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Ella se encogió de hombros. Quería contarme algo más. Lo vi en sus ojos.

– Bebía y fumaba, y no sólo cigarrillos, ya sabes lo que quiero decir.

– Muchos chavales lo hacen, Molly, hasta los considerados buenos chicos.

– Usaba lápiz de ojos.

Enarqué ambas cejas. Allí estaba. Lo peor. Peor que beber y fumar hierba; peor incluso que el hecho de que su familia fuera de baja estofa. Aquélla era la verdadera razón por la que no les gustaba Alex Kennedy entonces, y seguía sin gustarles.

– Lápiz de ojos -no pude evitar decirlo como si me pareciera algo ridículo, porque… la verdad es que lo era.

– Sí -respondió ella con tono despectivo, echando otro vistazo rápido a la terraza-. De color negro. Y… a veces…

Esperé mientras mi cuñada se debatía entre seguir hablando o callarse.

– Brillo de labios -dijo finalmente-. Y se teñía el pelo de negro y se lo cardaba, y se ponía camisas de vestir, que se sujetaba con alfileres a la altura de la garganta, y chaquetas de vestir…

– Vamos, Molly. Mucha gente se vestía así. Eran los ochenta.

Ella volvió a encogerse de hombros. Nada de lo que yo pudiera decirle la haría cambiar de opinión.

– James no. Hasta que empezó a salir con Alex.

Había visto fotos de James de aquella época. Un chico flacucho y desgarbado, una mezcolanza de rayas y cuadros escoceses acompañados de unas Converse desgastadas. No me había fijado si llevaba lápiz de ojos o brillo de labios, pero tampoco me costaba imaginarlo. Seguro que haría resaltar sus brillantes ojos azules, pensé.

– Da igual -dijo Molly-. No me parece que haya cambiado mucho.

– Vigilaré mi bolsa de maquillaje.

Esta vez no se le pasó por alto mi nota de sarcasmo.

– Sólo te aviso, Anne. Alex era mala influencia entonces y probablemente siga siéndolo ahora. Tómatelo como quieras.

– Gracias -respondí yo. No pensaba hacer nada con aquella información. Cuanto más lo odiaba la familia, más ganas tenía yo de que me gustara-. Lo tendré en cuenta.

– Nos alegramos mucho cuando James dejó de quedar con Alex -añadió inesperadamente y yo levanté la vista hacia ella.

– Sé que se pelearon por algo.

Si quieres que alguien te cuente algo que están deseando contar, lo único que tienes que hacer es dejarlo hablar.

Pero por mucho que Molly pudiera querer contarme al respecto, no podía.

– Sí, lo sé. James nunca nos contó el motivo. Nos dijo sólo que Alex había ido a verlo a la universidad. Alex no fue a la universidad, ya sabes.

No parecía que le hubiera ido mal sin estudios universitarios. Tampoco hice comentario alguno sobre el tema.

– El caso es que fue a Ohio State a ver a James y ocurrió algo que provocó la pelea. James vino a casa a pasar una semana. ¡Una semana! Después regresó a la universidad y nunca supimos lo que verdaderamente ocurrió entre ellos.

No podía contener la sonrisa de suficiencia que mis labios estaban deseando esbozar, así que disimulé como pude guardando los envases de plástico en el frigorífico. Aquello era todavía peor que lo del lápiz de ojos. Que James se hubiera atrevido a ocultarles detalles íntimos de su vida. Que supiera algo que ellos no sabían.

Un secreto.

Claro que también me lo había ocultado a mí.

Capítulo 4

Me fui a la cama antes que los hombres, y James me despertó cuando vino a dormir. Me dio con el codo una o dos veces, pero yo fingí estar profundamente dormida y al poco rato oí sus ronquidos. Había estado durmiendo como un bebe hasta su llegada, pero ahora estaba despierta, escuchando los ruidos que hacen todas las casas por la noche. Los mismos crujidos y lamentos, el tictac del ruidoso reloj. Pero esa noche había un sonido desconocido. El arrastre de pies por el pasillo, la cisterna del cuarto de baño y el resbalón de una puerta al cerrarse. Después el sonido de personas durmiendo que llenaba el aire. Dejé que James me acercara hacia él hasta que me quedé dormida en sus brazos.

Se levantó y salió de casa antes de que yo me despertara. Me quedé un rato en la cama, estirándome y pensando, hasta que las ganas de ir al baño me obligaron a levantarme. Alex estaba en la terraza con una taza de café en la mano, mirando el lago. Volvió la cabeza justo cuando la brisa de la mañana le revolvía el flequillo demasiado largo que le caía sobre la frente. Me lo imaginé vestido a la moda que se llevaba en los ochenta y sonreí.

– Buenos días. Pensé que seguirías durmiendo -me senté con él a tomarme el café. Estaba bueno. Mejor que el que preparaba yo.

Ya me estaba acostumbrando a su aspecto lánguido. Me estaba acostumbrando a él. Su boca se arqueó.

– Tengo el sueño cambiado con tanto viaje. Las zonas horarias, el jet-lag. Además, a quien madruga…

Esbozó una amplia sonrisa tan franca que no me quedó más remedio que corresponderlo. Nos apoyamos en la barandilla el uno al lado del otro y contemplamos el lago. No me pareció que esperara que yo dijera algo, y viceversa. Resultaba agradable.

Cuando se terminó el café, levantó la taza y dijo:

– Entonces estamos tú y yo solos, y tenemos todo el día por delante.

Yo asentí. La perspectiva no me preocupaba tanto como el día anterior. Era extraño cómo el hecho de que me hubiera prevenido contra él hacía que me sintiera más cómoda en su compañía.

– Sí.

Desvió nuevamente la atención hacia el agua.

– ¿Seguís teniendo el Skeeter?

El Skeeter era un pequeño velero que había pertenecido a los abuelos de James.

– Claro.

– ¿Te apetece salir a navegar? Podríamos ir al puerto deportivo, amarrar y comer algo en Bay Harbor. Hacer de turistas por un día. Yo invito. ¿Qué dices? Hace años que no subo a una montaña rusa.

– No sé navegar.

– Anne… -su mirada se volvió profunda, enarcó una ceja y esbozó una media sonrisa que más parecía una mueca lasciva-. Yo sí.

– La verdad es que no me gusta demasiado navegar -su mirada, seductora y suplicante acompañada de un conato de puchero, hizo que me detuviera.

– ¿No te gusta navegar? -contempló nuevamente la superficie del lago-. Vives junto a un lago y no te gusta navegar.

Sonaba ridículo.

– No.

– ¿Te mareas?

– No.

– ¿No sabes nadar?

– Sé nadar.

Nos estudiamos detenidamente. Creo que Alex esperaba que le dijera lo que de verdad quería decir, pero es que no quería compartir nada con nadie. Al cabo de un minuto me sonrió de nuevo.

– Cuidaré bien de ti. No te preocupes.

– ¿Eres un marinero experto?

Alex soltó una carcajada.

– No en vano me llaman Capitán Alex.

Yo también me reí.

– ¿Quién te llama Capitán Alex?

– Las sirenas -contestó.

Yo resoplé con desdén.

– Ya.

– Anne -dijo poniéndose serio-. No nos ocurrirá nada.

Yo vacilé un momento y miré hacia el lago primero, y hacia el cielo después. Hacía un día precioso. Las únicas nubes que adornaban el cielo eran blancas y esponjosas como ovejas. Podía estallar una tormenta en cualquier momento, pero sólo se tardaba veinte minutos en atravesar el lago hasta el puerto deportivo de Cedar Point.

– Vale, está bien.

– Perfecto -dijo Alex.

Amarramos en el puerto deportivo. Alex había demostrado ser, efectivamente, un hábil marinero. Hacía un año que no iba a Cedar Point. Como cada temporada, la pintura y las nuevas atracciones hacían que el parque pareciera nuevo.

Tuvimos suerte. No había mucha gente. En su mayoría autobuses escolares que llegaban temprano, pero se movían en grandes grupos, con lo cual había zonas totalmente despejadas.

– Lo he pasado muy bien en este sitio -dijo Alex mientras tomábamos uno de los senderos flanqueados por árboles, en dirección al fondo del parque-. Aquí fue donde me dieron mi primer trabajo de verdad. Mi primera paga de verdad. Fue el primer lugar en el que me di cuenta de que de verdad podía irme de Sandusky para siempre.