Él estaba bebiendo, como hacía casi siempre cuando no estaba trabajando. Se había servido innumerables veces de la jarra de «té helado» que guardada en la nevera roja y blanca que tenía a sus pies. Decía que el calor del sol le daba sed. Yo tenía diez años y había probado el contenido de su vaso, sin comprender cómo aquel líquido podía calmarle la sed.
Los zapatos de Alex chirriaron sobre la plaqueta del suelo a medida que se acercaba. La mano que me puso en el hombro se me hizo más pesada de lo que debería haber sido, un peso que no merecía. Fue un gesto de afecto, pero la comprensión que encerraba me resultó excesivamente íntima. No quería que me viera con compasión.
Me deshice del recuerdo.
– No nos ahogamos como es obvio.
– Pero te asustaste. El recuerdo todavía te asusta.
– Tenía diez años. No sabía bien lo que hacía. Mi padre jamás me habría hecho daño a propósito.
Alex encontró el nudo de tensión que tenía en el hombro y ejerció una presión suave pero firme. Mi cuerpo deseaba abandonarse a tan simple caricia, ceder a la espiral de ansiedad que se había ido tejiendo entre mis músculos. No me moví y los dos permanecimos tal cual, unidos por el contacto con la punta de sus dedos.
El resplandor del rayo seguido por el estallido del trueno me hizo dar un brinco. Me resbalé un poco, pero Alex estaba allí para sujetarme por el codo y dejar que me sostuviera en su firme brazo. No me caí.
El microondas emitió un ruidito cuando se fue la luz y despertó con un sonido similar cuando volvió al momento. Se oyó el estallido de un nuevo trueno y la casa se iluminó con el resplandor de otro rayo, y tras ello se fue definitivamente la luz. Aún no era de noche, pero el cielo se había oscurecido mucho a causa de la tormenta y la cocina quedó en penumbra.
A veces, la oscuridad es capaz de desvelar tanto como de ocultar. Estábamos en contacto, mano con hombro, mano con brazo, mano con codo. Estábamos chorreando. Respirando. Con el calor habían dejado de castañetearme los dientes.
– Estaba borracho -dije.
Alex ejerció nuevamente presión con los dedos. Nunca lo había dicho en voz alta. Todos los sabíamos, mis hermanas y mi madre, pero jamás habíamos hablado de ello. No se lo había contado a James, el hombre a quien había unido mi vida.
– No era capaz de dirigir la embarcación de vuelta. Entró agua por los costados, me llegaba hasta las rodillas y pensé que íbamos a morir. Tenía diez años -repetí como si fuera algo importante.
Alex no dijo nada, pero nos acercamos el uno al otro. El bajo de sus vaqueros me acariciaba la parte de los pies que dejaban al descubierto mis chanclas. El agua que escurría de su camisa me caía en el brazo desnudo. Estaba fría.
– Las familias son un asco -dijo.
La luz regresó. Nos separamos. Tenía la cena preparada cuando llegó James a casa. Cenamos mientras ellos reían a carcajadas y yo sonreía como si no hubiera pasado nada.
Mi madre no se decidía. No sabía si gritar o compadecerme de ella y no pararme a pensar en las circunstancias que la habían llevado a aquel estado. Hacía un calor en el desván tan asfixiante que parecía que estuvieras respirando vapor.
– Mamá, elige un par y vámonos. O mejor aún, bájate las cajas y las revisamos con más detenimiento abajo.
– No, no, no -respondió mi madre, agitando las manos como pajarillos sobre las cajas de fotos cuidadosamente etiquetadas-. Sólo será un minuto. Hay tantas tan bonitas…
Me mordí la lengua para no responder de mala manera y alargué el cuello para ver las fotos que había sacado. Había muchas muy bonitas. Había que reconocer que mis padres habían sido siempre muy fotogénicos, aun con el espantoso vestido de novia de estilo campestre de mi madre y el esmoquin marrón con camisa amarilla de chorreras que llevaba mi padre.
– ¿Qué te parece ésta? -alzó la foto de tamaño retrato. Mi madre llevaba una melena a lo Farrah Faweett y mi padre unas gruesas patillas que le llegaban hasta la mandíbula. Parecían felices.
– Perfecta.
– No sé -dijo mi madre, indecisa, repasando las fotos una y otra vez. La única diferencia entre ellas era el tamaño de sus sonrisas-. Ésta también es bonita, pero…
El calor estaba acabando con mi paciencia. Eso y la falta de sueño. Había vuelto a soñar con que tenía los bolsillos llenos de piedras y el agua me tapaba la cabeza.
– ¡Mamá, elige una ya!
Mi madre levantó la vista.
– Elígela tú, Anne. A ti se te dan bien estas cosas.
Alargué la mano hacia la que tenía más cerca.
– Ésta -la deje en el montón con las otras que mi madre había elegido para formar el collage que había propuesto Patricia.
– Ay, pero esa…
Las agarré y las guardé en un sobre de papel manila.
– Tengo que salir de aquí antes de que me desmaye. Me llevo todas éstas.
Sin esperar a que me respondiera, agaché la cabeza para no darme con las vigas del bajo techo y bajé por la escalera desplegable. En comparación con el calor asfixiante del desván, el segundo piso parecía el Ártico. La vista se me nubló por un momento y tragué con fuerza para contener las náuseas. Podría echarle la culpa al calor del desván, pero la verdad era que me pasaba lo mismo cada vez que estaba en aquel lugar.
Las escaleras que salían del primer piso llegaban hasta el centro del segundo nivel de la casa. No teníamos vestíbulo en aquella planta, tan sólo un rectángulo acordonado separado de la barandilla que protegía las escaleras. Los tres dormitorios y el cuarto de baño daban a aquel rectángulo. Las puertas estaban entornadas, como siempre, para permitir que entrara la brisa.
Mary, que estaba de vacaciones con mis padres antes de volver a la Facultad de Derecho en Pennsylvania, se había instalado en la habitación que compartíamos Patricia y yo, de modo que Claire tenía para ella sola la habitación que había compartido con Mary. Seguían teniendo que compartir el cuarto de baño, pero siendo dos en vez de cuatro, las peleas por entrar en la ducha probablemente no alcanzaran nunca las proporciones épicas de cuando vivíamos todas en casa.
La puerta del dormitorio de mis padres estaba cerrada, era la única que siempre lo estaba con el fin de mantener el aire fresco que proporcionaba el hecho de estar situada en la parte de la casa en la que daba la sombra y el del aparato de aire acondicionado de la ventana. Siempre cerrada para que no entráramos cuando éramos pequeñas, cuando a nuestro padre le «dolía la cabeza» y tenía que «descansar». Una puerta que nos dejaba fuera, sí, pero no conseguía evitar que oyéramos los gritos.
– ¿Anne?
El rostro enrojecido de mi madre apareció delante de mí. Llevaba el pelo rizado como el mío más corto que yo, y el corte hacía resaltar el brillo de sus ojos azules. Había dejado de teñírselo de manera que su pelo caoba presentaba ahora un mechón blanco a cada lado del rostro. No me hacía falta una máquina del tiempo para saber el aspecto que tendría yo cuando envejeciera. Me bastaba con mirar a mi madre.
El mundo seguía su curso como si se moviera dentro del agua. Tragué de nuevo. Estaba mareada. Tomé una profunda bocanada del aire que ya no me parecía tan fresco.
– Siéntate -puede que la indecisión hubiera hecho presa en ella antes respecto a qué fotos elegir, pero en esos momentos mi madre no vaciló. En una casa llena de pelirrojos de piel blanca los mareos habían sido algo habitual-. Mete la cabeza entre las rodillas.
Hice lo que me decía, consciente de lo que significaban el zumbido en los oídos y los puntitos blancos que me nublaban la visión. Tomé aire por la nariz y lo solté por la boca muy despacio, tomar, soltar. Mi madre llegó con un paño húmedo y frío, y me lo puso en la nuca. En cuestión de minutos la presión de la balaustrada que me estaba clavando en la espalda se hizo más incómoda que el mareo. Mi madre me trajo un vaso de plástico con ginger ale, frío pero sin hielo, y di un sorbito.