Entró en la habitación y se quitó la camisa, que tiró hacia delante aunque no cayó en el cesto de la ropa sucia. Se desabrochó el cinturón y lo sacó de las trabillas. A continuación se desabrochó el botón. Mis manos doblaban camisetas en perfectos rectángulos, pero mis ojos seguían todos sus movimientos.
– Pensé que te excitarías.
– ¿Pensaste que me excitaría pensar en un acto de exhibicionismo?
Intenté parecer escandalizada, pero no me salió demasiado bien.
James se quitó los vaqueros y se quedó delante de mí en calzoncillos.
– ¿No lo has pensado nunca?
Me enderecé.
– ¿Que si he pensado en hacerlo delante de otra persona? ¡No!
– Lo hicimos con tu compañera de piso en la misma habitación -me recordó él.
– Aquello era diferente. No teníamos ningún otro sitio adonde ir. Y fue sólo una vez.
Hicimos el amor debajo de la colcha una vez. Intentando no gemir demasiado alto y evitando un excesivo roce de la ropa de la cama. Pendientes todo el tiempo de que el chirrido de los muelles de la cama no nos descubriera. James con la cabeza entre mis piernas mientras yo me arqueaba, me tensaba y, finalmente, me corría en agónico silencio.
– Somos demasiado viejos para eso -dije.
Me puso las manos en las caderas. Dios mío, cuánto lo amaba, todo él. Amaba el suave valle que formaba su piel entre sus costillas, las matas de vello que le crecían bajo los brazos y alrededor de los genitales. Adoraba la tersura de su piel, el oscuro grosor de sus cejas, el impactante azul de sus ojos. Podía ser un imbécil, pero yo lo amaba igualmente.
– No puedes decirme que no te pone caliente pensar en ello -dijo, totalmente seguro de sí mismo, seguro de que tenía razón-. Igual que aquella vez en el cine. Nos sentamos en la última fila y tú llevabas aquella falda.
Me di la vuelta y proseguí con la ropa. Agarré con brusquedad un pantalón corto arrugado y lo sacudí para quitarle las arrugas antes de doblarlo. Una ola de calor me subía por la garganta hasta las mejillas.
– Aquello te gustó -dijo James.
La forma en que me había acariciado por fuera de las bragas hizo que me retorciera de gusto. Mantuvo el ritmo de las caricias durante una hora y media, toda la película. En ningún momento metió los dedos por dentro de las bragas, se limitó a trazar breves pero intensos círculos sobre mi clítoris por encima de las bragas hasta llevarme a un punto que sentí que me subía por las paredes. Hizo que me corriera cuando salían los títulos de crédito, justo antes de que se encendieran las luces. Me corrí con tal intensidad que no podía respirar. Sigo sin recordar de qué iba la película.
– Sólo porque me gustara no significa que quiera que tu amigo nos pille haciéndolo -dije yo de mala gana-. Imagínate el bochorno que le haríamos pasar.
James me rodeó con los brazos. Debería oler a sudor y a polvo, pero no era así.
– Es un tío, Anne. No se quedaría abochornado. Se pondría cachondo.
Intenté no sonreír al admitir que tenía razón.
– ¡Pero es tu amigo!
James se quedó callado unos segundos.
– Ya.
Lo miré.
– Te agrada la idea de que nos mire mientras lo hacemos, ¿verdad?
No una persona cualquiera. No un desconocido. No el chico de las pizzas. Sino Alex.
James acarició el contorno de mis cejas con un dedo.
– Olvídalo. Tienes razón, es una tontería.
– Yo no he dicho que fuera una tontería -apoyé las manos en su torso-. Sólo quiero saber si es verdad.
Él se encogió de hombros, una evasión que revelaba mucho más que las palabras. Sentí como si el estómago se me saliera por la boca.
– ¿Qué tiene ese hombre? -pregunté en un susurro para darle la oportunidad de fingir que no lo había oído.
Pero sí me oyó. No respondió, pero sí me oyó. Nos quedamos mirándonos. No me gustó la distancia que se había abierto de repente entre los dos, en un momento en el que deberíamos haber estado más unidos que nunca.
Los dos oímos el ruido de la puerta al mismo tiempo. Los dos giramos la cabeza. Los dos oímos a Alex entrar en casa, pero fue James el que salió a saludarlo.
La casa de Patricia siempre está limpia. La he visto pasar el aspirador hasta dejar marcas de espiguilla en la moqueta. La he visto frotar de rodillas el suelo de la cocina con un cepillo de dientes para sacar la mugre de las juntas. Podíamos burlarnos de ella por diversos motivos, pero ninguna de nosotras se había burlado jamás de lo limpia que estaba su casa.
Pese a su necesidad compulsiva de limpiar, siempre había hecho de su casa un lugar confortable. Sus hijos tenían uso libre de la casa. Eran buenos niños, desordenados como todos los niños, pero no destructivos. La casa estaba limpia, pero es obvio que es una casa en la que vive gente. No es una casa de revista. Es un hogar.
Por ese motivo cuando entré en casa de mi hermana y vi las almohadas tiradas por el sofá y piezas de rompecabezas por el suelo, no me sorprendí al principio. Cuando entramos en la cocina y vi el fregadero repleto de platos sucios y la encimera sembrada de migas, me detuve a mirar con detenimiento.
– Espero que hayas traído las fotos -dijo Patricia detrás de mí. Tomó una taza llena de café que había junto a la cafetera y se sentó a la mesa de la cocina. Allí también había migas, pero mi hermana apenas las miró. Oí el ruido de pies y gritos de niños en la planta de arriba. Estaban jugando.
– Las he traído -contesté yo mostrándole el sobre mientras me sentaba frente a ella-. Están muy bien.
Patricia tomó el sobre y sacó las fotos. Fue pasando una a una y las distribuyó según tamaño. Yo observaba su eficiencia, preguntándome si su natural sentido de la organización había hecho de ella una buena madre o si tener hijos había fomentado sus dotes de gestión. Intente recordar si siempre había sido tan precisa en todo, pero no lo conseguí.
– Pats, ¿alguna vez has intentado acordarte de algo de cuando éramos pequeñas, pero no has podido?
– ¿Como qué? -seleccionó una foto de las dos cuando éramos poco más que unos bebés. Las dos llevábamos exactamente el mismo bañador amarillo-. Recuerdo estos bañadores.
– ¿Te acuerdas porque estás viendo la foto o te acuerdas de verdad de ellos?
Patricia me miró.
– No sé, ambas cosas. ¿Por qué?
Alargué la mano hacia varias de las fotos. Una de mis padres en una fiesta, fumando los dos, mi padre con un vaso alto de un líquido ambarino. Una de Claire cuando era un bebé, el resto de nosotras alrededor del moisés, mirándola como si fuera un premio. Yo tenía ocho años en esa foto. Recordaba cosas de entonces, pero no recordaba aquel momento que una cámara había inmortalizado.
– No lo sé. Se me ha ocurrido.
– No sé por qué querrías saberlo -contestó mi hermana lacónicamente.
Colocó un par de fotos seguidas, como si estuviera echando las cartas.
– Pats -le dije suavemente, esperando hasta que me miró para continuar-. ¿Estás bien?
– Estoy bien, sí. ¿Por qué?
Yo eché un vistazo a nuestro alrededor.
– Te veo un poco tensa, eso es todo.
Patricia siguió con la mirada la dirección de la mía.
– Ya, bueno. Lamento todo este desastre. He despedido a la asistenta.
Esperé un momento a que se riera, pero no lo hizo.
– No es un desastre.
Al menos comparada con mi casa, donde no valía la excusa de que hubiera niños. Y mucho menos comparada con la casa en la que habíamos crecido, donde el caos había sido algo habitual. Cuando mi madre tenía que elegir entre varias opciones, la mayor parte de las veces optaba por ignorarlas todas. El resultado: un montón de cosas a medio hacer. Hasta que llegué a la universidad no aprendí que si doblas la ropa nada más sacarla de la secadora en vez de dejarla en el cesto de la ropa limpia durante una semana, no llevarás la ropa arrugada.
– Vamos a la habitación de arriba. Allí tengo las pegatinas y los materiales para prepararlo todo.