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Entonces sucumbieron a una lluvia de palmaditas en la espalda e insultos. Dos hombres hechos y derechos pasaron a comportarse como dos adolescentes delante de mis ojos. Alex agarró a James por el cuello y le frotó el pelo con los nudillos hasta que James se irguió, el rostro colorado y los ojos brillantes de tanto reír.

Los dejé con sus saludos y fui a darme una ducha. Abrí el grifo del agua fría y me quedé debajo del chorro, con la boca abierta, para intentar borrar el sabor del amigo de la infancia de mi marido.

La señora Kinney suele mirarte como si hubiera percibido un olor desagradable, pero fuera demasiado educada para decirlo. Estoy acostumbrada a que me dedique el gesto, los labios cuidadosamente fruncidos y los orificios nasales ensanchados con delicadeza. Supuse que en aquella ocasión también estaba dedicado a mí, hasta que vi que algo llamaba su atención más allá de mi hombro.

Me había propuesto sonreír y asentir con la cabeza, sin pararme a escuchar sus comentarios durante la cena, sobre cómo la había preparado, cuánto servir, dónde sentar a cada uno. De manera que al oír que tartamudeaba, como si fuera una muñeca a la que no se le ha dado bien cuerda porque tiene la llave oxidada, me volví y seguí su mirada con la mía.

– Hola, señora Kinney.

Alex también se había duchado y se había puesto un pantalón negro y una camisa de seda. Cualquiera diría que iba muy arreglado, pero en él no lo parecía. Se acercó con una sonrisa a mi suegra y aceptó esa especie de abrazo y beso en la mejilla que se empeña en dar cuando nos vemos, aunque detesto los abrazos que se dan por compromiso.

– Alex -contestó ella con un tono tan rígido como su espalda, pero inclinó la cabeza y aceptó el beso que le dio él en la mejilla-. Hacía tiempo que no te veíamos.

Su tono dejaba claro que no lo había echado de menos. Alex no pareció ofenderse. Se limitó a estrecharle la mano a Frank y saludó con la mano a Margaret y a Molly.

– James no me comentó que hubieras vuelto -continuó la señora Kinney, como si el hecho de que James no se lo hubiera dicho implicara que no podía ser cierto.

– Hacía tiempo, sí. He vendido mi empresa y necesitaba encontrar un lugar en el que quedarme unos días. Estaré por aquí unas semanas.

Envidié la manera en que Alex sabía jugar con ella. Una respuesta despreocupada que desmentía el hecho de que sabía exactamente qué era lo que le interesaba averiguar a ella y él no estaba dispuesto a proporcionarle. Mi opinión sobre Alex Kennedy subió un punto.

Mi suegra miró por encima del hombro de Alex a James, que estaba jugando a lanzar al aire a una de sus sobrinitas.

– ¿Vas a quedarte aquí? ¿Con James y Anne?

– Sí -contestó él con una sonrisa de oreja a oreja, las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los talones.

Mi suegra me miró.

– Qué… bien.

– Pienso que va a estar muy bien -respondí yo con dulzura-. James y Alex van a poder estar juntos y seguro que van a disfrutar. Y tendré la oportunidad de conocer mejor a Alex. Al fin y al cabo es el mejor amigo de James.

Sonreí alegremente sin añadir una sola palabra más. La madre de James digirió mis palabras. La respuesta, lejos de satisfacerle, pareció bastarle, y le dirigió un costoso gesto de asentimiento como si le doliera el cuello. Acto seguido tomó la fuente de horno.

– Me llevo la fuente a la mesa.

– Claro. Como te parezca -contesté yo, consciente de que la colocaría donde le gustara, independientemente de lo que yo le dijera. Una vez hubo desaparecido, y Alex y yo nos quedamos a solas un momento, me volví-. ¿Por qué le fastidia tanto tu presencia? ¿Qué hiciste?

Él compuso una mueca.

– No me digas. Y yo que creía que me adoraba.

– Tienes razón. Era adoración lo que he visto en su rostro. Si mirarte como si hubiera pisado una caca de perro se considera una mirada de adoración.

Alex soltó una carcajada.

– Algunas cosas nunca cambian.

– Todo cambia -le contesté yo-. En un momento u otro.

No podía decirse lo mismo de los sentimientos de la señora Kinney, al parecer, que evitó conversar con él en toda la cena, aunque no escatimó en miradas de asco.

Por su parte, Alex se mostró cordial, educado y ligeramente distante. Teniendo en cuenta desde cuándo se conocían James y él y lo «acogedores» que se mostraban todos con todos, el hecho de que Evelyn lo estuviera ignorando era esclarecedor.

– Bueno, bueno, bueno. Alex Kennedy -dijo Molly cuando entró en la cocina con una pila de platos sucios para meter en el viejo lavavajillas que sólo utilizaba cuando tenía invitados. Habíamos terminado de cenar y todos estaban en la terraza. Podría haber dejado los platos para más tarde, pero prefería buscarme cosas que hacer a dar conversación-. Ya sabes lo que se dice de los caraduras.

Coloque los platos en el lavavajillas y llené el compartimento del detergente.

– ¿Te parece que Alex es un caradura?

Molly me caía bien, o más bien no me desagradaba. Era siete años mayor que yo, y no teníamos en común nada más que a su hermano, pero no era una mujer dominante y autoritaria como su madre ni una peliculera intransigente como su hermana.

Se encogió de hombros y agarró las tapas de los envases de la ensalada que había sobre la encimera.

– ¿Recuerdas el chico contra el que te prevenía siempre tu madre? Pues ése es Alex.

– Era -dije yo, ayudándola a cerrar los envases de ensillada de pasta y col-. Cuando estaba en el instituto.

Molly miró por la ventana de la cocina en dirección a la terraza, desde donde nos llegaban las carcajadas de James y Alex.

– No sé -dijo Molly-. ¿Tú qué crees?

– Es amigo de James, no mío, y sólo va a quedarse aquí unas semanas. Si a James le cae bien…

Me detuvo su áspera risotada.

– Alex Kennedy dejó tirado a mi hermano en más de una ocasión, Anne. ¿De verdad crees que las personas como él cambian alguna vez?

– Oh, venga ya, Molly. Somos adultos. ¿Qué importa que se metieran en algún lío de pequeños? No mataron a nadie, ¿no?

– Bueno… no. Creo que no -dijo ella con un tono que decía que no le habría sorprendido que, por lo menos Alex, hubiera sido capaz de asesinar a alguien.

Sabía que jamás se le pasaría por la cabeza pensar algo así de James, el niño bonito de la familia. Igual que sabía que por mucho que James hubiera ido de juerga tanto como Alex cuando eran jóvenes, siempre sería culpa de este último, nunca de mi marido. En mi opinión, los Kinney habían hecho un flaco favor a James subiéndolo a un altar. James era un hombre seguro de sí, eso era bueno. Pero no sabía asumir la culpa, y eso no era tan bueno.

– Vale, dime qué es eso tan horrible que hicieron.

Molly aclaró uno de los paños de cocina y lo escurrió antes de limpiar la encimera de la isla central, aunque ya lo había hecho yo. En ella me enfadó mucho menos que si lo hubiera hecho su madre, que, sin duda, lo habría hecho deliberadamente. Molly sencillamente estaba condicionada después de tanto seguir el ejemplo de alguien que siempre encontraba defectos en todo, aunque no hubiera nada fuera de lugar.

– Alex no proviene de una buena familia.

No hice ningún comentario. Si quieres averiguar los verdaderos sentimientos de una persona, tienes que dejar que hable. Molly limpió unas manchas imaginarias.

– Eran gente sin educación ni modales, sinceramente. Sus hermanas eran unas zorras. Una o dos de ellas se quedaron embarazadas en el instituto. Sus padres eran unos borrachos. Clase baja.

Me parece que no me inmuté ante la opinión que le merecía la familia de Alex. No estaba hablando de mis hermanas o de mis padres o de mi.

Me dieron ganas de decirle que era afortunada porque nadie la juzgara basándose en los actos de sus padres, pero me guardé la opinión para mí.

– Algo bueno debió de ver James en él cuando decidió ser su amigo, Molly. Y no siempre somos igual que nuestros padres.