– Y ahora eres más que multimillonario.
– De limpia retretes a hombre de éxito hecho a sí mismo -dijo Alex, sin jactarse, pero sin restarle importancia tampoco-. De la mierda al esplendor.
Me apetecía beber algo y nos detuvimos a comprar un par de limonadas recién hechas. La limonada, ácida y fría, me hizo fruncir los labios. Pura delicia. Verano líquido.
James me había contado que en la pelea con Alex el alcohol habría tenido algo que ver. Muchas relaciones se han fraguado y también se han roto gracias al alcohol.
– ¿Y no habías vuelto hasta ahora?
Alex agitó el hielo de su vaso antes de beber.
– No.
Había abandonado el país a los veintiuno por invitación de un tipo al que había conocido en un bar y después de una pelea tan catastrófica con su mejor amigo que ninguno de los dos quería hablar del motivo. O tal vez estuviera exagerando y la pelea había tenido escasa relevancia y el resto era pura coincidencia, por lo que ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar de ello.
Estuve a punto de pedirle que me contara los detalles, pero me contuve. Pedírselo significaría admitir que no lo sabía, ¿y que clase de esposa no sabría algo así de su marido? No conocía a Alex Kennedy lo bastante como para que no me importara lo que pudiera pensar de mi matrimonio.
– Bueno, nos alegramos de que ahora estés aquí.
Era el comentario apropiado, pensé, pero él se limitó a lanzarme otra de sus lánguidas miradas acompañadas de una mueca burlona.
– Dije que te invitaría a comer a un sitio bonito -dijo-. Pero me muero por una buena hamburguesa y unos nachos.
De todas formas, aquello me apetecía más que un sitio pretencioso. A pesar del ambiente relajado del complejo turístico, me parecía que no iba vestida de manera adecuada para ir a otro sitio que no fuera una hamburguesería. Nos sentamos con nuestra comida en una mesa y charlamos mientras comíamos.
Se le daba mejor escuchar que hablar sobre sí mismo, con una curiosa habilidad para sonsacarme respuestas que le habría ocultado a cualquier otra persona. Era a un tiempo sutil y directo a la hora de hacerme preguntas que podrían haber sonado groseras en alguien que no poseyera una personalidad tan apabullante. Resulta fácil ser interesante para alguien que tiene interés, y me sorprendí hablando animadamente de temas que hacía años que no tocaba.
– Yo sólo quería ayudar a la gente -dije cuando me preguntó por qué no había vuelto a trabajar cuando fracasó lo del refugio-. No quiero trabajar en Kroger, metiendo los alimentos en bolsas para los clientes. O en una fábrica, poniendo tapas a los tarros. Y, además, si tenemos niños…
Alex se estaba recostando en su asiento, pero cambió de postura al decir yo aquello.
– ¿Quieres tener niños?
– James y yo lo hemos estado hablando.
– Eso no es lo que te he preguntado.
Había empezado a soplar un poco de viento y hacía frío. Observé el cielo. Se había oscurecido mientras charlábamos. El bullicio de la montaña rusa enmascaraba los lejanos truenos.
– Se está preparando tormenta.
– Sí. Es posible -me miró de nuevo. Debió de notarme preocupada-. Quieres irte.
No me lo preguntó. Simplemente lo sabía. Se me pasó por la cabeza quitarle importancia, decirle que no me pasaba nada, pero no lo hice.
– Sí -respondí-. No quiero estar en el lago en mitad de una tormenta.
Regresamos al puerto deportivo. Las aguas se habían encrespado y presentaban un color gris. El cielo no se había puesto negro aún, pero las nubes ya no parecían esponjosas ovejas blancas.
Alex actuaba con rapidez pero sin apresurarse. Con seguridad. Aparejó, empujó la embarcación para separarnos del muelle y la orientó hacia casa. Me agarré a los costados del Skeeter. No llevaba puesto el chaleco salvavidas, pero en breve me lo pondría.
Navegábamos en sentido opuesto al viento y, aunque avanzábamos, lo hacíamos despacio y con mucho esfuerzo. Gotas de agua nos salpicaban la cara de vez en cuando. Levanté los ojos al cielo sin necesidad ya de llevar gafas para protegerlos del sol. ¿Tendríamos tormenta con lluvia, rayos y truenos?
Vi el resplandor azul blanquecino a lo lejos y oí el rumor del trueno. Estábamos a medio camino de casa.
Sabía nadar. Podría nadar en caso de que el barco se hundiera, pero la gente se ahogaba todo el tiempo cuando los sorprendía una tormenta porque no estaban preparados, porque corrían riesgos, por estúpidos. Incluso aquellas personas que sabían nadar. Incluso las que habían ganado medallas. Y aun así, no era capaz de soltarme para ponerme un chaleco.
Alex masculló una imprecación cuando se levantó un viento más fuerte y amenazó con arrancar la vela. Me gritó que agarrara una cuerda y le hiciera un nudo, instrucciones que yo no comprendía porque no sabía navegar. Nunca me había dado por aprender.
El barco se bamboleaba entre las aguas y saltaba por encima de las olas repentinas. En una de ellas nos elevamos demasiado y cuando nos precipitamos al interior del valle que se formó noté como si el estómago se me subiera a la boca. Arriba. Abajo. Una montaña rusa muy poco divertida, desprovista de la seguridad que proporcionaban los frenos y los cinturones.
La lluvia mezclada con el agua que salpicaba del lago se parecía a una cortina de encaje húmedo o a los listados de números y símbolos sobre fondo negro que se desplazaba de arriba abajo de la pantalla al comienzo de la película Matrix. Se parecía al tornado de El mago de Qz, con un curvado cuello de dinosaurio que presagiaba el desastre.
El Skeeter era una embarcación pequeña y se bamboleó cuando Alex cambió de posición y se inclinó sobre mí. Inspiré profundamente. No grité, pero el corazón me martilleaba dentro del pecho con tanta virulencia que me dolía. Me aferré aún más a los costados del barco, tanto que se me pusieron los nudillos blancos.
– ¡No te preocupes! ¡Casi hemos llegado! -gritó por encima del estruendo del viento.
La tormenta cobró aún más fuerza cuando nos encontrábamos a escasos metros de la orilla. Alex se bajó de un salto a amarrar el barco en el pequeño muelle de madera que los abuelos de James habían construido. El viento hacía ondear la vela produciendo un ruido seco. No pude menos que ahogar un gemido de sorpresa por lo fría que estaba cuando me abofeteó en la cara.
Estábamos ya a salvo en la orilla, pero seguía teniendo los dedos agarrotados. Ayudé a Alex a amarrar y asegurar el Skeeter como pude. Las olas eran enormes por efecto de la tormenta, pero se iban deshaciendo hasta besar la playa; a fin de cuentas, aquello era un lago, no el océano.
La lluvia caía en forma de gruesas y ásperas gotas, cubriéndome la cabeza y los brazos, metiéndose en los ojos y las orejas. Echamos a correr hacia la casa y patinamos sobre el suelo de terrazo. Alex cerró la puerta de un portazo silenciando con éxito el estruendo de la tormenta que azotaba el exterior. Oí una respiración entrecortada y me di cuenta de que era la mía.
– Estás temblando -dijo Alex al tiempo que agarraba un paño de cocina que encontró sobre la encimera y me lo daba.
Lo sostuve en la mano un momento. El trozo de tela era tan pequeño que no me serviría nada más que para secarme la cara. Y eso hice.
– Mi padre -empecé a decir, pero entonces me detuve. Los dientes me castañeteaban como dados dentro de un vaso.
Alex aguardaba, chorreando. Un rayo del exterior se reflejó en el charco que se estaba formando a sus pies. Intenté hablar de nuevo.
– Mi padre me sacó a navegar una vez. Se suponía que íbamos a pescar. Empezó a oscurecer.
Alex se pasó la mano por el pelo mojado y se lo apartó de la frente. El agua le corría por el rostro, la nariz, el mentón. Sus ojos capturaron la luz verde del microondas.
– La tormenta estalló de repente. No estábamos muy lejos, pero yo no sabía navegar. Y él… estaba…