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– Muy bien -dijo, cuando me llamó al despacho-. Ya está, ya puede volver a verla.

– ¿Lucy se ha calmado?

– Sí, finalmente ha decidido que Caitlin necesitaba ver a su padre, tal como le dije que pasaría. Sólo lamento que haya tardado tanto. Pero la buena noticia es que no sólo puede volver a verla regularmente, sino que no ha pedido que sean visitas supervisadas, que es lo que suele pedirse en situaciones en las que se han suspendido las visitas una temporada.

– ¿Su abogado ha dado alguna explicación de por qué había cambiado de idea Lucy?

– Digámoslo así: estoy seguro de que Caitlin ha influido bastante en que su madre cambiara de opinión. Y, si le he de ser sincero, la noticia de su regreso al trabajo no le ha hecho ningún daño.

Pero había otra razón, y la descubrí cuando fui a pasar mi primer fin de semana con mi hija, después de ocho meses.

Alquilé un coche en el aeropuerto para ir a casa de Lucy en Sausalito. Llamé al timbre. En un instante, se abrió la puerta y Caitlin se lanzó a mis brazos. La abracé durante largo rato. Después ella me dio un codazo y dijo:

– ¿Me has traído un regalo?

Me reí, tanto por la genial impertinencia del comentario como por su extraordinaria resistencia. Habían pasado ocho meses aterradores, y seguíamos allí: padre e hija. Para ella, no había cambiado nada.

– El regalo está en el coche. Te lo daré luego.

– ¿En el hotel?

– Sí, en el hotel.

– ¿El mismo hotel donde estuvimos aquella vez, en el cielo?

– No, ese hotel no, Caitlin.

– ¿Ya no le gustas a tu amigo?

La miré, aturdido. Se acordaba de todo. De todos los detalles de todos los fines de semana que habíamos pasado juntos.

– Es una historia muy larga, Caitlin.

– ¿Me la contarás?

Pero antes de que encontrara una forma de contestar esa pregunta, oí la voz de Lucy.

– Hola, David.

Me incorporé, todavía con la mano de Caitlin en la mía.

– Hola.

Un silencio incómodo. ¿Cómo puedes intercambiar cortesías después de tanta hostilidad, de todas aquellas horribles estupideces legales, de todo aquel daño inútil?

Pero decidí hacer un esfuerzo y dije:

– Estás guapa.

– Tú también.

Otro silencio incómodo.

Un hombre salió de detrás de la casa y se acercó al umbral donde estaba Lucy. Era alto, larguirucho, de cuarenta y pocos años, vestido de forma conservadora con el uniforme estándar de fin de semana de los chicos bien de clase media: camisa azul, jersey de lana marrón, pantalones de algodón, botas de piel. Rodeó a Lucy con un brazo y yo intenté no pestañear.

– David, te presento a mi amigo Peter Harrington.

– Me alegro de conocerte por fin, David -dijo él, ofreciéndome su mano.

La estreché pensando: «Al menos no ha dicho “he oído hablar mucho de ti”».

– Encantado -dije.

– ¿Podemos irnos, papá? -suplicó Caitlin.

– Por mí sí. -Volví a mirar a Lucy-. El domingo a las seis.

Ella asintió con la cabeza y mi hija y yo nos marchamos. De camino a San Francisco, Caitlin dijo:

– Mamá va a casarse con Peter.

– Ah -dije-. ¿Y a ti qué te parece?

– Quiero ser dama de honor.

– Seguro que te dejarán. ¿Sabes a qué se dedica Peter?

– Dirige una iglesia.

– ¿De verdad? -exclamé, ligeramente alarmado-. ¿Qué clase de iglesia?

– Una iglesia bonita.

– ¿Te acuerdas de cómo se llama?

– Uni… uni…

– Unitaria, ¿puede ser?

– Eso es, unitaria. Es muy raro.

Bueno, al menos era una de las religiones civilizadas.

– Peter es muy simpático -añadió Caitlin.

– Me alegro.

– Y le dijo a mamá que debía permitir que me vieras otra vez.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque yo estaba en la otra habitación, jugando, cuando él lo dijo. ¿Mamá no te dejaba venir a visitarme?

Miré hacia las luces de la bahía.

– No -dije.

– ¿De verdad?

Caitlin, no necesitas saber la verdad.

– Sí, mi vida, es verdad. He estado fuera, trabajando.

– Pero nunca volverás a estar fuera tanto tiempo, ¿verdad?

– Nunca.

Me alargó una mano.

– ¿Hecho? -preguntó.

Sonreí.

– ¿Desde cuándo trabajas en Hollywood?

Ignoró mi bromita y estiró un poco más la mano.

– ¿Hecho, papá?

Cogí su mano y la estreché.

– Hecho.

El fin de semana pasó en una bruma deliciosa. Y a las seis del domingo estábamos de vuelta en casa de Lucy. Cuando abrió la puerta, Caitlin corrió a abrazar a su madre, después se volvió y me dio un gran beso húmedo en la mejilla y dijo:

– Nos vemos dentro de quince días, papá.

Entró como una tromba, abrazando las muñecas Barbie y otros objetos inútiles de plástico que le había comprado durante el fin de semana. De repente, Lucy y yo nos encontramos solos en el umbral, mirándonos en medio de otro silencio incómodo.

– ¿Lo habéis pasado bien? -me preguntó Lucy.

– De maravilla.

– Me alegro.

Silencio.

– Bueno… -dije, retrocediendo.

– Vale -dijo Lucy-. Adiós.

– Hasta dentro de quince días.

– De acuerdo.

Asentí con la cabeza y me volví para marcharme.

– David -dijo.

Eso me detuvo.

– ¿Sí?

– Quería decirte… que me alegro de que todo se haya arreglado para ti, profesionalmente quiero decir.

– Gracias.

– Debe de haber sido espantoso.

– Lo ha sido.

Silencio. Después ella dijo:

– También quiero que sepas algo. Mi abogado me dijo que, cuando todo te salía mal, también perdiste todo tu dinero…

– Es verdad. He estado arruinado una temporada.

– Aun así me pagaste la pensión todos los meses.

– Era mi obligación.

– Pero estabas arruinado.

– Era mi obligación.

Silencio.

– Me conmovió, David. Mucho.

– Gracias -contesté.

De nuevo quedamos en un silencio angustioso. De modo que me despedí, volví al coche y fui al aeropuerto, donde cogí un vuelo de vuelta a Los Angeles. Por la mañana me levanté, fui a trabajar, tomé muchas «decisiones creativas», contesté muchas llamadas de teléfono, almorcé con Brad, encontré tres horas por la tarde para mirar ese vacío llamado pantalla del ordenador, manipulé a mis personajes para darles una apariencia de vida, acabé trabajando hasta las ocho, cerré la oficina yo mismo, compré un poco de sushi de camino a casa, me comí el sushi, bebí una cerveza mientras veía la última parte de un partido de los Lakers, me metí en la cama con una novela de Walter Mosley y dormí razonablemente bien durante siete horas. Me levanté y empecé de nuevo desde el principio.

Y en algún punto de esa rutina, se abrió camino una reflexión: todo lo que querías recuperar lo has recuperado. Pero con ese pensamiento, me vino otro: ahora estás solo.

Tenía el placer intelectual del trabajo, claro. Y tenía los dos fines de semana al mes que podía visitar a mi hija. Pero aparte de eso…

¿Qué? No tenía una familia que me esperara en casa cada noche. Otro hombre haría el papel cotidiano de padre para mi hija. Y aunque hubiera recuperado mi posición profesional, ya sabía que el éxito sólo te llevaba hasta el siguiente éxito, que, a su vez, sólo te llevaba…

¿Adónde exactamente? ¿Cuál era el destino definitivo? De todo, aquello era lo más desconcertante. Podemos pasar años esforzándonos por llegar a alguna parte, pero cuando finalmente llegamos, cuando todo nos viene de cara y tenemos todo lo que habíamos deseado, nos encontramos de repente ante una verdad singular: ¿hemos llegado realmente a alguna parte? ¿O estamos solamente en una estación intermedia, todavía en tránsito hacia un destino ilusorio? ¿Un lugar que desaparece de nuestra vista en cuanto ya no se nos considera tocados por el éxito?

¿Cómo podemos llegar a un final de trayecto que no existe?

Si había algo que había aprendido sobre ese camino esquivo, era esto: lo que todos buscamos es una especie de desesperada autoconfirmación. Pero eso sólo podemos encontrarlo a través de los que han sido suficientemente tontos para amarnos… a los que nosotros hemos amado.