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– Prefiero que no me los dé Don Limpio -contesté yo entre risas.

Se estiró con un gemido de cansancio, contorsionando la cintura hasta que su columna crujió como los cereales de arroz inflado cuando los echas en la leche.

– Está claro que nunca te han dado un buen masaje. Joder, qué tenso estoy. Me he acostumbrado a lo bueno en Singapur. Allí me daba un masaje a la semana.

– ¿Te los daban hombres grandotes, sin pelo, vestidos con camisetas blancas? -pregunté yo, observando cómo se estiraba y se contorsionaba, fascinada por las líneas de su cuerpo. Me preguntaba si se iba a quitar la camisa. Me preguntaba por qué habría de importarme.

– No. Me los daban unas mujeres menudas y preciosas con unas manos asombrosas… -movió las cejas arriba y abajo y a continuación dijo imitando una voz femenina-: Ah, señor Kennedy, ¿le apetece terminar bien el día?

Yo me tapé la boca, fingiendo estar escandalizada.

– Tú no harías algo así.

Su enigmática sonrisa no me reveló nada excepto que tal vez me estuviera mintiendo.

– ¿Tú no lo harías? -puso la mano en la barandilla y se estiró otra vez.

– Creo que no.

El hielo de mi limonada se me había derretido, restándole acidez pero manteniéndola fría. Di un sorbo, no porque tuviera sed, sino por la súbita necesidad de hacer algo con las manos.

– Pero sí estarías dispuesta a contratar a un criado para que hiciera la colada y limpiara los cuartos de baño. Interesante -se sacudió como hacen los perros al salir del agua-. Joder, me duele de verdad. ¿Te importaría masajearme un poco la espalda?

Mientras lo decía ya estaba sentándose a los pies de mi tumbona y quitándose la camisa.

– ¿Alguna vez te dice alguien que no? -pregunté yo, dejando en el suelo mi vaso.

Él se giró y me miró por encima de su hombro.

– No.

Abrí y cerré los puños varias veces seguidas para estirar los dedos y a continuación los extendí por encima de sus omóplatos. No me hacía falta tocarlo para sentirlo.

Alex seguía mirándome. Yo no tenía motivos para hacer lo que me pedía, pero él se comportaba como si yo no pudiera negarme. Y tal vez no podía.

El sol le había calentado la piel. Mis dedos estaban fríos de sostener el vaso de limonada. Soltó el aire entre los labios como si fuera un silbido cuando por fin lo toqué, aunque no creo que se debiera al frío.

– Tienes unos nudos del tamaño de pelotas de tenis -señalé mientras los masajeaba uno a uno.

– Eso me han dicho -replicó Alex, y los dos nos echamos a reír.

– Eres un guarro -le dije hundiendo los dedos en los tensos músculos.

Alex dejó escapar un gemido largo y muy bajito.

– Eso también me lo han dicho. Joder, qué gusto.

– A James le duele la espalda con mucha frecuencia.

Volvió a gemir y bajó la cabeza para que pudiera trabajarle el cuello.

– Justo ahí. Así… qué bien.

Yo me puse más cerca, una de mis rodillas a cada lado de sus caderas. Desde allí podía captar su aroma. A sol. A flores. Algo exótico. Me incliné sobre él mientras masajeaba e inspiré con los ojos cerrados.

– ¡Hola!

El tonillo que tan bien conocía me hizo apretar la mandíbula y los dedos de forma inmediata. Alex gritó cuando le clavé los dedos. Los dos levantamos la vista justo cuando mi suegra aparecía en la puerta de la cocina.

Se quedó mirando la escena. La valoró, la sopesó y, finalmente, nos declaró culpables en el tiempo que tardaba en quitar las manos de los hombros de Alex. Éste se levantó con toda la calma del mundo, girando el cuello hacia un hombro y después hacia el otro, y estirando la espalda de nuevo.

– Gracias, Anne -dijo-. Hola, señora Kinney.

– Alex -respondió ella tras lo cual dejó caer su acusadora mirada sobre mí-. Anne. Debería haber llamado antes de venir.

«¿Por qué empezar ahora?», me dieron ganas de decirle, pero me contuve.

– No seas boba, Evelyn. ¿Te apetece un poco de limonada?

– No, creo que no -respondió ella mirando a Alex, que parecía decidido a llamar la atención de mi suegra con todos sus movimientos. Se acomodó en otra tumbona y levantó hacia ella su vaso de limonada con una mueca burlona-. Sólo me he acercado a dejarte estas revistas.

Una vez leí en alguna parte que no se debe decir que no a algo que te dan gratis, aunque no lo quieras, no vaya a ser que no vuelvan a ofrecerte nada y pierdas la oportunidad de encontrar algo que verdaderamente deseas. Yo no quería para nada las revistas usadas que la señora Kinney me traía después de leerlas ella, como tampoco quería los marcos de fotos que me regalaba ni los jerséis que me compraba para sustituir a los viejos. Pero me levanté con una sonrisa.

– Te lo agradezco mucho. Siempre vienen bien los trucos de decoración y cuidado del jardín.

Alex se burló entre dientes, lo que le valió una agria mirada por parte de mi suegra, esa mirada que se guardaba para mí aunque suavizada.

– Te las he dejado en la mesa de la cocina.

– Gracias -contesté yo sin hacer ademán de entrar en la cocina y charlar efusivamente sobre las revistas, pese a que yo sabía que eso era precisamente lo que ella esperaba que hiciera. Era consciente de que cuanto más deseaba algo mi suegra, más perverso placer encontraba yo en fingir que no me daba cuenta. Ella no era sutil. Y yo no soy tonta. Se trataba de una lucha de poder revestida de buenas maneras-. James no llegará hasta más tarde. ¿Te apetece quedarte a esperar o…?

Dejé la frase sin terminar esperando a que lo hiciera ella. Estoy segura de que quería que yo le pidiera que se quedase, que se sentara a tomar un café y a charlar un rato, y en el pasado es lo que habría hecho. Pero no iba a invitarla a quedarse esta vez. Habría sido mentir.

Creo que se habría quedado de no haber estado allí Alex, tendido en la tumbona con los ojos cerrados. Pero frunció los labios y negó con la cabeza.

– No. Ya vendré en otro momento.

– Como quieras -dije yo sin levantarme a acompañarla a la salida, aunque sospechaba que también esperaba eso de mí.

La señora Kinney decía siempre que con la familia no había que comportarse como si fueran invitados, una excusa para entrar en mi casa como Pedro por su casa. Pero ella quería en realidad ambas cosas. No quería ser tratada como una invitada cualquiera, pero sí quería que la acompañara a la puerta cuando se iba. Eso le proporcionaría la oportunidad de cotillear sobre Alex. Lo sabía porque al principio de casarnos, Evelyn me había sorprendido con esta táctica de «divide y vencerás». Ella se levantaba para irse y yo la acompañaba a la puerta. Separadas del grupo, o simplemente lejos de los oídos de James, yo quedaba desprotegida ante sus intentos de sonsacarme algo o de cotillear. Había aprendido bien la lección. Y no fingiré que no me proporcionaba una leve satisfacción contrariarla. Si quería quejarse por nuestro invitado, tendría que encontrar a otra a quien irle con el cuento.

Alex esperó a que el rumor del motor de su coche se hubo desvanecido antes de sentarse y mirarme. Aplaudió una vez. Dos. Tres veces.

– Bravo.

– ¿Perdona? -dije yo volviéndome hacia él.

– La has manejado de forma brillante. Bravo.

– No la he manejado -objeté yo.

Alex negó con la cabeza.

– No, no, no. No seas modesta. Evelyn es un hueso duro de roer. Has estado perfecta.

Siempre desconfío cuando alguien me elogia por haber sabido capear el temporal.

– ¿De veras?

– No te has mostrado grosera, pero sí firme. No has permitido que te manipulara ni le has dado lo que quería.

– ¿Que era…? -insté yo apurando mi limonada. Ya no estaba fría ni acida, y me quedé con sed.