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– Sólo era un comentario. No me importaría almacenar algunas de estas cosas en el cerebro. Me acuerdo del día que Chris Howard me vomitó encima en el autobús cuando estábamos en segundo curso. Podría vivir perfectamente sin ese recuerdo.

Las dos nos reímos, pero me pareció una risa forzada. Ayudé a Patricia a organizar el material para el álbum hasta que me resultó obvio que, más que ayudar, entorpecía. No le hacía ninguna falta, de modo que me despedí con sendos abrazos de mis sobrinos y me fui. ¿Se acordarían ellos de las veces que los había llevado a tomar un helado o a jugar a Candyland? ¿O sus recuerdos terminarían difuminándose con el tiempo hasta desaparecer para poder dejar sitio a recuerdos más recientes?

No podía decirse que mi mente fuera una hoja en blanco. Recordaba el colegio y las visitas a la casa de mi abuela en Pittsburgh. Recordaba también la vista de los tres ríos en el punto en que se unían, la vista desde el funicular de Duquesne Incline, y no sólo porque la hubiera visto en fotos. Me acordaba de mis juguetes, mis programas de televisión y mis libros favoritos. Me acordaba de algunas cosas de antes de cumplir los diez… pero estaba todo bastante borroso. Tal vez Patricia tuviera razón y se debiera simplemente a una cuestión de falta de espacio en el cerebro.

Todo cambió el verano en que yo tenía diez años, Patricia, ocho, Mary, cuatro y Claire, dos. El teléfono nos despertaba en plena noche. Los gritos que hasta entonces oíamos tras la puerta del dormitorio comenzaron a estallar en mitad de la cena. Mi madre prorrumpía en lágrimas sin previo aviso, y yo me asustaba. Todo estaba cambiando, y con diez años era lo bastante mayor como para saber que las lágrimas de mi madre y las llamadas de teléfono estaban relacionadas, pero no sabía de qué manera exactamente. Lo único que sabía era que se suponía que no debíamos hablar de ello, de aquel «algo» misterioso que nos estaba separando. Había sido un verano horrible, eso lo recordaba con absoluta claridad.

Mi padre siempre estaba contento, pero se había convertido en una parodia del padre «divertido», un padre que se tiraba al suelo a jugar con sus hijas tanto si estas querían como si no; que traía a casa tarrinas de helado medio derretido porque se había parado por el camino a beber. Un padre que nos despertada el sábado al amanecer para ir a pescar o nos tenía levantadas hasta tarde cazando luciérnagas en el jardín. Siempre le había gustado beber, había pruebas fotográficas de ello. Pero durante aquel verano no había día en que no se le viera con su vaso de té helado en la mano mezclado en abundancia con el whisky de la botella que guardaba en el armario. Mary y Claire eran demasiado pequeñas para darse cuenta, pero Patricia y yo sabíamos contar. Cuantas más veces iba a la cocina, más bullicioso se volvía el comportamiento de nuestro padre y más silencioso el de nuestra madre.

Yo no quería salir en la barca con mi padre aquel día, pero no hubo forma de disuadirlo. No me gustaba pescar, ni colocar los gusanos en el anzuelo, ni aquella barca que se balanceaba de lado a lado. No me gustaba sentarme al sol que me abrasaba aquellos resquicios de piel que se me habían quedado sin tapar. Yo quería quedarme en casa leyendo mis libros de misterio de Nancy Drew, pero cuando mi padre despertaba, yo me levantaba, me vestía y me iba con él.

No le había contado a nadie lo del día que nos pilló aquella tormenta en la barca y mi padre estuvo a punto de hacer que volcáramos. Alex había sido el primero. Al igual que lo de ocultar las botellas debajo de la basura o lo de cerrar las puertas para amortiguar los gritos, era algo de lo que no se hablaba.

Dos días después del incidente en el lago, mi madre desapareció. Se fue a casa de la tía Kate, que se había puesto enferma, una misteriosa enfermedad de la que los adultos no querían hablar, y se llevó a Claire, demasiado pequeña para dejarla en casa. Al no tener colegio porque estábamos de vacaciones, y con mi padre al mando de la casa aparentemente, me tocaba a mí ocuparme de mis hermanas durante el día, mientras él estaba trabajando. Cuando echo la vista atrás, no puedo creer que mi madre nos dejara solas tanto tiempo, pero supongo que no tuvo opción. Aunque no nos dejó solas exactamente. Nos dejó con nuestro padre. Si yo le hubiera contado lo del incidente con la barca, tal vez no se habría ido. Pero yo no dije nada, ni entonces ni nunca, y ella nos dejó con nuestro padre, que jamás nos haría daño a propósito, pero a quien tampoco se le daba demasiado bien vigilar que no nos ocurriera nada malo.

Siempre estaba malhumorado, pero al no estar mi madre para atemperar su genio y apaciguarlo, se pasaba el día revolcándose en su miseria. Vivíamos en un mar de altibajos. Un día no paraba de hablar, nos ponía palomitas y patatas fritas para cenar y jugaba con nosotras durante un buen rato al Monopoly o al Cluedo, y al otro llegaba a casa, se encerraba a oscuras en su habitación con una botella llena y sólo salía cuando la vaciaba. Era como tener dos padres, cada uno en un extremo, pero aterradores en ambos casos.

Patricia me había preguntado para qué me molestaba en pensar en el pasado. Quería recordar las cosas buenas. Era como si mi vida hubiera empezado de verdad aquel verano, y todo lo que había hecho a partir de entonces, todas mis decisiones, buenas y malas, habían sido resultado de ello. Ahora mi vida estaba cambiando mientras yo permanecía en el centro de la espiral, buscando algo que no sabía qué era. Quería recordar momentos buenos para no pensar así en los malos, para que no pudieran afectarme; para poder dejar de tomar decisiones basadas en la sensación de que todo aquel en quien confiaba terminaría dejándome tirada en un momento u otro; para poder dejar de sentirme como si no mereciera que me ocurrieran cosas buenas; para poder dejar de soñar que me ahogaba.

No coincidí mucho con Alex durante los siguientes días. Su nuevo negocio, fuera lo que fuera, lo obligaba a salir de casa antes de que yo me levantara y a regresar, algunas veces, después que me hubiera acostado. Sabía que estaba en contacto con James, pero yo no le preguntaba. Era un tema delicado. Me daba la sensación de que había respuestas a preguntas que no quería hacer, aunque sabía que James quería responder.

Casi me había acostumbrado a pensar que tenía la casa para mí sola otra vez cuando Alex llegó una tarde y se sentó en la terraza a leer. Podría haber estado limpiando o haciendo cosas para la fiesta de aniversario de mis padres, que íbamos a celebrar en agosto, pero en su lugar había decidido tumbarme al sol ahora que aún no calentaba demasiado a leer mientras me tomaba una limonada.

– Hola.

Se detuvo junto al marco de la puerta un momento antes de salir a la terraza. Se había aflojado la corbata, pero, aun así, estaba muy elegante con el traje.

– Hola -contesté yo, haciéndome sombra en los ojos para mirarlo-. Hace mucho que no te veía.

Él se rió.

– He tenido muchas reuniones. Inversores.

– ¿En Sandusky? -pregunté yo, impresionada.

Él soltó otra carcajada mientras se quitaba la chaqueta. La camisa salmón que llevaba debajo apenas estaba arrugada, y lo envidié por ser hombre y no tener que preocuparse del pelo y el maquillaje para tener buen aspecto. Ni de las medias.

– No. En Cleveland. He estado yendo en coche hasta allí todos estos días.

Eso explicaba por qué apenas se había dejado ver por casa.

– He hecho limonada. Te puedo preparar algo de comer si quieres.

– Ya haces demasiado. No deberías hacer tantas cosas -dijo él, guiñando los ojos a causa del molesto sol.

– Ya, bueno es que no he podido encontrar un criado que me atienda.

Alex se desabrochó la camisa y se la sacó de la cinturilla del pantalón al tiempo que se quitaba los zapatos. Estaba aprendiendo cosas de él. como que le gustaba andar por la casa medio desnudo.

– Se me ocurre una idea -dijo quitándose los calcetines y agitando los dedos de los pies sobre la madera calentada por el sol-. Pon un anuncio en el Register: «Se busca un Don Limpio personal para casita junto al lago. Entre sus tareas se incluye limpiar ventanas, fregar suelos y hacer masajes de Shiatsu».