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En la planta de arriba oí el murmullo de dibujos animados y asomé la cabeza en la habitación que mi hermana había añadido a la casa, justo encima del garaje. Tristan y Callie veían la tele tirados en sendos sillones puf de ésos que estaban rellenos de bolitas de poliuretano, los ojos pegados a la tele. Oí una música que me resultaba familiar.

– Anda, pero si es Scooby Doo -dije desde la puerta.

Dos caritas se volvieron hacia mí.

– ¡Tía Anne!

Tristan, de seis, se levantó de un salto y vino corriendo a darme un abrazo. A su hermana, dos años mayor, le daba más pereza mostrar su afecto. Estaba creciendo, haciéndose demasiado mayor para abrazos.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó Tristan pegándose a mí como una lapa y levantando las piernas, de manera que me vi obligada a tomarlo en brazos si no quería que acabáramos los dos en el suelo.

– He venido a hacer una cosa con vuestra mamá. ¿Por qué no estáis en el jardín? -pregunté antes de dejar a Tristan de nuevo en el sucio.

– Hace demasiado calor y mamá ha dicho que podíamos ver la tele -dijo Callie, que había crecido otros dos centímetros y medio desde la última vez que la había visto. Ya me llegaba al hombro.

Tal vez me cueste recordar algunas cosas de cuando yo era pequeña, pero jamás se me olvidaría lo que sentí cuando tomé en brazos a mi sobrina por primera vez. Fui yo quien llevó a Patricia al hospital cuando rompió aguas mientras pasaba la fregona. Nos reunimos con Sean en el hospital y Callie nació veinte minutos más tarde. Tuve oportunidad de tomarla en brazos cuando aún no tenía ni dos horas de vida.

– Ven aquí y dame un abrazo -le dije, estrujándola como si no fuera a soltarla jamás-. Estás creciendo mucho.

Tristan seguía tratando de llamar mi atención a base de darme empellones con ánimo juguetón hasta que decidió regresar a su puf. Se lanzó sobre él con tanta fuerza que creía que iba a estallar. Miré hacia la tele. Había… ¿encogido?

– ¿Que ha pasado con la tele grande?

Los niños estaban viendo los dibujos en un aparato viejo de veinticinco pulgadas, lleno de roces en un lado y uno de los extremos inferiores sujeto con cinta adhesiva. La calidad de la imagen no era demasiado buena, se notaba un halo alrededor de las figuras.

– Mamá y papá la han devuelto -respondió Callie.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Anne -llamó Patricia desde el fondo del pasillo-. ¡Date prisa!

Los niños o no sabían o no les importaba que la televisión grande hubiera desaparecido. Los dejé con su sobredosis de dibujos animados y fui a la habitación de más que Patricia utilizaba para guardar el material para las manualidades.

Normalmente, hasta esa habitación estaba tan ordenada como la sala de un museo, pero ese día parecía como si un tornado hubiera pasado por allí. Patricia apartó una pila de rectángulos de tela de la mesa que se extendía a lo largo de la pared y colocó allí las fotos. Guardó la máquina de coser y la quitó de en medio.

– ¿Estabas haciendo algo? -pregunté echando un vistazo a mi alrededor.

– Un edredón -contestó sacando de un mueble una carpeta acordeón y después otra que colocó sobre la mesa-. Tengo montones de pegatinas y papeles.

Patricia había heredado el talento creativo de mi madre para coser, hacer punto o cocinar, aunque ella sí terminaba los proyectos que comenzaba. Había empezado a hacer un álbum de recortes. Yo, con mucho, metía las fotos en un álbum, pero desde luego no me tomaba la molestia de anotar detalles sobre el viaje debajo de cada una, pero Patricia tenía varias estanterías llenas de álbumes sobre distintos temas.

– Creía que iba a hacer un collage sobre una base de cartón.

Patricia sacó de una estantería del mueble un álbum pequeño de color negro.

– Se me ocurrió que podía hacer un álbum con las fotos y dejar páginas en blanco entre medias para que los invitados anoten algún comentario. Dejaré páginas en blanco al final del álbum para pegar las fotos de la fiesta.

Señaló el abundante material desplegado sobre la mesa. Hacer un álbum era una idea bonita, aunque a mí me pareciera desalentadora.

– ¿Qué? ¿No te gusta?

– Me parece estupendo, Pats. Un tanto ambicioso, pero nada más.

– Me gusta hacerlo -dijo.

– ¿Estás segura de que tienes tiempo? Quiero decir que…

– Sacaré el tiempo -contestó.

La tensión se notaba en el ambiente y preferí no insistir.

– Vale, pero si necesitas ayuda…

Entonces sonrió y me pareció más ella misma.

– Ya. No os gustan los álbumes de recortes a ninguna. Claire preferiría sacarse los ojos a hacer uno. No pasa nada. A mí sí me gusta. Gracias por haberme traído las fotos.

– De nada -hice una pausa antes de preguntar-: ¿Los has visto últimamente?

Patricia levantó la mirada de los montoncitos que estaba haciendo con las fotos.

– ¿A quién? ¿A papá y mamá?

Yo asentí y ella se encogió de hombros. Tenía un montón de bolsas de plástico transparentes repletas de rotuladores y tijeras de varios tipos para recortar dando distintas formas. Estaba organizándolas mientras hablaba conmigo.

– Mamá vino a quedarse un rato con los niños la semana pasada y hablé con ella por teléfono. ¿Por que?

– ¿Y a él lo has visto últimamente?

Patricia levantó la vista, las manos llenas de rotuladores.

– No.

No pensé que fuera a responder así. Patricia llevaba a los niños a ver a mis padres, pero nunca dejaba que se quedaran en su casa. Cuando mi madre hacía de niñera, lo hacía en casa de Patricia. Pero, al igual que respecto al consumo de «té helado» de mi padre, nadie hablaba nunca del tema.

Sin responder a la pregunta, busque entre el montón de fotos que había recogido del desván de mis padres. Elegí una Polaroid de nosotras dos sentadas en el regazo de nuestro padre y se la mostré. Estábamos muy sonrientes los tres. Yo tenía el mismo pelo y los mismos ojos que mi madre, pero había heredado la sonrisa de mi padre, igual que mi hermana.

– Miro estas fotos y… no me acuerdo de nada -dije dando un golpecito con los dedos sobre la foto-. ¿Y tú?

Patricia me quitó la foto.

– Éramos muy pequeñas. Yo diría que tú tienes cuatro años, lo que significa que yo tenía dos. ¿Quién se acuerda de lo que hizo con dos años?

No me refería a eso, pero no sabía cómo explicarme. O más bien hacerlo sin cruzar a territorio prohibido. Miré la foto de nuevo.

– Se nos ve felices -dije.

Mi hermana no dijo nada. Me quitó la foto de las manos y la devolvió al montón. Abrió entonces su carpeta acordeón y sacó un taco de pegatinas con forma de bocadillos, sin hacerme ningún caso.

– Es que… miró estas fotos y sé que ocurrió porque me veo en ellas, pero… -me dolía la garganta del esfuerzo que me costaba dar voz a mis pensamientos-. Pero no recuerdo que ocurriera.

No me acordaba de estar sentada en las rodillas de mi padre mientras me leía los cuentos del Dr. Scuss o montando los vagones del tren que daba vueltas alrededor del árbol de navidad todos los años. Tampoco recuerdo la sesión de fotos en las que nos hicieron el retrato de familia, todos vestidos con jerséis tejidos por mi madre con el nombre de cada uno. No recordaba que nuestra familia hubiera sido feliz nunca.

– Aquí debía de tener los años de Callie -dije-. Y tampoco me acuerdo. Sin embargo, me acuerdo del jersey. Picaba y las mangas eran demasiado largas. Me acuerdo de haber visto la foto, pero no de cuando nos la hicieron.

Mi hermana me miró con los ojos que las dos habíamos heredado de nuestra madre cuando estaban vacíos de expresión.

– Deja de darle vueltas, Anne. Ya está bien, ¿vale? Tenemos las fotos. Salimos en ellas. Sales en ellas. La memoria es algo muy frágil. Si la gente no lo recuerda todo es por algo. No tenemos espacio suficiente en el cerebro para almacenar tanta basura.