– ¿Es momento de preguntarte si hay algo que quieras contarme? -me preguntó. Sus ojos resplandecían cuando levanté la vista y la miré.
Yo negué con la cabeza suavemente para evitar empeorar el mareo.
– Ha sido por el calor, mamá. Eso es todo. Y que no he desayunado esta mañana.
– De acuerdo. Si tú lo dices.
Mi madre no estaba todo el tiempo encima de mí sobre el tema de los niños como la señora Kinney. Mi madre adoraba a sus nietos, los hijos de Patricia, Tristan y Callie, pero no era de esas abuelas que se decoraban el bolso con fotos de sus nietos o se ponía camisetas con el rótulo de «La abuela y sus nietos» y figuritas bordadas en representación de cada uno. Mi madre adoraba a sus nietos y le encantaba hacer cosas con ellos, igual que le encantaba devolverlos con su madre después.
Di otro sorbo de ginger ale y noté que ya me iba encontrando mejor.
– Mamá, no estoy embarazada.
– Cosas más raras pasan, Anne.
Sí, pasaban, y me habían pasado a mí, pero mi madre no se había dado ni cuenta cuando ocurrieron. O si lo había hecho, no había dicho nada ante las náuseas matinales y los mareos, los repentinos ataques de histeria o los largos y reveladores silencios.
– No lo estoy. Ha sido el exceso de calor -mi estómago rugió-. Y de hambre.
– Vamos a comer algo. Son casi las cuatro de la tarde. ¿A qué hora tienes que estar en casa?
No tenía que estar en casa a ninguna hora. Alex había salido de casa temprano diciendo que tenía que reunirse con algunas personas para tratar de unos proyectos. Como no era asunto mío, no le había prestado mucha atención. James se había ido a trabajar. No llegaría a casa hasta las seis más o menos, pero no tenía que estar obligatoriamente en casa cuando entrara por la puerta.
– No tengo mucho tiempo. Lo justo para un sándwich. Creo que lo mismo nos vamos a cenar fuera luego, cuando lleguen James y Alex.
Mi madre, al contrario, se había acostumbrado a estar en casa para recibir a mi padre. Un intento inútil de restringir su hábito con el alcohol. Creía que si le encargaba cosas que hacer en la casa antes de que se tumbara en su sillón, bebería menos. Que sus esfuerzos demostraran ser vanos no le había impedido que siguiera intentándolo.
Sin embargo, no quería estar allí cuando llegara mi padre. Él se comportaría con demasiada jovialidad y me pondría nerviosa ver cuántas veces se llenaba el vaso de «té helado» al que añadía cada vez más whisky y menos té. Una vez, siendo pequeñas Patricia y yo, escondimos las bolsitas de té. Pensamos que si no había té, desaparecería también el ingrediente especial de mi padre. No funcionó.
– ¿Sigue aquí el amigo de James? ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
– No lo sé con seguridad.
La acompañé al piso de abajo y entramos en la cocina. El ventilador del techo removía el aire en un intento por refrescar el ambiente. No había cambiado demasiado aquella estancia. Seguía teniendo el mismo papel pintado con margaritas y las mismas cortinas amarillas en las ventanas. Mi madre había hablado más de una vez de cambiar la decoración, pero sospechaba que la tarea de elegir el color de la pintura, el tejido para las cortinas o cambiar las manoplas de horno había sido demasiado para ella. A veces, mis hermanas y yo la animábamos a hacerlo. ¿Pero qué me importaba a mí que mi madre cambiara la decoración de las paredes de su casa? Había salido de aquella casa a los dieciocho años y si Dios quería no tendría que volver a vivir allí nunca más.
– ¿Es agradable? ¿Te cae bien? -preguntó mientras sacaba los platos, pan, carne, mostaza y un tarro de pepinillos.
Yo saqué una bolsa de patatas fritas de la alacena.
– Es agradable, sí. Pero no es amigo mío, sino de James.
– Eso no significa que no pueda ser amigo tuyo también.
Mi madre había trabado amistad con los amigos de mi padre, les había abierto las puertas de su casa para sus timbas de póquer y sus reuniones para ver el fútbol. A las comidas en el jardín de atrás. Consideraba amigas a las mujeres de los hombres que mi padre llevaba a casa, pero sólo se reunían si iban con sus maridos. Nunca salían juntas a comer, de compras o al cine. Eso lo hacía con su hermana, Kate, cuando lo hacía. Dedicaba el resto de su tiempo a intentar que mi padre no saliera de casa. Si estaba allí, no estaría conduciendo por ahí, con la posibilidad de atropellar al perro o al hijo de algún vecino.
– Se va a quedar aquí un tiempo -conteste-. Hasta que monte un nuevo negocio.
– ¿A qué se dedica? -preguntó mi madre levantando la vista de la mostaza que estaba untando en el pan.
– Yo… tenía una empresa de transportes o algo así en Singapur.
Eso era todo lo que sabía.
Mi madre terminó de preparar los sándwiches y tomó la pitillera de piel sintética. La mayoría de los fumadores suelen preferir una determinada marca, pero mi madre solía comprar el que estuviera más barato. Esta vez era un paquete blanco sin muchos adornos que parecía una baraja de cartas. No me molesté siquiera en pedirle que no lo encendiera, aunque sí alejé mi plato todo lo posible.
– Singapur. Eso está muy lejos -comentó asintiendo con la cabeza al tiempo que encendía el cigarrillo, inhalaba y soltaba el humo a continuación-. ¿Desde cuándo dices que lo conoce James?
– Desde octavo curso.
De repente tenía un hambre canina. Di un buen bocado al sándwich y me serví unas patatas en el plato. Eran patatas fritas elaboradas según el método tradicional, de las que yo no compraba porque cuando empezaba una bolsa no paraba hasta que me la acababa delante de una buena sesión de cine en casa.
No hay ningún otro sitio como el hogar. Qué verdad más grande. Para mí el hogar siempre sería el olor a tabaco y laca barata para el pelo, y el sabor de aquellas patatas artesanas. De repente me entraron ganas de llorar. De pronto mis emociones eran como la montaña rusa en la que me había subido con Alex el día anterior.
Mi madre, pobrecilla, no pareció darse cuenta. Habíamos adquirido mucha práctica a la hora de evitar hablar de la tristeza. Creo que tal vez para ella hablar por encima de los sollozos furtivos se hubiera convertido en una costumbre. Me habló de una película que había visto y del dibujo de punto de cruz que tenía intención de bordar. Conseguí mantener el control a fuerza de concentrarme en acabarme el sándwich, pero se me había hecho hora de irme.
No me di la prisa suficiente. Oí la puerta de atrás igual que miles de veces cuando era niña, y el ruido de fuertes pisadas.
– Estoy en casa -tronó la voz de mi padre.
– Ha llegado papá -dijo mi madre sin necesidad.
Me levanté. Mi padre entró en la cocina. Tenía los ojos rojos, una amplia sonrisa en los labios y la frente sudorosa. Me abrió los brazos y yo me acerqué obedientemente, sin más remedio que aguantar el abrazo. Olía a sudor y a alcohol. Como si sudara alcohol. No debería haberme sorprendido.
– ¿Cómo está mi niña? -mi padre, Bill Byrne, se detuvo cuando estaba a punto de frotarme la coronilla con los nudillos, pero le faltó muy poco para hacerlo.
– Bien, papá.
– ¿Te has metido en algún lío?
– No, papá -respondí yo con igual obediencia.
– Bien, bien. ¿Qué hay de cena? -preguntó mirando a mi madre, que miró nuestros platos con gesto de culpabilidad casi.
– ¿Tienes hambre?
Empezó a recoger la mesa como quien destruye pruebas incriminatorias. Le prepararía una copiosa cena aunque ella no tuviera hambre.
– ¿Tú qué crees? -tendió los brazos para agarrarla y mi madre se rió como una niña al tiempo que agitaba las manos delante de él-. ¿Te quedas a cenar, Annie?
– No, papá. Me voy a casa.
– Bill, tiene que irse -dijo mi madre, sacudiendo la cabeza-. James la está esperando. Y tienen un invitado. Alex… ¿Cómo me has dicho que se apellidaba?