
– Me ha servido muy bien en Meredith. Así que creo que puede servirme también aquí.
Brad Bruce sonrió con complicidad, como si dijera: «Vale, si quieres juega a hacerte el pobre un poco más, pero verás lo pronto que te pones al día. Porque eso es lo que se espera de ti».
Yo sabía que tenía razón. Algún día me desharía de mi cafetera. Pero sólo cuando no arrancara por las mañanas.
– ¿Preparado para el gran regreso? -preguntó Brad.