– ¿Sí? -nos apartamos un poco para dejar que nos adelantara una horda de chiquillos apresurados-. ¿Por qué?
– Porque supe que había otros lugares en los que trabajar, aparte de éste o la fábrica de componentes de automoción -contestó-. Cedar Point contrata a muchos universitarios. Oírlos hablar de dónde iban a ir y de lo que iban a hacer convertía la universidad en una posibilidad real.
Yo ya sabía que no llegó a ir a la universidad.
Me miró.
– Sin embargo, no llegué a ir.
– Y ahora has vuelto -no intentaba ser una sabelotodo, sólo pretendía señalar algo interesante. Un círculo que se cerraba.
Alex se rió.
– Sí. Pero sigo sabiendo que hay más cosas en el mundo aparte de esto. Aunque a veces viene bien recordar que tienes un hogar.
– ¿Piensas en este lugar como tu hogar? -nos dirigíamos hacia lo que una vez fuera la montaña rusa más alta, más rápida y más inclinada del parque, la Magnum XL-200. Su estructura todavía impresionaba. Me gustaba montarme en la parte delantera.
– Algún sitio tiene que serlo, ¿no?
La cola no era tan larga como a veces ocurría durante el verano, cuando podías pasarte horas esperando para subir. Aun así tuvimos que esperar un poco. La cola avanzaba muy despacio, lo cual nos dio la oportunidad de charlar largo y tendido.
– Tenía la impresión de que no te gustaba mucho este lugar -sin ahondar en la cuestión, avanzamos hacia la pasarela que nos llevaba al compartimento delantero de la atracción.
– Guardo gratos recuerdos -se encogió de hombros-. ¿Quién dijo que el hogar de uno es aquél en el que te acogen?
– ¿Robert Frost?
Se echó a reír.
– Creo que por eso Sandusky sigue siendo mi hogar. Regresé y alguien me acogió.
Alguien lo había hecho, pero no había sido su familia.
El encargado de la atracción nos indicó que nos sentáramos en el compartimento delantero. Y así lo hicimos, rodilla contra rodilla, el cinturón de seguridad bien apretado. Puede que la Magnum ya no fuera la más rápida ni la más alta, y también puede que no tuviera ningún bucle, pero seguía impresionando. Sesenta y dos metros de alto y cincuenta y nueve de caída, los dos minutos más emocionantes de tu vida.
Parece que tardas una eternidad en llegar a lo más alto de la primera cuesta, pero una vez allí, la vista del parque es alucinante. La brisa alborotó el pelo de Alex, y tuve que entornar los ojos para protegerme del sol. Me había quitado las gafas antes de subir. Nos miramos y sonreí al ver su amplia sonrisa.
– Levanta los brazos -dijo.
Los dos lo hicimos.
En aquella posición siempre me da tiempo para pensar «¿por qué estoy haciendo esto?». Me encantan las montañas rusas, las subidas y las bajadas, la sensación de que el corazón se te sube a la garganta y el golpe de adrenalina. Pero en lo más alto, con el mundo a mis pies, siempre me detengo a pensar por qué me someto al miedo.
Parecía como si nos hubieran dejado allí colgados largo rato hasta que soltaron el carro y comenzamos el rápido descenso. Yo ya estaba preparada, abriendo la boca para gritar.
Alex me agarró de la mano.
Caímos.
Volamos.
Grité, pero de risa y sin aliento. Era como si te lanzaran al espacio y empezaras a girar, a subir y a bajar. A planear. Y en dos minutos se terminó el viaje, el tren entró en la estación cargado de pasajeros temblorosos y despeinados. Sentía los dientes secos. Alex me soltó la mano.
Salí del coche con las piernas ligeramente temblorosas y lo seguí hasta la salida. Me ayudó a pasar por la portezuela y se dio la vuelta, caminando de espaldas de manera que podía mirarme a la cara. Tenía el rostro iluminado.
– La Magnum es una montaña rusa acojonante -dijo-. Puede que ahora las hagan más altas, pero no hay ninguna tan dulce.
– A James no le gustan -era cierto, pero de repente me pareció un comentario desleal, y no sabría decir por qué-. Dice que tuvo sobredosis de pequeño.
– Qué va. Nunca le gustaron -dijo Alex sacudiendo la cabeza al tiempo que dibujaba un círculo en el aire con un dedo-. Es capaz de subirse en el Puke-a-Tron o el Barf-o-Rama veinte veces seguidas, pero nunca sube a una montaña rusa.
– Tiene mucho equilibrio. Por eso puede dar tantas vueltas en el sitio.
James podía subirse a aquellas atracciones que giraban sin parar y no se mareaba.
– Pero no le gusta mucho lo de subir y bajar -dijo Alex imitando con gestos de las manos las curvas de la montaña rusa-. ¿Y tú, Anne?
– A mí me gustan las dos cosas.
Íbamos por otro de los tortuosos senderos del parque, dejando atrás puestos de comida y juegos de azar a los que trataban de atraernos para que probáramos suerte. Podíamos ganar un peluche. El olor a palomitas y patatas fritas empezó a abrirme el apetito, y mi estómago contestó con un rugido.
Alex me miró de soslayo.
– Pero prefieres las montañas rusas.
Yo también le lancé una mirada de soslayo.
– A veces.
Se rió.
– Yo también.
Delante de nosotros colgaba el indicativo de Excursiones en barcos de vapor, una atracción que el parque denominaba Tranquila y que se trataba, fundamentalmente, de una puesta en escena extravagante y animada narrada por los «capitanes» del barco. La última vez que subí, el personal iba disfrazado como vestían los antiguos capitanes de las rutas fluviales, chaquetas granates y brazaletes decorados incluidos. Ahora vestían el uniforme del resto del personal del parque. Una gran decepción.
– Vaya, excursiones en barco de vapor. No me he subido -me detuve a la puerta.
– Subamos entonces.
– No tenemos que hacerlo. Hay muchas otras atracciones.
– ¿Y? Tenemos tiempo -Alex me tendió la mano.
El paseo era tan empalagoso y encantador como recordaba. Los chistes eran malos, pero nos hicieron reír, y fue un viaje tranquilo. Nos sentamos al fondo, las piernas de uno y otro muy juntas en el estrecho banco. El agua del canal era de un tono verde pardusco.
– Creía que el barco se movía por unos rieles -mascullé cuando el capitán de nuestro barco aceleró el motor para evitar un banco de arena.
– Cuando trabajaba aquí, uno de los capitanes casi hunde un barco.
– ¿De verdad? ¿Cómo se hace para hundirlo? -me volví hacia Alex.
– Golpeó el muelle con demasiada fuerza. Supongo que se haría un agujero en alguna parte -Alex señaló con la cabeza hacia el muelle en el que esperaban dos de los otros capitanes para amarrar el barco y que bajaran los pasajeros.
Me volví hacia el y lo miré con curiosidad.
– ¿Fuiste tú?
Alex se quedó sin palabras un momento, al cabo del cual se echó a reír.
– No. Yo era el que limpiaba los aseos.
Debió de notar la sorpresa en mi cara.
– Siempre pensé que…
A América no le hace demasiada gracia lo del sistema de clases. Todos somos iguales, aun cuando no lo somos. Nadie admitiría nunca en voz alta que para ocuparse de los aseos contrataban a gente menos presentable, digamos, desde el punto de vista social, que a la que se contrataba para manejar las atracciones o servir la comida.
– ¿Ves lo que se consigue cuando tienes mala actitud?
Se encogió de hombros.
Bajamos del barco. Le di las gracias al joven capitán, que todavía parecía un poco abochornado por haber estado a punto de embarrancar. Oí cómo le tomaban el pelo sus compañeros mientras nos alejábamos.
– Entonces te dedicabas a limpiar los aseos. ¿Durante cuánto tiempo lo hiciste?
– Dos temporadas. Después pasé a formar parte del personal de mantenimiento a tiempo completo.
– Trabajaste aquí mucho tiempo.
– Hasta que cumplí veintiuno. Conocí a un tipo en un club que estaba contratando gente para una fábrica que tenía fuera del país. Me introdujo en el negocio de los transportes y la distribución. Dos años después tenía mi propio negocio.